«La muerte, el cambio supremo e inevitable, el único evento que podemos predecir con certeza, siempre nos encuentra desprevenidos porque estamos arraigados en la vida. Es la ironía de la existencia, que lo único de lo que no podemos huir es a menudo lo único que no vemos venir».
Acorde con las estimaciones del año 2002, el 5,8% de todas las personas que han existido a lo largo de la historia están vivas hoy día, lo que refleja nuestra extraordinaria habilidad para sobrevivir y reproducirnos en la época contemporánea. Desplegamos una pertinaz necesidad de mantenernos vivos y huir de la muerte y lo hacemos de formas altamente creativas.
Sin embargo, todos morimos. Tarde o temprano. Es impepinable.
Con todo, la muerte sigue siendo un tema embarazoso, cuando no tabú. Vale, sí, puedes abordarla con cierto humor, incluso con una buena dosis de cinismo, pero lo de entrar en detalles escabrosos no suele ser plato de buen gusto.
Dicho esto, vayamos a lo mollar: tras el deceso, ¿debemos temer que nuestra reputación quede mancillada porque nuestro cuerpo expulsa heces? ¿Podemos ser, en suma, el hazmerreír de las generaciones venideras (o, al menos, de quienes atienden nuestro cuerpo)?
La respuesta rápida es sí. Vayamos a por la larga.
Del pañal al tapón
Efectivamente, es posible que, tras estirar la pata, el cuerpo expulse desechos. Esto es un proceso natural que forma parte de la relajación de los músculos post mortem, incluyendo el esfínter anal externo.
El esfínter, un músculo controlado por el cerebro, previene la evacuación involuntaria, permitiéndonos así una existencia socialmente ordenada. Sin embargo, con la muerte y el cese de la función cerebral, este control desaparece y los músculos se relajan, lo que puede ocasionar la expulsión de residuos acumulados, si los hubiere.
El rigor mortis causa inicialmente la rigidez muscular pero, tras un tiempo, los músculos se sueltan, facilitando potencialmente la liberación de cualquier contenido intestinal. No obstante, no todos experimentan este fenómeno debido a factores como la edad avanzada o enfermedades previas a la muerte, que reducen la ingesta de alimentos. En otras palabras: no descargas nada porque el intestino está casi vacío.
En la práctica de servicios funerarios, es común que los profesionales se encuentren con residuos inesperados al gestionar un cuerpo. Aunque pueda considerarse un tema tabú, para quienes trabajan en el sector, la limpieza de estos desechos es parte de su labor cotidiana, similar a la adaptación de los padres al cambio de pañales de sus hijos.
Los forenses, por otro lado, pueden requerir examinar estos residuos como parte de investigaciones post mortem, a fin de buscar pistas en casos de muerte inexplicada.
En el contexto funerario, se emplean varias técnicas para prevenir la evacuación durante los velorios, que varían en función de su nivel de invasión, desde el uso de pañales hasta métodos más directos. Tal y como explica la experta en estas lides Caitlin Doughty con su particular sentido del humor (negrísimo):
«¿Quién quiere que la última imagen del abuelo sea un aroma a eau de caca? En las funerarias tenemos varios trucos para evitar que esto suceda. Nivel aficionado: un pañal. Es mi preferido, porque no resulta invasivo. Enseguida entenderás a qué me refiero. Nivel medio: un tapón AV. El tapón es un artilugio de plástico transparente que parece mitad sacacorchos para el vino, mitad tapón de plástico para el desagüe del lavabo o la bañera. Nivel experto: rellenar el conducto anal de algodón y coser el ano para cerrarlo. Mi opinión personal es que este método es un poco excesivo y que deberíamos dejar que nuestros cadáveres hagan caca en paz. Me encanta compartir más opiniones fecales, así que es una pena que a nadie parezca interesarle el tema».
Otros asuntos escabrosos post mortem
Estas y otras cuestiones peculiares son las que responde con mucho humor la funeraria y escritora Caitlin Doughty en su reciente libro ¿El gato se comerá mis ojos? (Capitán Swing, 2023). Y no lo hace con ese enciclopedismo no solicitado del que no domina las rules of engagement de la conversación, sino al contrario: a uno le da la impresión de que Doughty está charlando con nosotros, con una cerveza en la mano, soltando carcajadas cada dos párrafos. Carcajadas que nosotros secundamos a la vez que se nos dilatan los ojos por la sorpresa o la turbación.
Caitlin, con su característico estilo sincero y fundamentado en la realidad de su profesión, ofrece respuestas a interrogantes que raramente se discuten en voz alta. Desde si los cuerpos hacen algún sonido al morir hasta la posibilidad de que un cadáver explote durante la cremación.
La autora no se esquiva ninguna pregunta, por más extraña o perturbadora que pueda parecer. Desglosa complejidades científicas y prácticas funerarias con una claridad admirable, asegurándose de que el lector, sin importar su edad, pueda comprender los mecanismos de la descomposición, la rigidez cadavérica o las transformaciones químicas y físicas de la cremación.
Además, el libro es una ventana a las prácticas culturales alrededor del mundo, proporcionando una perspectiva más amplia sobre cómo diferentes sociedades se enfrentan al fallecimiento y al luto. Desde las piras funerarias en la India hasta el embalsamamiento en el antiguo Egipto, la autora ilustra la riqueza y la diversidad con la que la humanidad ha honrado a sus muertos. O ha intentado adornar el proceso por el que todos vamos a pasar.
Sí, puede que la muerte aún sea un tema entreverado de miedos y tabúes, pero tal vez deberíamos desdramatizar un poco. Porque, como dijo Ambrose Bierce en su Diccionario del diablo, «la muerte es no ser. Fácil de comprender. El problema es el intervalo entre la vida y la muerte; eso es un poco más complicado».
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