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Cuando los desastres sacan lo mejor de nosotros

Por El Comercio  ·  25.10.2020

Entre el terremoto de San Francisco de 1906 y los ataques a las Torres Gemelas de 2001 medió casi un siglo. Y no un siglo cualquiera, porque se trató de noventa y cinco años cargados de transformaciones sociales y culturales, como si el mundo hubiese pisado el acelerador sin echar la vista atrás. Sin embargo, entre ambos desastres se pueden trazar paralelismos que sirven para iluminar rincones poco frecuentados de la condición humana. Si nos preguntasen, a bote pronto, por las coincidencias entre ambos, todos apostaríamos por el horror, el caos y una desquiciante sensación de apocalipsis, y lógicamente no nos equivocaríamos, pero existe otro territorio común del que se habla mucho menos, sepultado bajo los cascotes de los efectos destructivos y dramáticos de la catástrofe: en ambos surgió un poderoso sentimiento de comunidad que condujo a inusuales muestras de hermandad entre extraños y, por chocante que pueda parecer, a una paradójica euforia.

La autora estadounidense Rebecca Solnit dedica su libro ‘Un paraíso en el infierno’ (publicado este mes en España por la editorial Capitán Swing) a este efecto de las grandes calamidades, muy complejo de analizar a la sombra de tanto sufrimiento. En su relato se acumulan los ejemplos. En 1906, el terremoto y los posteriores incendios destruyeron más de 28.000 edificios de San Francisco y la población asumió la tarea urgente del cuidado mutuo: eran personas como Amelia Holshouser, una esteticista «de mediana edad, pechugona y resultona», según la pintoresca descripción de un periódico de la época, que organizó en un parque un comedor social que en poco tiempo alimentaba a más de doscientas personas. Lo bautizaron irónicamente como ‘Hotel Palace’ y después como ‘Salón Mizpah’, un término hebreo que hace referencia al vínculo emocional entre personas separadas. Es una de las muchas figuras que Solnit ha recuperado de las informaciones y las memorias del siniestro: el prestamista que compró un carro de pan para repartirlo, el sindicato de fontaneros que trabajó sin cobrar, los almacenistas que regalaron todas sus existencias… «Jamás, en toda la historia de San Francisco, la población se había mostrado tan amable y cortés como en esta terrorífica noche», dejó escrito el novelista Jack London.

En la Nueva York de 2001, una ciudad reputada por un individualismo que a menudo bordea lo grosero, se reprodujeron esas reacciones de solidaridad. Miles de voluntarios se acercaron a la zona afectada por si podían ser de utilidad, con un impulso «apabullante e inapelable» de echar una mano pese al riesgo de nuevos ataques. Barcos de todo tipo hicieron incontables viajes de ida y vuelta para evacuar a más de trescientas mil personas, los bancos de sangre recibieron más donaciones de las que podían almacenar y, en la calle y también en el interior de las torres, proliferaron las muestras de generosidad, a veces heroicas, entre ciudadanos que se ayudaban en vez de aplicar el ‘sálvese quien pueda’. Así lo resume la historiadora Temma Kaplan: «Fue el momento de comprobar que la comunidad seguía viva, que la gente aún creía en cosas buenas, que podíamos salir adelante. Era una experiencia a la vez terrible y maravillosa». Este patrón se reproduce en todas las grandes desgracias… o quizá deberíamos decir en las desgracias de la realidad, porque las de ficción se atienen a menudo al tópico del comportamiento insolidario y feroz.

Anarquía y budismo

«Tras un terremoto, un bombardeo o una tormenta particularmente destructiva, la mayoría de la gente se comporta de manera altruista y se entrega inmediatamente al cuidado de sí misma y de quienes la rodean, sean vecinos, extraños o amigos y personas queridas –resume Rebecca Solnit–. La imagen del ser humano egoísta, que sucumbe al pánico, que vuelve a un estado violento y salvaje durante una hecatombe, tiene muy poco de real». Ese verbo, ‘volver’, hace referencia a un supuesto estadio primitivo de la humanidad, un ‘todos contra todos’ primordial que se ha convertido en un cliché, pero la autora suscribe las tesis del filósofo anarquista Kropotkin, que afirmaba que «el individualismo desenfrenado es manifestación de tiempos más modernos, de ninguna manera era propio del hombre primitivo». La referencia no es arbitraria, porque esa situación inmediatamente posterior a las catástrofes se podría comparar con una puesta en práctica espontánea de la utopía anarquista, en el sentido de personas que deciden cooperar libremente, sin estar obligadas por ninguna coacción. Otro posible paralelismo serían algunas formas de religión: «El desastre es un curso acelerado para comprender ciertos principios budistas: la empatía hacia todos los seres, el desapego, el desengaño de la fantasía de nuestra independencia, la conciencia de la transitoriedad y la audacia o el aplomo ante la incertidumbre», propone la autora.

Dos mujeres se abrazan durante los atentados del 11-S en Nueva York.
Dos mujeres se abrazan durante los atentados del 11-S en Nueva York. / ERNESTO MORA/AP

Los sucesos trágicos y dolorosos poseen un «perturbador poder» para abrir nuevas posibilidades. «Los seres humanos nos reiniciamos después de una catástrofe para volver a un estado altruista, comunitario, imaginativo y lleno de recursos», sostiene Solnit, que cita al equipo de economistas J.K. Gibson-Graham y su interpretación de la sociedad como un iceberg engañoso: por encima del agua se ven solo las prácticas capitalistas, de competición a toda costa, mientras que por debajo de la superficie proliferan los vínculos de apoyo y cooperación. Cuando el caos hace que estos lazos pasen a primer plano, las personas experimentan una reconfortante sensación de plenitud dentro de la desgracia, que hace que años después se evoquen aquellas jornadas (más allá de las pérdidas irreparables y las secuelas personales) como si fuesen otra vida, un paréntesis duro pero a la vez raramente satisfactorio.

A veces, solo algunas veces, el nuevo orden provisional deja una huella duradera: Solnit analiza eventos devastadores como el terremoto de 1985 en Ciudad de México, que dio lugar a un impetuoso surgimiento de la sociedad civil; el de Managua de 1972, que abrió el camino a la revolución sandinista, o el desastre de Chernóbil de 1986, que según el propio Mijaíl Gorbachov fue probablemente «la auténtica causa de la caída de la Unión Soviética».

Demasiado té

Durante el Blitz, los bombardeos nazis sobre Londres durante 57 noches consecutivas de 1940, una joven ironizaba acerca de la amabilidad de los extraños: «El problema de los bombardeos es que la gente no hace más que preparar té y espera que te lo bebas». Pero las reacciones al desastre tienen otra cara menos compasiva. Evidentemente, en ocasiones se producen saqueos y estallidos de violencia contra alguna comunidad a la que se culpa de lo ocurrido, pero lo más universal es el llamado ‘pánico de las élites’, que temen el comportamiento de los pobres, esa masa supuestamente descontrolada, y adoptan medidas represivas para mantenerlo a raya: «Mi impresión es que los poderosos ven en el resto de la humanidad un reflejo de sí mismos. En una sociedad basada en la competición, los menos altruistas son los que tienden a llegar más arriba», comenta Solnit.

En días como estos, sumidos en una pandemia de final incierto, no queda más remedio que plantearse si todas estas tesis pueden aplicarse a una tragedia como la actual, que es diferente de un terremoto o un atentado en su carácter global pero también ha desbaratado nuestra existencia cotidiana. Ciertamente, al igual que ocurre en esos desastres, durante los días del confinamiento se ha percibido de manera más acusada la importancia vital del calor humano, ha surgido una sensación intensa de comunidad y muchos tuvimos la sensacion de que estábamos corrigiendo el enfoque sobre algunos aspectos de nuestra vida. «Ya solo el cumplimiento de la distancia social ha sido un inmenso esfuerzo de cooperación», apunta Solnit, que en nuestra situación actual establece una distinción entre el optimismo a ultranza y la esperanza razonable de que algo pueda mejorar. La autora de ‘Un paraíso en el infierno’ compara lo ocurrido con una tormenta: «El aire queda limpio de las partículas de materia que enturbiaban la visión. Es entonces cuando alcanzamos a ver más lejos y con mayor claridad. Al término de esta tormenta, bajo una nueva luz, tal vez podamos repensar dónde nos encontrábamos y a dónde podemos ir, tal vez nos sintamos libres para buscar cambios que nos parecían imposibles».

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