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Dante en Yakarta

Por El Plural  ·  07.01.2022

A veces, sueño. Y mi sueño empieza, a veces, en la mente de Ernesto Cardenal. Y vuelvo a oír su voz, de la que el poeta alejaba dudas e inviernos. Y veo otra vez su boina espesa y revolucionaria. Y su melena de fuego blanco. Y sus gafitas resfriadas —Cardenal tenía aspecto de griposo crónico—, y aquella barba de coliflor que se aniñaba al hablar de Jesucristo como un Che Guevara palestino o al recitar aquella oración que le escribió a Marilyn Monroe cuando la actriz se tomó una borrasca de barbitúricos para poder ser Norma Jeane de nuevo, aunque solo fuera un instante en la muerte.

Cardenal, cura rojo, voz parda de Nicaragua, luchó por un mundo libre, igualitario, justo, pacífico, fraterno. Y por eso mi sueño empieza en la mente de Ernesto Cardenal. Pero ese sueño no le gustaba a su patrón, el papa anticomunista Wojtyla, a quien, aunque hoy flote en los altares de oro y lodo de la Conferencia Episcopal, es posible que Dios no lo tenga en su gloria. Por fanático y zelote. Y porque escribía con prosa de uralita.

Ernesto Cardenal se me ha aparecido, esta vez, en un libro que engrosará la historia universal de la infamia. Cardenal se me ha aparecido en las páginas de El método Yakarta (Capitán Swing), el hipnótico y documentadísimo ensayo de Vincent Bevins, en cuyos capítulos ágiles y fluviales el periodista norteamericano le hace la autopsia a la política internacional de los EE.UU. durante la Guerra Fría, y formula al lector una pregunta sin respuesta posible: ¿cómo habría sido el mundo hoy de no haber mediado la minuciosa cruzada anticomunista que orquestaron los EE.UU. con el fin de imponer el capitalismo global a sangre y fuego?

Sí tiene, en cambio, respuesta el interrogante de qué ocurrió con los países que dejaron de ser comunistas. Y Bevins nos la ofrece por boca de Branko Milanovic, uno de los mayores expertos mundiales en desigualdad. Muchos años después, algunas de estas naciones seguían teniendo economías más pequeñas que tras la caída de la URSS. Otros crecían con lentitud geológica. Concluye Bevins: “Esto significa, de acuerdo con los cálculos de Milanovic, que solo el diez por ciento de la población del antiguo espacio comunista de Europa del Este consiguió lo que se le había prometido cuando derribaron el Muro”.

En el libro de Bevins, Ernesto Cardenal tiene pesadillas por debajo del sueño de un mundo libre, igualitario, justo, pacífico, fraterno. Ernesto Cardenal se llama ahora Wayan Badra, y ya no es un poeta ni un cura comunista, voz parda de Nicaragua, sino el consternado pujari o sacerdote hindú que le explica a Bevins que, bajo las tumbonas de una de las playas más turísticas y selectas de Indonesia —el país en el que, en unos pocos meses de 1965, se asesinó a cerca de un millón de comunistas—, aún hay miles de huesos humanos y calaveras sin identificar.

Por supuesto, ni los que se suben a una tabla de surf, esa especie de hípica contorsionista y acuática, ni las modelos rusas de Instagram que entornan las pestañas de portada de Vogue frente a un agua de coco, han oído hablar de los asesinatos en masa perpetrados por soldados, paramilitares, organizaciones musulmanas armadas, policías y gánsteres, uno de los cuales confesó, mucho tiempo después de la Operación Aniquilación, que a los comunistas “les embutíamos leña en el ano hasta que morían. Les aplastábamos el cuello con maderos. Los ahorcábamos. Los estrangulábamos con alambre. Les cortábamos la cabeza. Los atropellábamos con coches”. “Había tantos cuerpos acumulados que taponaban los ríos y desprendían un espantoso hedor en el campo”, leemos en la obra.

Bevins no cede, sin embargo, a la pasión del amarillismo. Ni su ensayo se parece tampoco al famoso —para mí, abyecto— documental de Joshua Oppenheimer, El acto de matar, sobre el genocidio en Indonesia, en el que el realizador norteamericano, aparte de no contextualizar convincentemente la narración, banaliza el mal al otorgar voz a los verdugos, no a los familiares y descendientes de las víctimas, con el pretexto de que estos no se atrevían a hablar ante la cámara (aún hoy el PKI, el Partido Comunista Indonesio, continúa ilegalizado y los asesinos en el poder).

En su histeria por erradicar el comunismo, lo que pronto conduciría a “la creación de una monstruosa red internacional de exterminio —de asesinato sistemático y en masa de población civil— en muchos otros países”, los EE.UU. no solo proporcionaron entrenamiento y dinero a los militares rebeldes del general Suharto, sino listas con nombres de miles de comunistas para que les dieran mulé. Las de Indonesia no habían sido las primeras listas. Las precedieron las de Guatemala, en 1954, y las de Irak, en 1963. Ningunas fueron, sin embargo, tan amplias como las que acabaron con los comunistas indonesios, cuyo partido, desarmado, completamente legal y abrumadoramente mayoritario, era el tercero más grande del mundo tras el de la URSS y China. Y eso constituía un peligro para el tío Sam, naturalmente.

Robert Martens, un funcionario de la embajada norteamericana en Yakarta, la capital de Indonesia, admitiría varias décadas más tarde, a calzón bajado: “Probablemente, tengo mucha sangre en las manos, pero eso no es tan malo”. Claro que no. El Dios de Wojtyla es compasivo y misericordioso. Casi tanto como la revista Time, que describió la aniquilación del PKI, y consecuentemente el principio de un nuevo orden mundial, como “la mejor noticia de Occidente desde hace años en Asia”. Pero ni lo de Indonesia, ni lo de Brasil, ni lo de Chile y otros veintitantos países más fue el final. Mientras exista el capitalismo, habrá comunismo. Arriba, parias de la tierra.

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