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El feroz clasismo de Corea del Norte

Por Librújula  ·  15.05.2020

De la República Popular Democrática de Corea sabemos muy pocas cosas. Sabemos que es un país situado en la península coreana, bañado al este por el mar de Japón y al oeste por el mar Amarillo, cercado por el gigante asiático y por Corea del Sur, con la que mantiene una relación de perros cabreados. La mayoría de las noticias, que nuestros medios transmiten, tratan sobre los enfrentamientos dialécticos de dos dirigentes políticos advenedizos que compiten como adolescentes en sus continuas apariciones televisivas, tweets o lanzamiento de misiles por comprobar quién tiene el botón más grande. Pero Corea del Norte es mucho más que un líder despótico y un pueblo tembloroso de miedo, es un sistema complejo que merece ser conocido. Gracias a las memorias de Masaji Ishikawa Un río en la oscuridad (editorial Capitán Swing) podemos hallar algo de luz en tanta oscuridad.

El subtítulo del libro dice: “La huida de un hombre de Corea del Norte”, aunque la huida de Masaji como tal no ocurre hasta las últimas treinta páginas. Hasta entonces, se nos narra la vida del autor, un mestizo de madre japonesa y padre coreano: primero, sus vivencias en Japón y, a partir de su adolescencia, las penurias padecidas en Corea del Norte.

Masaji y su madre partieron a Corea del Norte impelidos por un padre despótico, que había vivido en Japón como un matón de barrio temido y querido al mismo tiempo, tratando de mantener la dignidad personal arrebatada por el imperio japonés antes de la Segunda Guerra Mundial. Según cifra el mismo Masaji, Japón trasladó alrededor de 2,4 millones de coreanos desde sus lugares de origen, empleándolos como mano de obra barata, cuando no, esclava. Al finalizar la guerra y con un imperio arrasado por el lanzamiento de las bombas nucleares, ese excedente de población extranjera que antes había sido útil, resultó en los años de posguerra un foco de conflicto que el gobierno no era capaz de gestionar. Por eso, no es de extrañar que el gobierno nipón dejara al comunismo rondar a sus anchas en las escuelas donde se impartían clases a niños coreanos. Agentes de Corea del Norte frecuentaban los barrios tratando de convencer a la población coreana de la maravillosa vida que les esperaba en el nuevo país comunista: trabajo en condiciones dignas y un futuro prometedor para las familias: “leche y miel” para todos. Ishikawa y su familia partieron a ese nuevo y maravilloso porvenir.

Ya en Corea, desde el puerto donde atracó el barco, la familia de Masaji Ishikawa experimentó una miseria aún más pronunciada que la sufrida en Japón: “Cuando entramos en el puerto, vi varios barcos oxidados anclados por allí cerca. (…) Era un puerto fantasma. Los montes pelados del fondo hacían que todo pareciese incluso más desolado y lúgubre”. La impresión negativa no fue menor cuando contempló por primera vez a un grupo de coreanos que les esperaban en el puerto para darles la bienvenida: “En el muelle, una orquesta tocaba una música débil e inquietante, (…) me di cuenta de que los músicos eran todos niñas de colegio. Pese a ser pleno invierno, llevaban poco más que la fina chaqueta del traje nacional coreano”. A Masaji no le pasó desapercibido las caras de las jóvenes con sus “sonrisas impostadas” típicas de personas con “el cerebro lavado”.

Asentados en la aldea de Dong Chong-ri, la familia de Masaji descubre la cruda realidad: nada se parece a la propaganda comunista que prometía “leche y miel” en abundancia, dignidad humana e igualdad social para los trabajadores coreanos. Tuvieron que hacer frente a un rígido sistema social basado en tres castas, que impedía cualquier forma de progreso. Masaji nos describe cómo era su aldea: los chamizos mal parapetados contra las inclemencias a causa de “las endebles paredes” cubiertas de grietas, rematadas con un tejado sin tejas, que desde luego dejan mucho que desear. Del conjunto social tampoco esperaban gran cosa, describe a una sociedad egoísta, envidiosa, aprovechada y mezquina, tal vez como reflejo de la élite política.

El gobierno trituró (y sigue triturando) los sueños de muchos ciudadanos, como le ocurrió al joven Masaji, un buen estudiante cuyo objetivo era llegar a la universidad para “escapar de aquel terrible brete y encontrar una manera de avanzar hacia una vida mejor”, pero que lo único que encontró fueron las burlas de sus compañeros y la negativa de los orientadores que, una vez terminada la secundaria, decidieron su futuro por él. Los tentáculos del sistema reaparecieron para designarle labores agrícolas.

El futuro depende de la casta de origen, de los valores mamados desde pequeño, de si algún antepasado perdió la vida defendiendo los ideales del partido, de lo fiel que fueras al partido, “los logros académicos no influían en nada, daba igual lo sobresaliente que fueses”. Masaji se tuvo que conformar con el duro trabajo del campo, porque, como le dijo el instructor del Comité del Partido, “el hijo de un agricultor tiene que ser agricultor”.

Los agricultores deben cumplir unos planes preestablecidos, en su mayoría, imposibles de lograr, no por falta de esfuerzo, pues se hacían jornadas de 16 horas diarias, sino por el mismo método de cultivo. En el caso del arroz, el autor explica cómo los avariciosos encargados les obligaban a juntar más de lo debido las cabezas del arroz, impidiendo que la planta individualmente absorbiera los suficientes nutrientes de la tierra. Una metáfora, la de los campos de arroz, de la propia sociedad norcoreana. Los encargados les obligaban a mecanizar el trabajo, emplear químicos y pesticidas, pero los agricultores se preguntaban cómo lo iban a hacer si no contaban con los materiales necesarios ni la administración se los proporcionaba.

Si la situación social y las penurias laborales no fueran suficiente, los agricultores tenían la obligación de asistir, dos veces por semana, a charlas de carácter ideológico, donde se exponían las ideas “juche” (un sistema filosófico e ideológico creado en la propia República Popular Democrática de Corea) para después hacer pequeños debates que, en realidad, eran alabanzas al preclaro pensamiento del “Gran Mariscal Kim Il-sung”. Ni un atisbo de crítica salía de los labios cansados de los campesinos, porque eso significaría ser considerado enemigo del partido.

Masaji en sus memorias nos lega algunos retazos básicos de la ideología juche, que considera que “los seres humanos son los amos del mundo, así que deben decidirlo todo”. Pese a la palabrería, el gobierno norcoreano dista mucho de permitir al ser humano convertirse en el gigante que domine el mundo; en realidad, una única persona decide y 25.549.819 no pueden alzar la voz y protestar por una vida que lejos está del paraíso prometido por Kim Il-sung a finales de los años 50.

El estilo del libro es limpio, directo y accesible a todos los lectores, pero su lectura deja un amargo sabor de boca. Escapar del infierno norcoreano y la angustia vital no significa alcanzar la felicidad. Masaji cruzó el río que lo conectaba con la orilla de la libertad, dejando atrás la mitad de su vida y abandonando a su familia, pero la realidad no ha estado a la altura de sus esperanzas. Masaji, sin embargo, no pierde la fe en el futuro: “La gente habla de Dios. Yo, aunque no puedo verlo, todavía rezo por tener un final feliz”.

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