Cuando la soledad es colectiva

Por Freeda  ·  30.03.2020

Como James Stewart en La ventana indiscreta de Hitchcock, en estos días de confinamiento, muchos hemos reparado a través de nuestros cristales –puede que incluso por primera vez– en esos huecos de luz al otro lado de la calle: pequeños cuadros vivos que enmarcan escenas cotidianas que hasta hoy nos habían sido perfectamente invisibles. ¿Son esto las ciudades? ¿Bloques de cemento con cientos de miles de pequeñas historias simultáneas transcurriendo en su interior? La escritora y crítica literaria Olivia Laing, abre con esta descripción el primer capítulo de La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo:

La ciudad se presenta como un conjunto de celdillas: cien mil ventanas, unas oscuras, otras inundadas de luz verde, blanca o dorada. Muchos seres desconocidos van de un lado a otro, atareados en sus asuntos en estas horas de intimidad. Los ves, pero no puedes alcanzarlos.

Esa es la clave. Están ahí, pero fuera de nuestro alcance. Aunque rodeados de millones de personas, la soledad que podemos experimentar en las ciudades, es indefinible. Las urbes no solo son lugares bulliciosos y prestos a la interacción –recordemos si no cómo los retrató Hopper–, sino que pueden llegar a ser espacios tremendamente silenciosos y solitarios. Nada tiene de incompatible el encontrarse rodeado de gente con el sentirse paradójicamente aislado o con reconocer en uno mismo problemas para relacionarse con los demás. Nos ocurre a todos.

Soledad versus aislamiento

Laing se mudó a Nueva York por amor y pronto llegó el desastre: una repentina ruptura sentimental la relegó, con treinta y tantos, a la convivencia forzosa con esta tipología tan particular y suculenta de soledad: la urbana. De su experiencia particular y del análisis en profundidad de la obra de cineastas, fotógrafos o pintores –entre ellos Alfred Hitchcock, Valerie Solanas o Nan Goldin, aunque su tesis principal se sustenta a través de Edward Hopper, Andy Warhol, Henry Darger y David Wojnarowicz– germinó La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar soloque ya ha vendido más de 100.000 ejemplares en todo el mundo. Y no es para menos: el ensayo de Laing es una investigación en profundidad sobre el autoasilamiento, muy adecuada para los días que corren, donde Laing plantea la diferencia crucial entre soledad y aislamiento físico.

La soledad no es necesariamente lo mismo que el aislamiento físico, más bien la falta o deficiencia de conexión, relación estrecha o afinidad: la imposibilidad, por las razones que sean, de encontrar la intimidad que deseamos.

Son incontables los escritores y artistas –en mayor medida incluso que sociólogos, psiquiatras y psicólogos– los que a lo largo de la historia han tratado sin éxito de definir y acotar la soledad, de iluminar sus causas (pues las consecuencias son siempre evidentes) y tratado de descifrar cómo podemos resistirnos y liberarnos de ella.Rara es la persona que no se ha encontrado periódicamente inmersa en ese bucle eterno, repitiéndose la misma batería de preguntas, que siempre comienza por “¿Qué significa estar solo?” y sigue y sigue… (mientras esperamos verificar las respuestas):

¿Cómo vivimos cuando no tenemos una relación íntima con otro ser humano? ¿Cómo conectamos con otras personas, sobre todo si hablar no nos resulta fácil? ¿Cura el sexo la soledad? Y, en tal caso, ¿qué sucede cuando nuestro cuerpo o nuestra sexualidad se consideran anormales o nocivos, cuando estamos enfermos o no hemos recibido el don de la belleza? Y ¿nos ayuda en algo la tecnología? ¿Nos acerca más o nos atrapa detrás de una pantalla?

Soledad como abismo

Mientras Laing trata de definir ese “abismo que separa a las personas”, no se olvida de asociar la soledad con la dificultad de aceptar o de ser aceptado por tener una identidad de género no normativa o por haber experimentado la incapacidad de expresar nuestra verdadera condición sexual.

Nunca me había sentido cómoda con las exigencias de la feminidad, siempre me había identificado más con un chico, un chico gay; tenía la sensación de que mi posición de género se encontraba a medio camino entre el sistema binario masculino y femenino, que era otra cosa imposible, o imposiblemente las dos cosas.

Su conocimiento bibliográfico sobre la experiencia de estos artistas – llamémosles pseudo-marginales–, algunos con problemas para comunicarse y expresarse, víctimas de la violencia doméstica, de la exclusión social debido a su homosexualidad o al estigma del sida, nos sirven para entender por qué sus obras respiran el mismo aire de vulnerabilidad y aislamiento que ellos sintieron en su momento y que nosotros mismos podemos estar sintiendo ahora o haber sentido antes en un sinfín de ocasiones.

La soledad parece estar tan arraigada a la experiencia vital de millones de personas, que a veces, llega a ser tan difícil de identificar como lo es la depresión. Y ambas, que se traducen en la falta de conexión emocional con los demás, pueden resultar fatales. Recordemos por un momento los diarios de Sylvia Plath o Virginia Woolf, dos escritoras hipersensibles en búsqueda permanente y fallida del sentido de pertenencia y en quienes el terror a la soledad establece un vínculo claro y directo con la enfermedad mental y en última instancia, se “resuelven” mediante el suicidio. Ambas fueron víctimas de una soledad inabarcable, llevada a sus más funestas consecuencias.

Aunque la soledad, hay que reconocerlo, es un síntoma perverso del mundo moderno, tal vez estos días de confinamiento forzoso, donde el aislamiento físico ha dejado de ser negociable, hay que verse capaz de hacer dos cosas: rendirse a ella y aprender a ser amigo de uno mismo; y por otro lado, recordarnos continuamente que la falta de conexión puede resolverse saliendo de nuestra zona de confort, haciendo un esfuerzo extra por reforzar los vínculos con las personas a las que amamos. No hay que perder de vista que “la soledad no es algo de lo que avergonzarse”, reconocerla no nos hace más frágiles, sino más conscientes.

La obra de Laing nos recuerda que somos muchos, por no decir todos, los que a lo largo de la historia nos hemos sentido solos, saludable o patológicamente, justificada o injustificablemente, quizá a través de la experiencia pareja de otros, es posible que podamos sentirnos extrañamente acompañados. Tampoco está de más recordarnos que, el arte en general, puede servirnos de excelente compañía estos días y el legado de estos artistas en particular deja constancia de que no somos los primeros ni los últimos en sentirnos desconectados. “La soledad es colectiva”, afirma Laing en La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo, “es personal y es política” y, ante su amenaza, podemos deducir que la solidaridad y el cultivo de la empatía pueden perfilarse como las únicas soluciones válidas.

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