El famoso grito “¡Vamos allá!” de Yuri Gagarin el 12 de abril de 1961 a bordo de la nave soviética Vostok no dejaba dudas: la URSS se adelantaba 23 días a Estados Unidos en la agónica carrera por enviar a un ser humano al espacio. Fue Gagarin pero también pudo ser el estadounidense Alan Shepard, que salía al espacio desde Cabo Cañaveral (Florida) el 5 de mayo de ese mismo año pilotando la Mercury Redstone 3. Frente a los 108 minutos del viaje espacial de Gagarin, los 15 de Shepard, frente a los 357 kilómetros de altitud del ruso, los 187 del americano.
“¡Se ve todo y es maravilloso!”, murmuró el hijo de Alekséi Ivanovich y Anna Timofeievna en medio de un silencio desconocido para el ser humano. Cuando el locutor más famoso de la URSS, Yuri Levitan, dio la noticia de que Gagarin había culminado con éxito su misión (el segundo anuncio más importante después de la muerte de Stalin en 1953) faltaba muy poco para que amaneciera en Estados Unidos.
A John ‘Shorty’ Powers, el cascarrabias agente de prensa de la joven NASA, le despertó a las cuatro de la mañana la llamada de teléfono del reportero de la cadena NBC Jay Barbree, quien le inquirió su opinión sobre la gesta de la URSS. “Vete al cuerno – le dijo– . ¡Aquí estamos durmiento!”. Jamás, narra Stephen Walker en Más Allá (Capitán Swing), un titular cayó desde el cielo con tanta fuerza: “Los soviéticos llevan a un hombre al espacio. ‘Aquí estamos durmiendo’, dice el portavoz de la NASA”.
Poyehkali! fue el grito de guerra de un país, la URSS, que luchaba por distanciarse social y económicamente, no sin un mal resuelto complejo de inferioridad, de la frívola opulencia del capitalismo de EEUU. El Telón de Acero separaba por entonces la inocente trasparencia estadounidense de la burocrática opacidad de los rusos, el estrellato de los astronautas –con portadas en Life incluido– de la práctica clandestinidad de los rusos, recluidos en pequeños apartamentos en los que apenas si cabía una familia.
La nave de Gagarin, que estuvo a punto de calcinarse, aterrizó a orillas
del Volga. “Vengo del cielo”, dijo el cosmonauta a las campesinas Anna y Rumia
Pero la carrera por conquistar el espacio no solo enfrentaba a dos sistemas políticos. Estaba en juego una sorprendente simetría entre ambos proyectos y solo la casualidad pudo inclinar la balanza en favor de Gagarin. “La superpotencia que consiguiera anticiparse en aquella guerra más gélida que fría se anotaría una victoria tecnológica, política e ideológica espectacular frente a la otra”, señala Walker en su frenética, y en ocasiones adictiva, narración. De un lado, en el cuadrilátero geoestratégico estaba el recién elegido presidente John Fitzgerald Kennedy, obsesionado por entonces con las complicadas relaciones que mantenía Estados Unidos con Cuba y el Sudeste Asiático.
Del otro, Nikita Jrushchov, excéntrico líder soviético ocupado en desestalinizar el “paraíso comunista”, al que le bastaba tener los aviones más grandes y los misiles más potentes para dormir a pierna suelta en su dacha próxima a Moscú. Ambos, con más o menos publicidad, poseían un equipo de astronautas denominados los Siete de Marcury (elegidos para el proyecto del mismo nombre) por la parte estadounidense y los Seis de Vanguardia representando a los soviéticos.
De entre las dos formaciones destacaban, respectivamente, Alan Shepard (medalla de plata en el maratón espacial) y John Glenn, mediático héroe nacional por su participación en las guerras de Corea y la Segunda Guerra Mundial. Yuri Alekséyevich Gagarin, originario de Klúshino, población rusa arrasada por la invasión alemana en 1944, y Guerman Titov, la sombra de Gagarin hasta acomodarse en la hermética Vostok, serían los elegidos para la misión soviética. Pero había más paralelismos.
Además de los respectivos y sonados fracasos cósmicos, los soviéticos mandaron al espacio, según datos de Walker, más de 40 perros (el más célebre, la perra Laika, que murió en 1957 orbitando el planeta en su Sputnik) y un maniquí bautizado como Iván. Los estadounidenses optaron por los chimpancés. El llamado Ham fue el elegido para habitar la Spacecraft 5 y volvió a la Tierra tras 15 minutos de viaje espacial.
El parecido entre ambos “equipos”, uno en Cabo Cañaveral (Florida), y el otro en el cosmódromo de Baikonur (estepa desértica al norte de río Sir Daria), se completaba con los directores de ambas misiones. Sus vidas podrían haber protagonizado las historias que en aquel momento escribía Arthur C. Clarke: Serguéi Koroliov, “El Rey”, consiguió desvelarse tras ver cumplido su sueño soviético.
Pasó años en un gulag por una delación de escasa consistencia (marca de la casa), dejándole secuelas de por vida. Wernher von Braun, ex nazi, Sturmbannführer de las SS, cuyos misiles V-2 cayeron sobre Londres y Amberes durante la II Guerra Mundial, dio a EEUU los conocimientos que le faltaban (con el tiempo bautizarían un cráter lunar con su nombre).
Por eso, en el momento en el que Gagarin pronunció la palabra Poyehkali! pasadas las 9,00 horas del 12 de abril de 1961 ya sabía que la humanidad estaba a punto de rendirse a sus pies. Todos los indicadores eran correctos. Mientras los cinco motores de su R-7 lo impulsaban hacia la gloria, el comandante Gagarin (le duplicaron el rango en plena misión) silbaba La madre patria escucha, una canción popular rusa. Su exceso de altura y su trágico descenso (la nave estuvo a punto de calcinarse) a orillas del Volga fueron clasificados por la implacable censura soviética. “Vengo del cielo”, dijo a Anna y Rumia, campesinas de la cercana granja colectiva Smelovka.
Estados Unidos no se repondría del revés hasta que Neil Armstrong pisó la Luna el 20 de julio de 1969.
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