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El extraño viajero

Por El País - Babelia  ·  03.09.2016

En Fernando Fernán Gómez había un escepticismo de español templado que ha pasado toda su vida en minoría

En la desleída televisión pública pasan a deshoras El extraño viaje y yo me quedo hasta las tantas viéndola una vez más, en una noche de finales de agosto en la que no cesa el calor. Cuando termina, me gana una añoranza recobrada de Fernando Fernán Gómez, que va a hacer ya nueve años que murió este noviembre. Siempre ha pasado más tiempo del que parece, y también es como si no hubiera pasado, como si no pudiera ser verdad que Fernando está muerto. Fernán Gómez es de esas personas que vuelven con mucha frecuencia a la conversación de quienes las conocieron. Nos gusta recordar cosas que nos contó, o historias que nos sucedieron con él, con él y con Emma, Emma Cohen, que se fue hace mucho menos, pero que ya estaba muy retirada, muy ausente. Antes de que muriera, ya hablábamos de ella en pasado. En Fernando había un escepticismo de español templado que de un modo u otro ha pasado toda su vida en minoría, en un cierto margen de rareza, en una minoría que a veces era, literalmente, de uno solo, como la de Cyril Connolly. De niño era pelirrojo y larguirucho, además de hijo de madre soltera y de padre desconocido, lo cual lo envolvía en una rareza añadida que ahora es difícil de calibrar. Yo fui niño 30 años después que él, pero me acuerdo bien de cómo mirábamos a un vecino que llegó a nuestra calle no sabíamos de dónde, y que vivía solo con sus madre, de la que los mayores decían en voz baja que no estaba casada. Aquel niño era igual que nosotros, pero quizá por eso nos parecía más definitiva la extrañeza en la que lo veíamos envuelto. Era más distinto todavía porque a simple vista no se le notaba ninguna diferencia.

A Fernando sí. Fue pelirrojo en un país de gente morena, fue muy alto y delgado en un país de pobre gente achaparrada, fue un actor que se mezclaba con escritores, un escritor al que era más difícil que lo tomaran en serio porque era un actor célebre, un actor de éxito que dirigía pelícu­las invisibles de tan minoritarias, hijo de una madre monárquica y de una abuela republicana. Dedicarse a tantos oficios no le favoreció en un país muy perezoso para las complejidades, pero en cada uno de ellos logró al menos una obra memorable. En el teatro nos dejó Las bicicletas son para el verano, que es uno de los textos mayores de literatura dramática en español del último medio siglo; escribió una novela magnífica, a la que en su momento no se hizo mucho caso, El viaje a ninguna parte, eclipsada por la película que él mismo hizo con ella. En España son raros los buenos libros de memorias, sobre todo de memorias escritas por hombres. Entre nosotros hay poco hábito de poner por escrito los propios sentimientos, la fragilidad masculina, la melancolía de lo que se ha perdido o lo que se nos malogró. Por eso son más importantes todavía las memorias de Fernando Fernán Gómez, El tiempo amarillo, la crónica de la vida íntima de un tímido al que le tocó la mala suerte generacional de entrar en la primera juventud al mismo tiempo que su país entraba en ruinas en el túnel de una dictadura. Son unas memorias que uno lee ávidamente la primera vez y a las que está volviendo siempre, eligiendo tal vez una época concreta, la riqueza de uno cualquiera de los tiempos o de los mundos que se retratan en ellas: el niño al que su abuela lleva a la Puerta del Sol el 14 de abril; el adolescente lector y enamoradizo que de repente se encuentra haciendo papeles mínimos en los teatros colectivizados de Madrid en guerra; el hombre maduro que vuelve a casa después de una gira teatral en la que ha tenido mucho éxito y descubre que su gran amor lo ha dejado por otro. Yo lo vi en Granada, durante aquella gira, en un recital de poemas y fragmentos en prosa. Quien lo haya escuchado leyendo en voz alta, en un escenario oscuro, delante de un atril, el discurso de Don Quijote a los cabreros, o la Mano entregada, de Vicente Aleixandre, no lo olvidará nunca. Fernando, tan alto, vestido de negro, era Don Quijote y era también Cervantes, era Aleixandre y la voz enamorada y estremecida del poema.

Las mejores películas que dirigió permanecen tan vivas que cuesta acordarse de que casi todas fueron fracasos comerciales, o se quedaron sin estrenar, o fueron olvidadas después de proyectarse unos días en programas de relleno en cines sin fortuna. En esas películas de Fernando está la paradoja melancólica de las obras que acaban representando lo mejor de la época en la que fueron invisibles. Fernando tenía una idea irónica y un poco amarga de lo que podía ser en España el éxito, y de lo cerca que solía estar del fracaso. Actor de una celebridad incompatible con su timidez, con su parte de misantropía, Fernán Gómez era al mismo tiempo un director de cine casi clandestino. Él se encogía de hombros, con una mezcla muy suya de fatalismo y de negligencia. Pero hay que imaginar lo que debió de suponer para él que las que tal vez fueron sus mejores películas, El mundo sigue y El extraño viaje, desaparecieran sin rastro una vez terminadas, sin esperanza de rescate, en esa época anterior al vídeo doméstico en la que la mayor parte del cine apenas volvía a verse después de estrenado.

La posteridad es misteriosa y errática. Nunca se sabe lo que va a salvar o lo que va a destruir. Cuando ya era viejo, Fernando asistió, con una gratitud atemperada por la incredulidad, al regreso de aquellas películas que había dado por olvidadas y perdidas. Quienes las descubríamos, casi siempre por azar, o por una confidencia de alguien, nos quedábamos sobrecogidos por aquella originalidad que era al mismo tiempo testimonial y poética, aquella maestría a veces un poco atropellada que no hacía el menor aspaviento para llamar la atención sobre sí misma. La otra noche, viendo de nuevo, con la misma admiración, El extraño viaje, reconocía en la película la ternura de Fernando hacia las personas muy frágiles, su desprecio hacia la autoridad, su mirada entristecida y clarividente hacia la pobreza española, la aspereza de aquel país que tardó tanto en emerger de la posguerra y en el que las heridas, decía él, no acababan nunca de cicatrizar. Pero me fijé más aún esta vez en la parte de cuento infantil de miedo que hay en la película, en su tenebrismo de ilustración de un libro de cuentos antiguo. Paquita y Venancio, o Rafaela Aparicio y Jesús Franco, son los hermanos medrosos que van por los pasillos con una vela encendida y empujan las puertas de una casa hechizada, los hermanos cándidos que se unen contra la perfidia de sus mayores, los dos niños fantasiosos y gorditos que se quedan encerrados para siempre en el país espectral de su infancia.

Me acordé con alegría y tristeza de cuando me era posible decirle a Fernando cuánto había vuelto a gustarme su película.

Autor del artículo: Antonio Muñoz Molina

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