El color es un proceso de estimulación sensorial objetiva que, al mismo tiempo, produce efectos subjetivos. Las características y peculiaridades de esta experiencia visual que compartimos los videntes han sido estudiadas tanto desde la ciencia como desde la historia del arte. Prueba de ello es la cantidad de ensayos que han llegado en las últimas décadas a las librerías, todos ellos dedicados a profundizar en los aspectos psicológicos y culturales de lo cromático, ya sea a través de monografías sobre colores específicos —los ejemplos más reconocidos son los libros del historiador francés Michel Pastoureau— o de textos que exploran el papel de los colores a lo largo de la historia.
Dentro de esta última categoría destacan dos publicaciones recientes que abordan la historia cultural de los colores desde distintos ángulos. En Color. Historia de la paleta cromática (Capitán Swing), la periodista y escritora Victoria Finlay lleva a cabo su deseo de contar historias “sobre aquellas personas que crearon las cosas con las que se creó el arte”. Que el título de esta crónica ensayística incluya la palabra “paleta” revela que las indagaciones de Finlay se centran en la relación que los artistas han establecido con los colores que empleaban en sus obras pictóricas, es decir, con una de sus principales herramientas de trabajo.
De un carácter más académico, por su tono y exhaustividad, es el estudio de John Gage titulado Color y significado. Arte, ciencia y simbología (Acantilado). Como investigador, Gage dedicó su carrera profesional a la historia del color en la Universidad de Cambridge, de ahí que su ensayo cuente con un aparato de notas y una bibliografía amplísimos.
Ambos libros son complementarios, si bien se aconseja comenzar por el de Victoria Finlay, quien, a través de su voz narrativa en primera persona y su lograda intención divulgativa, nos prepara para la lectura del estudio de Gage. A lo largo de sus 10 capítulos, cada uno dedicado a un color, Finlay comparte con los lectores su pasión sobre la procedencia de algunos pigmentos, cuyos nombres (“siena tostado”, “negro humo”) ya nos dan pistas acerca del modo en el que comenzaron a producirse para el uso de los artistas. Algo que Finlay nos ayuda a recordar es que en el siglo XV el óleo no venía en tubos ni la acuarela en pastillas: eran los pintores y los empleados de sus talleres quienes fabricaban sus propias pinturas y barnices. Los primeros tubos de óleo aparecieron en el siglo XIX, gracias a la patente del granjero estadounidense John Rand. Previamente, la pintura se conservaba en vejigas de cerdo, de ahí el nombre del tono “verde vejiga”, que hoy se sigue comercializando bajo esa denominación. Según sostiene Finlay, el paso de artesano a artista tuvo lugar cuando los pintores empezaron a delegar la elaboración del color y la preparación de los lienzos a fabricantes profesionales, a mediados del siglo XVII.
Además de viajar atrás en el tiempo, en este ensayo volamos con su autora a Australia en busca del color ocre característico de la pintura aborigen. El color negro nos lleva a las cuevas de Altamira y al emocionante momento de 1879 en que Marcelino Sanz de Sautuola y su hija María descubrieron en un paseo por el campo los bisontes pintados con carboncillo y ocre rojo y negro conservados en la gruta desde el Paleolítico. Asimismo, la autora nos invita a tomar conciencia del valor de algunos materiales esenciales para los artistas de todos los tiempos, como el humilde lápiz de grafito, que en su día fue un producto de lo más cotizado.
Con Finlay visitamos Keswick, un pueblo del Distrito de los Lagos, al norte de Inglaterra, cuyo yacimiento de grafito dio lugar a la fábrica de lápices Derwent y al actual Museo del Lápiz. Aprendemos también que gracias al francés Nicolas Conté existen diversos tipos de lápiz según su dureza —HB, 5B, 2B…—, pues fue él quien dispuso la cantidad de arcilla molida que había de mezclarse con el grafito en cada una de las variantes.
Los primeros tubos de óleo aparecieron en el siglo XIX. Antes la pintura se conservaba en vejigas de cerdo
El ensayo de Finlay es, en resumen, una introducción amena y divulgativa a la historia de los aspectos materiales del arte, dejando lo estético en un segundo plano. Es también útil para que tomemos nota de que todo un batallón de trabajadores e inventores dedicaban su vida a la producción de los colores de la paleta que contribuyó a la gloria de los maestros canónicos de la pintura.
John Gage, por su parte, abre su ensayo explicando que la relación entre la ciencia y el color ha pasado por distintas etapas: en un principio, los científicos dependían de los artistas, los “tecnólogos del color”, que les proporcionaban la información técnica necesaria a los primeros gracias a su experiencia diaria con los pigmentos. A partir de finales del siglo XVIII las cosas cambiaron y los científicos, con su creciente profesionalismo, proporcionaron a los artistas nuevas rutas para la investigación sobre el color.
El ensayo de Gage, a diferencia del de Finlay, no se estructura a través de los colores, sino tomando la presencia de estos en distintos aspectos de la historia y la ciencia. Por él desfilan pesos pesados del arte como Kandinsky, Matisse o Seurat, tanto a través de sus obras como de sus escritos y reflexiones sobre pintura.
En su propuesta metódica y precisa, Gage también dedica atención al modo en el que hablamos sobre el color, pues el nexo entre el lenguaje y la percepción visual nos dice mucho acerca de nuestra relación con el espectro cromático. Una de las anécdotas que narra es la del descubrimiento a cargo del político William Gladstone de una anomalía del griego antiguo, concretamente su ausencia para denominar el azul, algo que le llevó a suponer que los antiguos griegos tenían una deficiencia visual similar al daltonismo.
Ambos ensayos, por distintos que sean en su tono y enfoque, nos hacen reparar en que los materiales que emplearon y siguen empleando los artistas no son meras herramientas, sino que, a menudo, “han constituido verdaderas canteras de valores”, en palabras de Gage; de ahí el prestigio del lapislázuli, mineral del que se obtenía el pigmento azul ultramar con el que se coloreaba el manto de la Virgen María en los cuadros italianos del siglo XVI, tal como se menciona en algunos contratos de encargos pictóricos de la época.
Tras la lectura de estas dos obras no volveremos a mirar un lienzo del mismo modo. Gracias a ellos, su contemplación nos planteará infinidad de preguntas y nos llevará a establecer nuevas conexiones que antes no imaginábamos
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