Cuando Fernando Fernán Gómez murió, en noviembre de 2007, una bandera rojinegra anarquista cubría su féretro expuesto en la capilla ardiente. Mucha gente se sorprendió.
Igual que mucha gente se sorprenderá de que ahora hablemos aquí de Fernán Gómez: pero lo cierto es que no fue un actor, escritor o director más. Su vida, cada vez más desconocida para el último par de generaciones y conocida sólo en su faceta de abuelo mediático y cascarrabias para los treintañeros, esconde algunos fogonazos del siglo XX. Ahora, la editorial Capitán Swing reedita sus memorias, El tiempo amarillo. Como explica el editor del libro, Daniel Moreno, “al igual que en su vida, en sus memorias se alterna lo popular con lo culto, lo clásico con lo romántico, la vanguardia con lo convencional, Bertolt Brecht con Massiel”.
David Trueba (coautor del documental-conversación con FFG La silla de Fernando) nos aclara qué tenemos entre manos: “Es uno de los libros de memorias más hermosos que se han escrito en España”.
Siempre fue feo, en sus propias palabras, con envidia de galanes como Paco Rabal. Por eso nunca notó que con el tiempo empeorase. Trueba, además de considerar su faceta de director a la altura de Buñuel o Berlanga, llegó a conocerle bien. “Lo que más recuerdo eran las risas, era el mejor conversador imaginable”. Para Luis Alegre, corresponsable de La silla de Fernando y del prólogo de estas memorias, hay consenso: “Soltaba una genialidad detrás de otra”.
Individualista y libertario
Miembro del sindicato de actores de CNT desde 1936, reconocía las asambleas anarquistas “tan aburridas como las misas de los domingos” y aprendió las bases del oficio en una escuela de arte dramático organizada por la confederación libertaria. Fernán Gómez comenzó su carrera como actor en plena guerra civil, en zona roja y con un carnet cenetista en el bolsillo.
FFG nos ahorró siempre las melosas idealizaciones de la profesión: para él sólo era un oficio, lo único en que, más allá de hacerlo bien o no, se había profesionalizado. Para él, el trabajo de actor, junto al de escribir y posteriormente dirigir, eran sólo una especie de compensaciones por cuestión de habilidades y tiempo: ” No sé conducir, no sé bailar, no sé montar en bicicleta. No sé hacer otras muchas cosas que cualquier hace”.
Esta concepción del trabajo como mero instrumento le hizo reconocer que aceptó papeles en función de intereses más o menos hedonistas como la cercanía en el rodaje a ciertas actrices. Para Fernando, lo personal estaba siempre por encima de lo profesional. Una concepción en el fondo individual y libertaria, perfectamente encajada en su defensa feroz del particular mundo del cómico.
Ateo de cualquier sistema y marcado por la derrota
Atraído por el anarquismo por oposición a todo lo demás, consideraba al estado como enemigo de los individuos. Su fascinación ácrata provenía de que no podía probarse la inviabilidad del estilo de vida anarquista: “Cuando en algún perdido rincón un grupo de locos se atrevió a probar, fueron exterminados a sangre y fuego”. FFG era una especie de ateo del capitalismo y del comunismo. “Él se sentía libertario. Decía que el comunismo y el capitalismo habían fracasado y nos habían llevado a un mundo injusto y cruel”, relata Alegre.
Pasó la guerra civil deseando que terminara, pero suyo es otro de los remates a la tragedia española. ” No ha llegado la paz: ha llegado la victoria”, se advierte en el final de su obra de teatro Las bicicletas son para el verano. Tras 40 años de la más cruel de las victorias, y a pesar de ser acusado de pasar sus mejores años profesionales durante la dictadura, sus memorias ofrecen la más simple pero también certera descripción del clima político a la muerte de Franco: ” El champán lo tomamos en privado”. Para Daniel Moreno, “el suyo fue un anarquismo muy machacado por la perspectiva vital de la derrota”.
Quizá mucha gente no sepa, o no recuerde ya que FFG participó junto a su pareja de entonces, la actriz Emma Cohen, en el multitudinario mítin que CNT organizó en Montjuïc en 1977. Él mismo decía que nunca se atrevió a ser un revolucionario, pero sus últimos años los habitan artículos en prensa recordando la muerte de Carlo Giuliani por la policía en Génova en 2001 y su participación en las movilizaciones del No a la Guerra en 2003.
Cuando su cuerpo sin vida fue cubierto por la rojinegra, la oficialidad política prefirió quedarse con aquello que podía asimilar mejor. Con el abuelo gruñón. Con aquel “váyase usted a la mierda” que escondía una vida marcada por el deseo de que todo fuera diferente.
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