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El centenario Gundel de Pest

Por La Opinión A Coruña  ·  23.01.2011

La historia de los Gundel sirve por sí sola para explicar el tránsito de la cocina húngara de las humildes mesas campesinas a los manteles de los grandes salones. El fundador de la dinastía, Johann, abandonó a los 13 años la casa familiar en Baviera para irse a vivir con un pariente lejano encargado de una hostería en Pest, pero por el camino se detuvo en Viena, donde conoció a Eduard Sacher, aquel aprendiz de cocinero empleado del príncipe Metternich al que se debe la famosa tarta de chocolate que lleva su nombre. Corría 1857 y Sacher se preocupó de que el jovencito recibiese la instrucción necesaria para iniciarse en el oficio.

Cuando Johann Gundel, siguiendo el curso del Danubio, aterrizó en Pest ya tenía los rudimentos, de manera que no le costó esfuerzo matricularse en la escuela de camareros, donde continuó formándose. Luego emprendió sus propios negocios, una hostería, primero, y, después, acabó arrendando el hotel más lujoso de la ciudad, el Istvan Foherceg, donde empezó la laboriosa tarea de refinar los platos tradicionales de la cocina magiar, imprimiendo el toque vienés de moda sin que perdiesen su característica consistencia. Karoly, hijo de Johann, formado en las cocinas y los comedores del Ritz y del Adlon, remataría la faena a partir de la primera década del siglo pasado cuando se hizo con un local en el Varosliget, muy cerca del zoológico, en los bordes del llamado bosque de la ciudad, un precioso parque, no muy lejano del Corso y del Danubio, que no habrá pasado desapercibido para aquellos que alguna vez se hayan dado una vuelta por Budapest.

La gastronomía húngara estaría huérfana sin la referencia de Karoly Gundel, pieza esencial en el engranaje de la dinastía. Su nombre figura en el enunciado de muchos de los platos que todavía hoy se sirven en el legendario restaurante; otros se deben a su inventiva sin que por ello fuesen bautizados con el ilustre apellido familiar. Algunos, que se remontan a los años del fundador, como el solomillo al estilo Feszty, un jugoso medallón de buey marinado en mostaza y páprika, rinden homenaje, por ejemplo, al pintor Arpad Feszty, autor del cuadro que mejor representa la conquista de Hungría por los magiares. Otro solomillo, muy elaborado, que se trenza y se ensarta en un tubo de acero, pièce de résistance de la casa, fue servido dentro del menú con motivo de la recepción de Estado de 1993 a la reina Isabel II de Inglaterra. La trenza asada va rellena de una mezcla de arroz y verduras. Las carnes alternan en la carta del Gundel con las aves y los hígados de ganso y de oca —uno siempre tiene la tentación de comer y comprar foie-gras, excelente y a un precio más razonable que en otros lugares—, lo mismo que se puede dar el razonable gustazo de comer o cenar en el lujoso restaurante del bosquecito sin tener que hipotecar la hacienda. Las sopas —los húngaros han edificado su cocina sobre sus nutrientes y famosísimas sopas— son siempre una tentación en el Gundel. Recuerdo la del pescador, una especialidad de la casa elaborada con carpa, y, cómo no, el imprescindible gulash, con su embriagador perfume de páprika. Los pilafs son inolvidables, los hongos en temporada y, también, la polenta con la ensalada de alcachofas. En el Gundel comí el mejor fogas del Balatón que recuerdo. El fogas, o lucio-perca, es una variedad que sólo se encuentra en dicho lago, de carne blanca, luminosa y consistente. Muy rica y delicada. Los húngaros suelen rebozarla en harina y páprika antes de freírla. En el Gundel, el fogas o el süllo (el ejemplar más pequeño), lo presentan horneado, con limón y una salsa de mantequilla, a la que acompañan patatas espolvoreadas de perejil y una guarnición de vegetales.

Sin necesidad de rebuscar en el baúl de los recuerdos, estos días atrás, leyendo Comiendo en Hungría, un librito editado por Capitán Swing y prologado por el ovetense Gregorio Morán, que recoge libaciones y pitanzas en el Budapest de los sesenta, Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias se refieren a un local de marineros que identifican con la traducción castellana de El Ancla, situado en el viejo distrito de Buda (Óbuda), donde prueban una carpa con pimientos picantes, ajo y tomate, muy típica de la cocina popular, y que me hizo recordar las ruidosas tabernas populares de las islas danubianas, la música gitana y los acordeones. Algunas de ellas las conocí no en el auge de la guerra fría como los dos poetas devotos del amor, las francachelas y Lenin, sino años más tarde cuando el “telón de acero” empezaba a alzarse ante los ojos curiosos de los occidentales. Con Neruda y Asturias he viajado sentimentalmente con la memoria por el Hungaria, otro de los legendarios restaurantes de la capital húngara; he recordado el Pilvax, cuyo ambiente ochocentista de estilo Biedermeier sufrió posteriormente una honrosa adaptación, y el precioso café heladería Gerbeaud, éste último una institución nacional.

Ah, el Gundel celebró en 2010 su centenario. Si van a Budapest, regálense el placer de visitarlo. No se arrepentirán.

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