«Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profano, y las personas, al fin, se ven forzadas a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas.» Este profético aviso lanzado por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista se ha vuelto tan vigente como hace siglo y medio. Durante esta larga pandemia hemos ido atravesando un carrusel de emociones, donde parece haberse ido imponiendo el desánimo y la tristeza.
La precarización, el aislamiento y la incertidumbre han aumentado de tal manera que no resulta exagerado plantear que vivimos una suerte de depresión social. Esta se traduce en la imposibilidad de proyectarse vitalmente hacia el futuro y en un creciente miedo hacia lo que está por venir. En términos médicos la depresión se entiende como una tristeza persistente y un fuerte desinterés por la vida, y suele ir acompañada de ansiedad, ese sentimiento de preocupación incontrolable sobre acontecimientos que suceden en nuestra vida.
La pandemia ha agudizado y extendido una tendencia previa, pues según la OMS, entre 2005 y 2015, el número de personas que padecen ansiedad ha aumentado un 15% y las que conviven con la depresión, un 18,4 %. La depresión afecta a más de 300 millones de personas a nivel mundial, y en España a cerca de dos millones y medio, el 5,2 % de la población. Una epidemia global que presenta unos índices sustancialmente superiores en los países enriquecidos, cuyos modelos se han convertido en verdaderas fábricas de infelicidad.
El miedo, la ansiedad, la depresión y el pesimismo erosionan la imaginación y nuestra capacidad para desplegar un pensamiento político creativo. Los investigadores han dado por hecho durante décadas que el hipocampo del cerebro albergaba la memoria; en tiempos recientes se ha descubierto que en él reside también nuestra habilidad para pensar e imaginar el futuro. Pasado y futuro se encuentran estrechamente entrelazados, al rememorar situaciones pasadas o anticipar escenarios futuros se activan las mismas áreas de nuestro cerebro. Las personas que han sufrido traumas o lesiones en el hipocampo, tienden a experimentar la vida cotidiana de una forma más estresante y concebir el futuro como potencialmente negativo, seleccionando las informaciones que confirman esa mirada pesimista sobre el mundo1. Si trasladamos estos descubrimientos a la escala social, hay motivos para creer que cuanto más negativa sea la representación del futuro que se hace una sociedad, más va a costarle esbozar proyectos alternativos que contengan una dosis mínima de optimismo.
Igual que muchas máquinas se reinician a sí mismas, tras una caída de corriente, los seres humanos nos reiniciamos después de una catástrofe, para volver a un estado altruista, comunitario imaginativo, regresando a algo que siempre supimos hacer. La posibilidad del paraíso la llevamos dentro, como una configuración por defecto. Estas palabras son de Un paraíso construido en el infierno de Rebecca Solnit, recientemente editado por Capitán Swing. Una hermosa, emocionante y sugerente obra donde se presenta un muestrario de utopías efímeras surgidas en medio de catástrofes vividas en distintas épocas y lugares.
Rebecca Solnit nos presenta aquí un manual divulgativo de las principales enseñanzas que pueden sacarse de estos acontecimientos drásticos y dramáticos, no deseados ni planificados, que interrumpen la normalidad y nos obligan a adaptarnos a unas circunstancias muy adversas, cambiando las prioridades y abriendo huecos para que sucedan fenómenos que días antes resultaban impensables. Una inapelable constatación de que los acontecimientos terribles suelen sacar lo mejor de la gente (compromiso, creatividad, solidaridad, anhelo de vida pública, sentimientos comunitarios…), de que las situaciones de emergencia pueden ofrecer fugazmente escenarios donde predomina el cuidado de la vida y las lógicas prosociales. Espontáneos y forzosos ensayos de que otros mundos son posibles.
Las comunidades surgidas en la catástrofe contrastan con aquellas que se han ido organizando intencionalmente para tratar de anticiparse a las catástrofes por venir, asumiendo nuestra responsabilidad y capacidad de influir en la creación de futuros deseables que resulten verosímiles. Iniciativas sociocomunitarias decididas a construir esforzadamente más que forzosamente sucedáneos del paraíso, utopías imperfectas que se prolonguen en el tiempo y resulten habitables. Minorías activistas empeñadas en construir referencias positivas y ejemplarizantes, ensayando a pequeña escala otras formas de convivir, producir, trabajar, cuidar…
Más que un horizonte transformador, realista y replicable para las mayorías sociales, estas comunidades, efímeras o intencionales, funcionan como una reserva de esperanza. Una invitación a aproximarse a la realidad con una mirada más apreciativa, capaz de redescubrir que la gente ordinaria es capaz de hacer cosas extraordinarias. Estas prácticas resultan inspiradoras y suponen un estímulo para que la gente se implique en acciones colectivas para intervenir en losproblemas que perciben como relevantes.
En anteriores crisis se popularizó una frase que algunos médicos dedicaban a sus pacientes con ansiedad y depresión: usted lo que necesita no es un psicólogo sino un sindicato. Y podríamos añadir una asociación vecinal, un grupo de la PAH o una organización ecologista… toboganes que arrancan con un malestar y desembocan en cambios vitales de cierta envergadura. Más que los cambios graduales, las investigaciones recientes muestran que son las transformaciones significativas las que resultan más consistentes, pues ayudan a forjar una nueva identidad, aumentan la sensación de compromiso y nos predisponen a implicarnos más, como cuenta Andreu Escrivá en Y ahora yo qué hago, también editado por Capitan Swing.
Más que el asalto a los cielos o paraísos en la tierra, las propuestas con mayor capacidad movilizadora suelen ser más modestas. Más que historias individuales excepcionales, los activismos que provocan un efecto imitación serían los de aquellas personas con las que nos podemos identificar. Más que sacrificios heroicos, necesitamos compromisos fuertes pero asumibles por cualquiera.
Recuerdo la historia sobre la guerrilla contra la dictadura brasileña que contaba Fernando Gabeira en su autobiografía. Mientras mantenían secuestrado al embajador de Estados Unidos, para lograr la liberación de presos políticos, en una conversación informal un chófer de autobús le dijo a otro integrante de la guerrilla que las personas que más admiraba en el mundo eran los secuestradores del embajador y los astronautas. Gabeira comprendió entonces que para la gente común un guerrillero era alguien valiente, admirable pero tan alejado de sus vidas, que se encontraba a cientos de kilómetros de distancia. Esto le llevó a dejar de lado la lucha armada y aproximarse a otras formas de activismo más comunitarias.
La pandemia nos ha dejado un infierno de baja intensidad del que no nos van a sacar los libros de autoayuda, el coaching o la psicología positiva, sino la proliferación de distintas fórmulas activismo y organización social. Siguiendo a Italo Calvino hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es peligrosa, exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio.
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