De cuando Corea del Norte recibía a miles de inmigrantes japoneses en busca del «paraíso en la tierra»

Por eldiario.es  ·  16.02.2020

Poco se sabe de Corea del Norte. Y esa fue precisamente la baza que jugó su Gobierno para atraer a 93.340 personas de origen coreano que vivían discriminadas en Japón y que se vieron atraídas hacia el enigmático país por sus promesas y eslóganes. «El paraíso en la tierra», decían. Masaji Ishikawa fue uno de los participantes en el programa de asentamiento, que estuvo en vigor durante 25 años, entre 1959 y 1984.

Ishikawa tenía solo 13 años cuando su padre, originario de lo que hoy es Corea del Sur, y su madre, japonesa, decidieron, en 1960, buscar una vida mejor en Corea del Norte. Su vida, según el propio Ishikawa, se convirtió entonces una lucha constante por la supervivencia muy lejos de las promesas rimbombantes que habían escuchado.

«Cuando te estás muriendo de hambre, pierdes toda la grasa de los labios y la nariz. Al desaparecerte los labios, los dientes quedan expuestos todo el tiempo, como si fueses un perro gruñendo. Ojalá no lo supiera, pero lo sé», cuenta Ishikawa en sus memorias recién publicadas en castellano en el libro Un río en la oscuridad (Capitán Swing).

En 1996, 36 años después de emprender aquel viaje hacia Corea del Norte, el autor consiguió escapar y regresar a Japón, pero pagando un alto precio: uno de sus hijos y su hermana pequeña murieron de hambre. Su esposa también falleció. En 2004, consiguió sacar de Corea del Norte a su otra hermana de forma clandestina.

Coreanos en Japón, una herencia colonial

La presencia de coreanos –del norte y del sur– en Japón, se remonta a la época colonial. Corea fue colonia japonesa entre 1910 y 1945. «Las políticas coloniales presionaron mucho a las comunidades coreanas. A partir de los años 30, Japón empezó a traer de manera forzada mano de obra coreana, especialmente importante durante la guerra», cuenta Tessa Morris-Suzuki, historiadora de Japón y Corea del Norte.

«Mi padre nació en una granja en el pueblo de Bongchon-ri, situado en la actual Corea del Sur, y con 14 años lo reclutaron a la fuerza –en realidad lo secuestraron– y lo llevaron a Mizonokuchi (Japón)», cuenta el autor. Allí, el padre de Ishikawa fue forzado a trabajar en una fábrica de munición japonesa.

Unos dos tercios de los coreanos que fueron trasladados a Japón en la época colonial volvieron a su tierra tras la Segunda Guerra Mundial, cuenta Morris-Suzuki. «Pero para muchos era difícil, porque Corea estaba en una mala situación económica, no había trabajo y estaba el conflicto político que finalmente acabó con la guerra de Corea», señala la académica. Entre 600.000 y 700.000 personas se quedaron residiendo en Japón, de las cuales 93.340 acabaron en Corea del Norte, gracias al programa de asentamiento.

En Japón, los coreanos se enfrentaban a la pobreza y al racismo. Ishikawa recuerda que su abuela por parte de madre le decía que «los coreanos son unos bárbaros». «Los hermanos mayores de mi madre hacían comentarios similares y siempre describían a los coreanos como pobres y desaliñados. Como un puñado de gorilas».

«Los coreanos en Japón estaban en una situación muy difícil. Eran extranjeros en Japón, no tenían ningún tipo de derecho de residencia claramente definido y por eso creo que muchos de ellos temían ser expulsados en algún momento», indica Morris-Suzuki. «No podían conseguir trabajos públicos, porque había que ser japonés. Era prácticamente imposible conseguir trabajo en una gran empresa. Generalmente, eran mucho más pobres que la población japonesa. La vida era muy difícil».

«Aunque la gran mayoría de coreanos en Japón venía del sur, algunos querían ir a vivir al norte», explica la historiadora. «En los 50, Corea del Sur era un país muy pobre y, aunque Corea del Norte también era pobre, en ese momento mucha gente pensaba que le podría ir mejor», añade.

El acuerdo de reasentamiento fue un asunto diplomáticamente muy complejo. Japón quería reducir el número de coreanos allí, pero a su vez Corea del Sur rechazaba la idea que ciudadanos nacidos en su país fuesen a Corea del Norte. Mientras tanto, el líder de Corea del Norte, Kim Il-sung, veía ese movimiento migratorio como una victoria propagandística sobre Japón y Corea del Sur y además le ayudaría a aumentar la masa laboral.

«El Gobierno japonés no apoyó oficialmente ni dio dinero para la repatriación, sino que su colaboración se hizo entre bastidores. Lo hicieron básicamente a través de la Cruz Roja y con el conocimiento del Gobierno japonés», cuenta Morris-Suzuki. «El Gobierno de Corea del Norte prometió todo tipo de cosas: como que tendrían alojamiento, sanidad y educación gratuitas, además de ciudadanía y otras cosas que no tenían en Japón», añade.

Hambre en el paraíso

Muy pronto se dieron cuenta que el «paraíso en la tierra» no existía. La madre de Ishikawa tenía que salir a diario a la montaña para recoger setas y hierbas y tener algo que comer e Ishikawa tuvo que renunciar a su sueño de ir a la universidad, ya que le asignaron «trabajo de fábrica». «El 15 de abril de 1964, se celebraba el cumpleaños de Kim Il-sung. Una de las mayores fiestas del año. Las familias recibían un kilo de cerdo y algunos dulces y frutas. Era el único día en que nos librábamos del hambre», recuerda.

La situación fue a peor con el paso del tiempo. Su hermana dio a luz a un bebé que falleció a los tres meses porque ella «estaba demasiado delgada y débil» para amamantarlo. Ishikawa cuenta como con dos de sus hijos tenía que pasearse por la aldea rogando a cualquier mujer para que le diese el pecho y pudiesen sobrevivir. Años más tarde, el autor cuenta cómo su mujer se vio obligada a vender sangre en un puesto de transfusión para conseguir algo de arroz –mientras se lo ocultaba a Ishikawa.

Entonces llegó la gran hambruna de los 90, apodada como ‘el arduo camino’ por el Gobierno norcoreano. Según estimaciones del régimen, murieron entre 225.000 y 235.000 personas. Otros cálculos llegan al millón. «La gente hambrienta se paseaba sin esperanza ninguna. Otros simplemente se quedaban tirados en la calle. Al poco también hubo cadáveres a plena vista, abandonados a la descomposición», relata Ishikawa. «No éramos más que un puñado de fantasmas famélicos»

«Teníamos los ojos y las mejillas hundidos, los cuerpos reducidos a piel y huesos. Estábamos tan en los huesos que cuando nos sentábamos o nos tumbábamos, nos dolía», recuerda.

Ishikawa llegó a Japón clandestinamente en 1996. Tras recibir una carta de su hija en 2005 pidiendo ayuda, este hombre sin patria cambió de trabajo a una empresa de limpieza con jornadas de 20 horas para intentar mandar algo de dinero a su familia. «Más adelante, recibí una carta de mi otro hijo en la que me contaba que su hermana Myong-hwa había muerto de hambre. Tenía casi 30 años. El dinero que le había mandado había llegado demasiado tarde».

Desde 2008, no ha vuelto a recibir una carta de su familia: «Todavía albergo esperanzas de rescatar a los hijos que me quedan. La incertidumbre de no saber siquiera si están vivos es una horrible maldición.

Del total de retornados de aquel programa de reasentamiento, unas 200 personas de origen coreano volvieron a Japón, mientras entre 300 y 400 huyeron a Corea del Sur, según The Japan Times.

Ver artículo original