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Dime René, ¿por qué estamos tan tristes?

Por La Marea  ·  06.03.2020

La semana pasada, el estreno de la canción “René”, de Residente, nos unió a muchas y muchos en una especie de catarsis colectiva. Treinta millones de reproducciones en pocos días, un aluvión de emociones privadas compartidas en redes sociales, públicas de pronto por la magia de lo entendido como común. Quien no se rompió con “el concierto está lleno pero yo estoy vacío”, se vino abajo con “abuela murió, no me vio tocar en el estadio”. Y fue definitivamente unánime la lagrimilla con ese final que implora un “quiero volver a ser yo”.

“Ya no queda casi nadie aquí / A veces ya no quiero estar aquí / Me siento solo aquí”: entre los comentarios a lo que contaba la letra, celebrada por poner la vulnerabilidad sobre la mesa, dos vertientes. Por un lado, quienes señalaban que era una descripción perfecta de un diagnóstico de depresión. Por otro, quienes se centraban en que era una perfecta revisión de síntomas, sí, pero de un problema social. 

La deducción parece inmediata: vivimos en un mundo en que la normalidad de la mayoría se parece demasiado a los síntomas de una depresión. Me acordé de un libro que llevo leyendo a saltos en las últimas semanas: Conexiones perdidas, de Jonathan Hari. Me lo eché al bolso y bajé al bar, a leerlo al sol. 

El ensayo, que tiene el subtítulo de Causas reales y soluciones inesperadas para la depresión (Capitán Swing, 2020), es la exploración que emprende su autor, un escocés de cuarenta y pocos años, cuando se cuestiona el llevar tomando antidepresivos desde su adolescencia. Al darse cuenta de que llevaba décadas inmerso en un ciclo de subir la mediación y regresar a los síntomas, Hari se preguntó cómo funcionan realmente estas sustancias. A partir de ahí, se puso a indagar en el mecanismo de los estudios farmacológicos que dicen, de hecho, que funcionan. Y todo empezó a plantearle muchas preguntas.

Su apuesta no es una criminalización de las soluciones químicas. “Nada más lejos de mi intención que quitarle a nadie lo que sea que le alivie”, aclara. Es más bien una llamada de alerta sobre una patologización que nos aleja de preguntarnos por las causas; sobre una inercia que no le hace bien ni a la medicina ni a la política, ni a quien le viene bien un remedio farmacológico ni a quien se podría ahorrar sus efectos secundarios. De ir contra algo, “Conexiones perdidas” iría contra una manera de entendernos a nosotros mismos. Pero más bien va a favor de la posibilidad de buscar otras soluciones.

Como casi todo el mundo, estoy rodeada de gente que se medica, con mayor o menor constancia, con mayor o menor consciencia, por diferentes malestares mentales. Hay que confesarlo: la primera vez que busqué ayuda para gestionar una ansiedad que empezaba a ser inhabitable, yo también esperaba que me dieran una solución rapidita y envasada. Pero no recibí eso, sino una respuesta: “Es completamente normal que tengas ansiedad en las circunstancias en las que estás, lo patológico sería no tenerla”. Clic. Dejé de pensar que había algo mal dentro de mí para centrarme en qué había de mal en lo que me rodeaba. Si se siente eso de “que quiero bajar el telón / que a veces me sube la presión / que tengo miedo de que se caiga el avión”, a lo mejor no es porque una sea débil, tonta o esté fuera de lugar, ni tampoco necesariamente porque requiera un refuercito encapsulado de serotonina.

Eso es más o menos lo que propone Hari en su libro. Explica que, durante mucho tiempo, hemos aceptado la explicación de que malestares como la depresión tienen por causa un “desequilibrio químico del cerebro”. Y, sin embargo, vendría a decir, a lo mejor lo que está desequilibrado es el mundo. Recuerda también que hay algunas circunstancias en las que se entiende que lo que se considerarían normalmente síntomas de una depresión no lo son. Por ejemplo, ante la muerte de un ser querido, los manuales psiquiátricos que decretan lo que es normal y lo que es un trastorno proponen el plazo de un año antes de considerarlos patológicos. Para Hari, esta excepción es la grieta de contradicción a través de la cual plantear otra aproximación posible: la de hacer esa supuesta excepción extensiva a más cosas. “¿Qué ocurriría si la depresión fuera una suerte de pena por el hecho de que nuestras vidas no sean como deberían?”

Así que empieza a viajar por el mundo, entrevista a personas que viven con depresión o ansiedad en circunstancias muy distintas, y se encuentra con una serie de patrones. Son lo que llama “desconexiones”. Ubica nueve y su índice podría ser la exposición de razones de un manifiesto político: nuestra desconexión de un trabajo con sentido, de unos valores significativos, del estatus y el respeto, del mundo natural, de un futuro esperanzador o seguro

Otras de las causas que menciona Hari, como los traumas de infancia o el papel de la genética y los cambios en el cerebro, quizá calmen a quienes esté poniendo un poco nerviosos esta teoría que conecta de manera tan osada lo que nos pasa en los adentros con lo que tenemos afuera. A mí la enumeración me llevó más bien a algo que también leía últimamente, en este caso en Expuesta, un ensayo de la también británica Olivia Sudjic “sobre la epidemia de la ansiedad” (Alpha Decay, 2019). Ella también se pregunta por cuáles fueron las causas que le llevaron a sufrirla. Y, haciendo memoria, se responde que en el año en que le empezó a ocurrir, le habían pasado muchas cosas personales, sí: la publicación de un libro, una ruptura sentimental, una mudanza. Pero que también fue “el año de la posverdad, las fake news y los filtros burbuja. De políticos populistas explotando la ansiedad a escala nacional. Parecía que no existía ninguna realidad estable, verificable. La realidad se convirtió en una cuestión de verificación. El miedo parecía ser la única experiencia compartida”. 

En tiempos de neurosis y apocalipsis, de incertidumbres y soledades, de desconfianza y competición, cómo vamos a tener equilibrado nada. Entre los malabares del fin de mes, muertas del hambre inducida por la publicidad, con el alcohol en el despacho que canta René, con una relación viciada con el sexo y el amor, con esta prisa y este miedo, qué mente equilibrada vamos a tener, ni química ni psíquicamente. “Cuando caigo en depresión, mis problemas se los cuento a la ventana del avión / El estrés me tiene enfermo, hace diez años que no duermo (…) / Me estoy divorciando, pero no importa, yo sigo rimando”. Cómo no vamos a estar todo el rato al borde de un ataque de nervios. Cómo no vamos a tener ganas de una pastilla que nos lo pueda arreglar. 

En el índice de Hari, la primera de las causas, la más evidente de las desconexiones, es la que nos separa de las demás personas. En un bucle, “el dolor nos lleva a que desconectemos de nosotros mismos, lo que nos lleva a su vez a desconectar de los demás”, explica. También lo sabe René: “En el medio de la fiesta / Quiero estar en donde nadie me molesta”. 

Frente a esto, claro, la solución que propone Hari (y tal vez la canción) pasa por lo que llama “reconexiones”. En realidad, ya lo sabemos: pese a toda la asepsia y desinfección recomendadas por los gurús del fin del mundo, el antídoto pasa por juntarnos. No hay mejor manera de salir de una pena que escuchar la de otro. Charlar. Pensar juntas. Quererse, decirlo. Ir a la mani del domingo, a una asamblea. Organizarnos para algo que tenga sentido: que lo dé. 

Y un bonus track personal: también el arte. La belleza como modo de (re)conectar. Bajar a disfrutar al sol, ahora que empieza la primavera, de libros que acompañen, de canciones que hayan encontrado las palabras que nombran la herida común.

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