“Los topos son los únicos mamíferos europeos con vida propiamente subterránea al pasar gran parte de la misma bajo tierra; se han adaptado a ella de una forma asombrosa, pudiendo pasar largos periodos sin necesidad de tener que salir a la superficie”, dicen por ahí los expertos en topos. En España hay muchos, y hubo muchos más durante y después de la Guerra Civil. ¿Será que los agujeros provocados por las bombas les vinieron bien? ¿O fueron las fosas comunes? Tal vez tenían miedo de salir al exterior después de tanto jaleo y por eso se reprodujeron tanto bajo tierra…
El miedo fue, sin duda, la causa. Miedo a todo lo anterior y a lo que podría venir. Paseos, asaltos, cárcel, tortura, persecución. Miedo a la paz compasiva y católica de la que hablaban los vencedores, y que se tradujo en los primeros años de posguerra en asesinatos en las cunetas y en las prisiones. Por eso muchos hombres prefirieron esconderse. Esos son Los topos, los protagonistas del libro de testimonios escrito por Manuel Leguineche y Jesús Torbado entre 1969 y 1977, año en que por fin se publicó (ahora lo reedita Capitán Swing, con fotografías). Los dos periodistas dedicaron sus ratos libres a buscar en pueblos de todo el país a esos seres humanos que habían permanecido ocultos meses, años, décadas, casi hasta cuatro décadas, a raíz de una noticia leída en un periódico.
Los topos eran hombres de los que se reían otros. ‘Pobres infelices’, ‘cobardes’. Cómo alguien puede estar tanto tiempo escondido si en el país reina la paz, decían. Las razones eran muchas, aunque fueran incomprensibles para alguien que no hubiera vivido los hechos de treinta años antes. Porque los topos habían visto asesinar a sus compañeros de ideología; sus familias habían recibido palizas y penas de cárcel sólo porque ellos existían; ya antes de estallar la guerra sabían que un vecino se la tenía jurada; ninguno de sus amigos había vuelto con vida de una detención; de todos los alcaldes republicanos de la comarca sólo quedaba él mismo; les acusaban de crímenes nunca cometidos. E incluso había alguno que siendo de derechas, había trabajado como funcionario para la República y en su pueblo estaba en la lista negra.
Algunos salieron a cielo abierto diez años después de perderse en las entrañas de un campo, una casa o una cueva; se fiaron de las amnistías parciales o se dieron cuenta de que sus vecinos no tenían
ya interés en denunciarlos. Muchos otros sólo pusieron el pie fuera de su escondrijo con la amnistía definitiva, la del 69, año en que sí o sí prescribían todos los crímenes cometidos treinta años antes según la legislación vigente. Y aún así hubo quien no renació hasta mediados los 70 y porque lo encontró la Guardia Civil en su choza del monte. Fue el caso de Pablo Pérez Hidalgo, malagueño, el último guerrillero. 27 añazos fuera del mundo, hasta 1976.
El patriarca fue, sin embargo, Protasio Montalvo, asturianomadrileño. 38 años escondido, aparecido en 1977. Casi media vida perdida. Eso es lo que trataron de reflejar los autores de Los topos. Las vidas que no se vivieron. La guerra produjo cientos de miles de muertos y exiliados, y consecuencias que afectaron a generaciones que acababan de nacer y nacerían después. Hubo cientos de miles de vidas que no existieron. Como las de los topos y las de sus familias, por mucho que respirasen. Padres y madres que se empeñaron en mantener a sus hijos a salvo encerrados en el desván, que hacían lo imposible por ocultarlos; no se podía mover un dedo, cambiar una costumbre, aspirar a algo más. Novias y esposas entregadas a la misma tarea, pese a que dieron con sus huesos en celdas y las apalearon. Parejas que no pudieron casarse hasta ser libres del todo, ya maduritas, y que jamás pudieron tener hijos como siempre habían querido. Parejas que tuvieron hijos que negaron, para que nadie se diera cuenta.
De entre todas las historias las hay que no acabaron bien ni cuando supuestamente acabaron. Por ejemplo la del que murió a los pocos meses de salir, el alcalde cojo, leído, humanista donde los haya. O la del ‘novelista cobarde’, escondido en su casa tres décadas y odiado por su mujer y sus hijos, que apenas le conocían. Sólo faltaría que encima se hiciera famoso por haber estado sin hacer nada, le soltó la esposa al entrevistador. Odio en casa por todo lo perdido. Culpabilidad. Tristeza.
Y aunque la familia y los amigos hubieran sido leales, y la amnistía fuera real y la Guardia Civil los tratara hasta con respeto, una vez fuera había que saber adaptarse a los cambios. Si uno se había encerrado durante la guerra, en una España rural, donde no había coches y la mitad del pueblo era analfabeta, y se encontraba con el ruido del tráfico, la televisión, los turistas y las mujeres en minifalda… Era como para volverse loco. Así que los hubo que siguieron viviendo como durante su encierro, pero viendo la luz del sol. Esa que al principio de reencontrarse con sus vidas les hacía tanto daño a la piel y a los ojos que se sentían, talmente, como topos.
Elena Sierra
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