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El agua y la ciencia, héroes de todas las epidemias

Por El Ágora diario  ·  12.06.2020

Hace apenas unos días, la revista The Lancet tuvo que retractarse de haber publicado un artículo sobre los potenciales efectos dañinos de la hidroxicloroquina y la cloroquina en pacientes afectados el la Covid-19: tres de los autores del artículo se declararon arrepentidos de sus conclusiones (sin comprobación suficiente) y la Organización Mundial de la Salud (OMS) reanudó los estudios que había suspendido con esas drogas y que, de un momento a otro,  dejaron de ser maléficas.

Este episodio es apenas un eslabón que explica lo que significa la ciencia, que está hecha de pasos adelante, algunos seguros, otros más dubitativos, hipótesis, comprobaciones, tiempo, pausas reflexivas y nuevos ensayos que pasan página a los anteriores y erigen nuevas verdades… que durarán acaso una época. La ciencia no es un bloque de mármol tallado para siempre, a modo de estatua para ser venerada, sino un saber dinámico, valioso en cuanto es capaz de poner en duda todas sus certezas constitutivas, para avanzar hacia una zona con un poquito más de luz, pero llena de rincones oscuros, desconocidos, que están ahí para ser descubiertos, aun cuando nadie pueda todavía adentrarse en ellos.

“El mapa fantasma ayuda a descubrir el lado cultural de las epidemias, a través de la figura del epidemiólogo pionero John Snow (York, 1813-Londres, 1858), que avanzó entre las brumas fétidas del Londres victoriano, para descubrir al menos una parte de verdad sobre el cólera”

De estas cavilaciones y los pasos a tientas de algunos hombres intuitivos frente a los recurrentes brotes de cólera, durante el siglo XIX, habla El mapa fantasma (Capitán Swing), del reputado escritor científico Steven Johnson, cuya edición en español acaba de salir a la venta.

Deshidratarse por un vapor maligno

Un thriller médico puede estar tejido de datos históricos reales, como lo hace este relato que nos ayuda a comprender la genealogía de nuestras enfermedades y los tratamientos del siglo XIX a la luz de lo que hoy sabemos sobre virus, bacterias y contagios. En él se ilustra todo lo que de cultural tienen las epidemias –o, mejor dicho, las maneras que hemos tenido de abordarlas– a través de la figura del epidemiólogo pionero John Snow (York, 1813-Londres, 1858), que avanzaba entre las brumas fétidas de aquel Londres de aire y aguas contaminadas, para descubrir al menos una parte de la verdad sobre el origen del letal cólera.

Los médicos no se ponían de acuerdo ni en cómo se transmitía la enfermedad que causaba aquellas deshidrataciones fulminantes ni en el remedio. La prensa bramaba preguntándose, literalmente, “¿quién debe decidir?”, mientras los especialistas en salud pública se dividían en dos bandos: los contagistas, que creían que aquellas diarreas se transmitían por contacto humano y los miasmáticosque estaban convencidos de que una especie de vapor enfermo (el miasma) se generaba en el aire impuro. Todo esto, antes de que se descubriera la existencia de microbios, antes de la pasteurización de Pasteur y de los bacilos de Herr Koch (aislados recién en 1882).

“Hacía falta bastante aguardiente para soportar las amputaciones, tanto por parte del paciente, para adormecerse frente al dolor, como del cirujano, para poder afrontar cada ‘carnicería’. El éter como anestésico llegó de la mano de un dentista norteamericano, en 1846”

La medicina de los dos primeros tercios del siglo XIX solo sabía echar mano de sangrías, sanguijuelas, láudano, aceite de ricino y otros purgantes, y… de licores, por supuesto: hacía falta bastante aguardiente para soportar los procedimientos de amputación, tanto por parte del paciente, para adormecerse frente al dolor, como del cirujano, para poder afrontar cada carniceríaEl éter como anestésico llegó de la mano de un dentista norteamericano, en 1846; pocos años después, John Snow –que venía de una familia modesta– alivió con cloroformo a la reina Victoria en el parto de su octavo hijo, en 1853, y con los méritos de ese acto obtuvo un título de nobleza.

Publicaciones científicas y otras guerras

En las páginas de la misma The Lancet, esta revista médica de referencia que se publica semanalmente desde 1823, ya había encendidas polémicas en el siglo XIX: por ejemplo, tras las furibundas críticas de Snow sobre el escaso rigor de la ciencia de la época, siguió la exhortación del editor: “El señor Snow podría dedicarse a producir algo en lugar de limitarse a criticar la producción de otros”. Así fue que Snow comenzó publicando una pieza sobre el uso del arsénico en la conservación de cadáveres, en 1839, y continuó con otros más de 100 artículos en la década siguiente.

Poco después se desataría la Guerra  de Crimea (1853-56), en la que se erigieron dos figuras emblemáticas: la del corresponsal de guerra y la de la enfermera profesional, gracias a la gesta de Florence Nightingale, enviada al frente de un grupo de mujeres para asistir a los heridos en los hospitales de campaña del Ejército británico. Nightingale –que también hace un cameo en el ensayo de Johnson– volvió de las trincheras con estadísticas rigurosas, nociones sobre higiene y de cómo organizar las tareas de los centros asistenciales, las cuales se dedicó a plasmar en manuales para sus Escuelas de Enfermería y normativas durante toda la segunda mitad de la centuria victoriana.

Cartografía de las aguas infectas

Los aliados (otomanos, británicos, franceses e italianos) perdían hombres en las batallas contra Rusia, y también soldados con heridas leves por la disentería, en Sebastopol. Y, en Londres, otras bacterias, también desconocidas, seguían circulando a sus anchas. Así, en el verano de 1854, se detectaba otro brote fatídico de cólera en la Broad Street del Soho. Para la llegada del otoño, la confusión seguía reinando en torno a la enfermedad que ya llevaba demasiadas décadas dando vueltas por el mundo.

“Adelantándose a esta era de metadatos y geolocalización que hoy han permitido rastrear a los contactos de los contagiados de coronavirus, John Snow ‘mapeó’ la expansión de la enfermedad”

Adelantándose a esta era de metadatos y geolocalización que hoy han permitido rastrear a los contactos de los contagiados de coronavirus en países asiáticos como Corea, Snow comenzó a mapear la situación. Trazó marcas precisas de los domicilios y los posibles trayectos de las personas muertas e identificó densidades poblacionales y distancias a los surtidores públicos de agua, con ayuda ciudadana. El epidemiólogo estaba convencido de que el agua debía estar en el centro de sus pesquisas, por lo que en el mapa localizó los 13 grifos que abastecían al Soho. Entonces descubrió el punto en el que confluían todas las líneas.

“La trágica ironía del cólera es que la enfermedad tiene un remedio sorprendentemente lógico y sencillo: el agua. La mayoría de las víctimas del cólera a las que se les administra agua y electrolitos por vía oral e intravenosa suelen sobrevivir a la enfermedad, hasta el punto de que en numerosos estudios se ha infectado a voluntarios deliberadamente para analizar sus efectos, sabiendo que el programa de rehidratación reducirá la enfermedad a un simple e incómodo ataque de diarrea”, escribe el autor Steven Johnson.

Sin embargo, ni el mapa ni la insistencia argumental de Snow le alcanzaron a la primera para derrotar a los partidarios de la teoría de los miasmas, firmemente asentada en la comunidad científica y médica de entonces.

Pero, llegados a este punto, solo podemos recomendar seguir los pasos del epidemiólogo a lo largo de las páginas de El mapa fantasma, para averiguar si fue capaz de persuadir a sus contemporáneos de que la única solución era depurar lo que bebían , al margen de contar con un buen alcantarillado que separase lo que de ningún modo podía filtrarse a los pozos de abastecimiento.

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