El chimpancé que hacía el saludo fascista y otros chistes del Tercer Reich

Por El Confidencial  ·  16.05.2014

No hay pueblo que no se tome a chirigota a sus gobernantes cuando legislan contra sus costumbres de toda la vida.  Una de las muchas extravagancias de Hitler cuando llegó al poder fue imponer el saludo brazo en alto a sus conciudadanos. Aunque muchos alemanes acabaron cogiendo el gusto al saludo marcial, la medida fue recibida con no pocas dosis de cachondeo sus primeros días, cuando la maquinaria represiva nacionalsocialista estaba aún en pruebas. El saludo fascista se convirtió, de hecho, en un tema recurrente en los chistes políticos alemanes de la época. Ejemplo: «Hitler visita un manicomio. Los pacientes hacen sumisamente el ‘saludo alemán’. Pero de repente Hitler descubre a un hombre que no lo hace. ‘¿Por qué no saluda usted como los demás?’, le increpa. Y el hombre le contesta: ‘Mein Führer, es que yo soy el enfermero, ¡yo no estoy loco!'».

Lo cuenta Rudolph Herzog (Alemania, 1973) en uno de los libros bomba de la temporada primaveral: Heil Hitler, el cerdo está muerto, estupendo repaso a los límites del humor durante el Tercer Reich que publicará Capitán Swing en unos días.

Herzog, hijo del célebre director alemán Werner Herzog (Aguirre, la cólera de dios, Fitzcarraldo), da otro ejemplo en el libro de lo poco en serio que se tomaron algunos alemanes el saludo fascista:

«La mejor respuesta al saludo hitleriano la tenía un feriante de Paderborn que hacía levantar el brazo derecho a sus chimpan­cés amaestrados, lo cuales lo hacían con gus­to y con mucha frecuencia. Cada vez que divisaban un uniforme, incluso aunque fuera el del cartero, hacían inmedia­tamente el saludo hitleriano. Pero no todos los integrantes del partido veían con buenos ojos a los monos nazis. La acción de carácter dadaísta del feriante, un socialdemócrata convencido, fue denunciada a la autoridad por diligentes ‘camaradas del pueblo’. Poco después fue publicada una orden que prohibía el saludo hit­leriano a los monos.Y al que no respetara la orden se le amena­zaba con el ‘sacrificio’. Cuando se trataba del culto al Führer, los nazis no tenían ni pizca de humor», razona el ensayista.

No obstante, pese a que sería maravilloso imaginarse a toda Alemania choteándose del nacionalsocialismo, la realidad no fue exactamente esa. Herzog concluye que la mayoría de chistes políticos sobre el nazismo eran… apolíticos. Ejemplo: las bromas sobre los gerifaltes del régimen se centraban en sus extravagancias personales pero evitaban la crítica radical al sistema.

O cuando el chiste político no solo no hace daño al régimen, sino que lo acaba reforzando de algún modo. «Eran poco críticos y señalaban más las flaquezas huma­nas de los dirigentes que sus crímenes. Había, por ejemplo, nume­rosos chistes sobre Hermann Göring, que con su aspecto barroco y su predilección por el boato y las condecoraciones daba alas a la imaginación de la gente. Así pues, lo que transmiten muchos de estos chistes no es una crítica severa, sino un pueril afecto», aclara Herzog.

El libro da varios ejemplos de chistes sobre Göring como estadista adicto a las medallas: «Göring lleva últimamente sobre la hebilla de su condecoración una flecha que indica la dirección: ‘Continúa por la espalda'», decía uno de los chascarrillos.

En efecto, se trata de una pequeña burla al dirigente, pero con unos límites muy claros: «El hecho de que Göring fuera un sádico que degeneró en asesino de masas no constituía un tema interesante para el humor políti­co. En el contexto satírico, Göring se nos aparece la mayoría de las veces como un vanidoso pero, al mismo tiempo, encantador gordinflón. Precisamente esas debilidades humanas de las que él alardeaba fueron las que hicieron del segundo hombre del Estado nazi una persona muy apreciada por el pueblo. El hecho de que actuase con sangre fría, con cinismo y absoluto desprecio por los seres humanos no hizo mella en la simpatía que la gente le profesó hasta el momento de su suicidio», cuenta el ensayista.

O cuando el chiste político no solo no hace daño al régimen, sino que lo acaba reforzando de algún modo. «Eran poco críticos y señalaban más las flaquezas huma­nas de los dirigentes que sus crímenes. Había, por ejemplo, nume­rosos chistes sobre Hermann Göring, que con su aspecto barroco y su predilección por el boato y las condecoraciones daba alas a la imaginación de la gente. Así pues, lo que transmiten muchos de estos chistes no es una crítica severa, sino un pueril afecto», aclara Herzog.

El libro da varios ejemplos de chistes sobre Göring como estadista adicto a las medallas: «Göring lleva últimamente sobre la hebilla de su condecoración una flecha que indica la dirección: ‘Continúa por la espalda'», decía uno de los chascarrillos.

En efecto, se trata de una pequeña burla al dirigente, pero con unos límites muy claros: «El hecho de que Göring fuera un sádico que degeneró en asesino de masas no constituía un tema interesante para el humor políti­co. En el contexto satírico, Göring se nos aparece la mayoría de las veces como un vanidoso pero, al mismo tiempo, encantador gordinflón. Precisamente esas debilidades humanas de las que él alardeaba fueron las que hicieron del segundo hombre del Estado nazi una persona muy apreciada por el pueblo. El hecho de que actuase con sangre fría, con cinismo y absoluto desprecio por los seres humanos no hizo mella en la simpatía que la gente le profesó hasta el momento de su suicidio», cuenta el ensayista.

«Mientras que el chiste político supone ante todo un deshago para la frustración acumulada de la población, el chiste judío se puede interpretar como una forma de darse ánimos, como una expresión de la voluntad de supervivencia de los judíos, de su afán de seguir adelante a pesar de todas las adversidades. En el chiste judío se compensa el horror cotidiano. De esta manera, incluso en el humor judío más negro se adivina una voluntad obstinada, como si el que cuenta el chiste quisiera decir: me río, luego estoy vivo. Estoy entre la espada y la pared, pero no perderé mi humor», cuenta el libro.

Ejemplo de chiste judío «macabro» de principios de los años cuarenta: «Dos judíos van a ser fusilados. Pero de repente les comunican que los van a ahorcar. Entonces uno le dice al otro: ‘¿Lo ves? ¡Ya ni siquiera les quedan cartuchos!'».

No faltaron, por tanto, los kamikazes, como el cómico y cabaretero Werner Finck, «figura de culto clandestino» en el Berlín de los años treinta por sus «arriesgados chistes políticos». «Supo ejercer el arte de las medias tintas. Sus números de cabaret eran conocidos precisamente por lo que no se decía, por lo que se podía leer entre líneas. Cada actuación del in­trépido humorista semejaba un número de equilibrio sobre el filo de la navaja. Finck lo sabía: si su crítica era demasiado concreta, lo retirarían de la circulación inmediatamente y lo arrastrarían a un campo de concentración como si fuera un enemigo político», explica el ensayo. De hecho, varios cabareteros de la época, incluido Flinck, acabaron confinados en los campos de concentración hitlerianos. Por rojos, por judíos o simplemente por graciosos.

Lo crean o no, la mayor proeza cómica de Finck tuvo lugar mientras estaba preso en un campo de concentración (Ekkerard) antes de la guerra. Los nazis solían permitir los cabarets dentro de los campos para lavar su imagen. Finck respondió a la invitación nacionalsocialista con un monólogo que ha pasado a los anales del humor negro: «Os sorprenderá lo alegres y animados que estamos», dijo a su público, compuesto por presos y soldados nazis. «Pues bien, camaradas, esto tiene su razón de ser: en Berlín ya no lo estábamos desde hace mucho tiempo. Todo lo contrario. Siempre que actuábamos sentíamos una extraña sensación en la espalda. Era el temor a terminar en un campo de concentración. Y mirad, ahora ya no necesitamos sentir miedo nunca más: ¡ya estamos dentro!».

Una de las claves del libro es que Herzog usa el chiste político como espejo de toda una época. Aunque muchos alemanes alegarían luego no haberse enterado de las atrocidades del régimen, las temáticas de algunas bromas permiten deducir que los ciudadanos estaba más al tanto de lo que pasaba en el país de lo que ahora es preferible recordar.  Ejemplo: El campo de concentración de Dachau, pionero dentro del sistema represivo nazi, fue objeto de numerosos chistes durante los años treinta.

«La afirmación de la generación de la guerra de que ‘no sabían nada’, esa estrategia defensiva de los primeros años de la posguerra, es simple y llanamente insostenible cuando uno escucha las frases hechas y los chistes sobre el campo de Dachau», aclara Herzog.

El ensayista explica así el uso social de los chistes sobre el campo de Dachu: «Servían más bien para arreglárselas con el terror antes que para expresar una crítica seria».En otras palabras: aunque a algunos alemanes les indignaba lo que estaba ocurriendo, su respuesta no pasaba de hacer un chiste político de vez en cuando.

«Los chistes políticos no eran una forma de resistencia activa, sino más bien vías de escape para la rabia acumulada del pueblo. Se contaban en las tertulias, en el bar, en la calle, para desahogarse al menos durante un instante ha­ciendo de la risa una forma de liberación. Y eso solo podía estar bien visto por el régimen nazi, que carecía del más mínimo sentido del humor. Aunque muchos alemanes eran conscientes de los as­pectos tenebrosos de la sociedad nacionalsocialista, aunque se sen­tían furiosos por las medidas coercitivas, por los ‘mandamases’ y la arbitrariedad del Estado, sin embargo nadie rechistaba. Para expresarlo de manera muy gráfica: aquel que ventilaba su rabia con bromas mordaces no se echaba a la calle ni desafiaba a la au­toridad de otra manera… Los así llamados ‘chistes políticos’ no constituían una manifestación de coraje civil, sino un sucedáneo del mismo», concluye Herzog.

Conclusión: Como mucho los alemanes hubieran logrado matar a Hitler… de un ataque de risa.

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