Disfrute el paseo. No se arrepentirá

Por Estado Crítico  ·  01.10.2015

Es probable que la metáfora de la vida como camino sea una de las imágenes más comunes en todas las culturas del mundo. La linealidad de nuestras existencias, el progreso constante hacia una meta que algunos colocan en la conformación de un ideal que nos haga mejores y otros en cuestiones más o menos místicas o materiales, según la espesura de sus almas, no deja dudas sobre el interés por una historia que nos explique como individuos “caminantes”, con toda la significación que contiene el término “caminar”. El caminar tal vez sea la acción más ligada al impulso de una búsqueda que  cualquier ser humano pueda llevar a cabo. Con Wanderlust (préstamo del alemán que la lengua inglesa a adoptado y que significa “placer o goce de caminar”) la inquieta Rebecca Solnit nos regala un preciadísimo tesoro, producto de su propia experiencia como estudiosa del hecho de caminar y, no podría ser de otra manera, como caminante. Un libro poliédrico en cuyas caras tienen cabida la historia, la antropología, el urbanismo, la literatura y otras disciplinas que han convertido el verano que se acaba de fugar en una deliciosa meditación en torno a un volumen que me ha entusiasmado.

Invierno de 1974, el director Werner Herzog emprende un viaje a pie de Munich a París en un intento de parar el cáncer de Lotte Einer, amiga, crítica e historiadora del cine. Rebecca Solnit introduce esta historia en su ensayo bajo el epígrafe “El paso de los pensamientos”, que reúne otras tantas historias, dando la medida de cómo el caminar nos pone en la senda del pensar y del sentir. Caminar para parar la muerte, para descifrar el extraño vínculo que nos une a los otros y a nosotros mismos. Fueron los románticos, con Wordsworth a la cabeza, los que iniciaron una nueva forma de caminar con la que buscaban el encuentro con la Naturaleza y el paisaje, ambas cosas trasunto de nuestro íntimo ser. Wordsworth, al contrario que el ensayista William Hazlitt (que entendía el caminar como un pasatiempo), se encontró con una auténtica vocación en la que lo acompañó su mujer y su ‘partenaire’ de aventuras líricas, Samuel T. Coleridge, con el que emprendió un viaje al sur de Inglaterra. Cuenta la autora que la poesía de éste escrita entre 1794 y 1804 es un reflejo fiel del campo inglés. Curiosamente, Coleridge dejó de escribir versos cuando abandonó los senderos, habiendo culminado la proeza de escalar por primera vez la cumbre del Scafell Peak en Los Lagos. Pienso que Decathlon (la tienda de disfraces más grande del mundo) debería de colocar un apartado para homenajear a los románticos, ya que, aunque pueda parecer mentira, la contribución de éstos al diseño de equipamiento para montañeros y senderitas no ha sido reivindicada en su justa medida: Wordsworth, chaquetas especiales para sus salidas; el autor de “The rime of the ancient mariner”, un bastón para caminar; Keats, su “traje de viaje”; y, por último, Thomas de Quincey, una tienda de campaña. Otro pequeño aporte a esta causa literario-andariega ya lo había dado, nos cuenta el historiador de arte Kenneth Clark, Petrarca, que escaló una montaña y disfrutó de sus vistas (sic). Algo complicado lo de encontrar el cabo del hilo en todo esto, pero, por un motivo evidente, el Siglo de las Luces, con el afán de pasar todo por el tamiz de la razón y dar respuesta a muchos de los enigmas naturales, se convirtió en el caldo de cultivo para el desarrollo de la exploración y de la topografía, dos disciplinas que requerían de dilatados pateos.

Se cuenta también que en EE.UU. del XIX se asistió al alumbramiento de la institución señera en lo que respecta al caminar, vinculada a la defensa y disfrute del paisaje: El Sierra Club de California. Nacido en 1892 con el fin de proteger el Parque Nacional de Yosemite contra la explotación despiadada de recursos naturales, sirvió como modelo para otras muchas fundaciones y asociaciones que vendrían después. Es el caso del Naturfreunde de Austria, que luchaba contra la exclusión de las gentes de las praderas y los bosques de titularidad privada en los Alpes. Muchos de los alemanes y austriacos que emigraron a América importaron el espíritu de estos grupos.

Pero si hay un país ligado de manera natural al caminar, ese es Gran Bretaña. Allí tiene un resonar, un peso cultural, que no ha existido en otro lugar. Revistas, publicaciones, guías y un largo etcétera nutren las baldas de bibliotecas y librerías de aquellos lares. El siglo XVIII británico vio –lo refleja el poco conocido y maravilloso poeta John Clare en su obra– como las leyes de cercamiento y toma de tierras comunales iban paulatinamente acabando con el paisaje tal como se había conocido hasta el momento. La aristocracia expulsaba de sus tierras a mucha gente. En Escocia, entre los años 1780 y 1855, las Tierras Altas se fueron despoblando por estas acciones indiscriminadas, empujando a los lugareños hacia granjas costeras o, de manera más radical, a la emigración a Estados Unidos. Si el campo había sido un elemento fundamental para la supervivencia económica en el XVIII, en el XIX se convertirá en una necesidad para la supervivencia psíquica. Los habitantes de las nuevas ciudades industriales, sufridora y hacinada masa dickensiana, necesitaban de la huida al entorno campestre para reconstruir sus almas. Tanto Rousseau como Wordsworth emparejaban liberación social con pasión por la Naturaleza. La Asociación para la protección de Antiguos Senderos se creó en 1824 para combatir el cerramiento de tierras y bosques. Estos movimientos reivindicativos, vistos desde la distancia del tiempo, dan una imagen de un compromiso social insospechado ahora en algunos ámbitos de nuestra sociedad.

En esta rastreo histórico por la huellas de la humanidad, en el que también se hace una oportuna reflexión sobre qué significó la liberación del bipedismo en la prehistoria, se llega al nacimiento de las ciudades tal como se conocen hoy. La gran Babilonia parisina y su hermana Londres se conciben, sobre todo en el primer caso, como urbes voceras de la ‘grandeur’ de sus imperios, tanto políticos como culturales. Sale al paso, como no podía ser de otra forma, el ‘flaneur’ Baudelaire de la mano de Walter Benjamin cruzando los “pasajes” de Lutecia. Del París del autor de Les fleurs du mal hasta el de Hanna Arendt hay toda una historia de la reivindicación del papel de los hombres y de las mujeres que habitaban la urbe. La filósofa en los años 70 del pasado siglo ya anunciaba la desaparición del concepto de una ciudad humana (realmente París después del plan de Haussmann nunca lo fue) por mor de la auténtica estrella, el elemento que condicionará el trazado de todas las ciudades y zonas de suburbanización que vendrían a partir de ese momento: el automóvil. Rebecca Solnit cita a Jean-Christophe Bailly, el cual afirmaba algo trascendental para la pervivencia del tejido humano en los núcleos urbanos: la función social e imaginativa de las ciudades está amenazada por la mala arquitectura, las planificaciones desalmadas y la indiferencia por cuidar la unidad básica del lenguaje urbano que no es otra que la calle y las infinitas historias que la animan. Virgina Woolf salió una tarde a comprar un lápiz por Londres y lo dejó escrito: caminar por las calles le trajo la madurez, la soledad y la introspección, así como la posibilidad de vivir la experiencia de los otros. El mensaje (ese que parecen no oír los urbanistas del extrarradio) es claro: sin calles no hay posibilidad de encuentro. La nueva sub-urbanización de las ciudades imposibilita la reunión, plantea la “automovilización” de la sociedad y trae como primera consecuencia la desaparición del espacio público y como segunda la ausencia de opinión pública, es decir, el fin del individuo-ciudadano que interactúa con sus iguales. En Los Ángeles, por ejemplo, apenas existe un espacio simbólico en el que interactuar. En Tucson, Arizona, apenas se puede andar por ausencia de aceras.

La reciente historia de cambios políticos y de reivindicaciones que cambiarían el panorama ideológico mundial, tal como se cuenta en este fascinante libro, tiene al año 1989 asociado a nombres de plazas que sirvieron como lugar de encuentro y de revolución pacífica en algunos casos y en otros no: Tiananmén, la plaza de Wenceslao, la Alexanderplatz y la Karl-Marxplatz.

Pero, si existe un lugar donde la sub-urbanización se hace más evidente, es en los Estados Unidos. Solnit data el fin de la edad de oro del caminar en 1970, cuando se trasmuta la escala y la textura de la vida diaria dificultando el movimiento a pie, como habrá comprobado cualquier ser humano que haya visitado el país. Cuando decae el caminar se produce la merma de la triada básica para el “bien-ser” (el bienestar ya nos lo procuran otras drogas más o menos legales): el cuerpo, el mundo y la imaginación. Una atrofia de estos tres elementos conlleva al peligro de perder la salud, lo social y la creatividad. Basta con observar cómo se construyen las nuevas ciudades del extrarradio urbano. La “bunkerización” de los barrios se muestra ya, por ejemplo, en la desaparición de las aceras. Esto, junto a las nuevas tecnologías tan presentes en nuestro día a día y el surgimiento de nuevos espacios (parques almohadillados con columpios plásticos y puestos de observación continua para padres temerosos) provocan la alienación del cuerpo y del mismo espacio. La cinta de andar, artilugio más habitual en las casas de nueva construcción de lo que nos imaginamos, podría erigirse como tótem de la sub-urbanización y la “autotrópolis”. Se cuenta aquí que el aparato fue inventado en 1818 por William Cubitt y montado en el correccional de Brixton, cerca de Londres, como castigo para la reflexión y como forma de crear energía a la manera de un molino. Lo más triste de todo es que caminar sobre una cinta provoca la eliminación de lo variable y lo impredecible. Se somete a la dictadura estúpida de lo repetitivo a los individuos y elimina la posibilidad de contemplar, cotejar y explorar. De la misma familia de máquinas de la estirpe de Sísifo, podemos hablar de las cintas de teletransporte habituales de grandes estaciones y aeropuertos. Como epítome de este descalabro urbano, tenemos Las Vegas, a las que la autora dedica el final del libro. Las Vegas contiene en su espíritu los elementos demoledores de la ciudad de verdad, entendida a la manera de las ‘polis’ griegas. La simulación de lugares reales, la privatización de espacios (cada vez más habitual en las ciudades turísticas y que se hace en connivencia con autoridades locales y grandes grupos empresariales) y la prohibición de reunión en la vía pública convierte a la ciudad norteamericana en un ejemplo de la estupidez humana con manifiestas trazas de demencia.

“Andurrean” por estas páginas gentes de diferentes condición, dedicación y épocas. Entre ellos también camina la propia autora, que trufa alguna que otra página con sus experiencias personales. En estos momentos en los que nuestras pantallas nos colocan antes los ojos a miles de personas que están recorriendo una travesía de distancias bíblicas para llegar a la “Tierra prometida”, cuando el mundo occidental ha olvidado el significado íntimo de caminar, cuando se sigue asistiendo a las dificultades que tienen las mujeres para caminar solas (Rebecca Solnit le dedica un apartado a este asunto del caminar y la liberación femenina), como ha demostrado el reciente asesinato de una peregrina en el Camino de Santiago, pienso que la lectura de este volumen puede alegrar las tardes de otoño. Supongo que a la inteligente y audaz Rebecca le estará saliendo ahora otro capítulo más que añadir a futuras revisiones de esta obra. Ella misma dice que los tres motivos para estos viajes de larga distancia no serían otros que el de comprender la composición social y natural de un lugar (algo tan propio del Romanticismo), comprenderse sí mismo (propio de una búsqueda personal que sólo se iniciará a partir de una crisis o de una pregunta esencial) y establecer un récord (según se encare, presentará ribetes de algo presuntamente ridículo o de algo heroico). A estas tres motivaciones pienso que hay que sumarle ahora el hecho de caminar por encontrar cordura tras vivir en la locura de la guerra y el hambre. Esperemos que estemos todos a la altura de lo que se nos pide. Caminen.

Autor del artículo: Manolo Haro

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