Cuando era niño me dio por comprar (y leer) libros de un género popular en Estados Unidos y denostado en España: la novela basada en una película. Es decir: el encargo puro y duro de Hollywood. Coger un guión y convertirlo en una novela para las masas. Todavía conservo los libros inspirados en La guerra de las galaxias, El imperio contraataca, En busca del arca perdida, Indiana Jones y el templo maldito, Lady Halcón… Entre mis adquisiciones estaban Superman y Superman III (la segunda no la tengo o no se publicó, no sé). Las novelizaciones de Superman III y E.T. (éste se lo compró alguno de mis primos) fueron escritas por un tal William Kotzwinkle, del que nunca volví a saber nada hasta hace, casualmente, unas semanas: en Más allá de la sospecha, ensayo esencial de Marc Chénetier para comprender la ficción norteamericana entre 1960 y 1990 (y que pronto reseñaré aquí), se menciona mucho a este autor y, especialmente, a su novela El hombre ventilador. Busqué el libro, que ya estaba descatalogado por Tusquets, y me topé con una buena noticia: en breve lo reeditaban en Capitán Swing, con ilustraciones de Marieta Moraleda e introducción de Antonio Jiménez Morato. Así que lo compré el mismo día que lo pusieron a la venta y lo leí antes de irme a dormir.
El hombre ventilador es Horse Badorties, un hippie desastroso y siempre en estado alucinógeno que me recuerda mucho al Nota de la película El gran Lebowski y un poco al Ignatius de La conjura de los necios. Badorties va de acá para allá, haciendo chanchullos, fumando hierbas, estafando al prójimo y a menudo no sabiendo qué ha hecho antes ni dónde tiene la cabeza. Siempre lleva un pequeño ventilador de mano, a pilas, del que promete distribuir una remesa si le gusta al tipo al que le hace la demostración. Kotzwinkle demuestra mucho humor, y ese toque de locura que anidaba en Richard Brautigan. Me lo he pasado en grande mientras leía las desventuras de este pícaro fumado. En un capítulo destroza un autobús que acaba de comprar:
He perdido un autobús escolar, tío, pero será devuelto al propietario de la chatarrería junto con el cheque sin fondos que le di, y ahora desaparezco de la escena de mi maravilloso autobús escolar amarillo. A través de la arboleda, los veo bajar una grúa y remolcar el viejo autobús. En cierto sentido es una pena, tío. Pero ahora comprendo que debería comprar un camión postal usado.
Por José Ángel Barrueco
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