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Cuando la «basura blanca» de EE UU tuvo la sartén por el mango

Por La Razón  ·  17.10.2020

POR JORGE VILCHES

Creíamos que el marxismo ya no estaba de moda. Pensábamos que el «materialismo dialéctico» como método científico que inventaron Marx y Engels pasó a mejor vida. No era así. Ese poso sigue vivo en los análisis sociales que vienen ahora de Estados Unidos. El atractivo de dicho método es su sencillez: todo se explica por la lucha de clases. En aquel país se está revisando la Historia, sus personajes, ideas y acontecimientos, sin llegar al nihilismo, que pretenden poner en cuestión todo el desarrollo de la nación desde sus inicios. Tampoco llegan a la altura de Oswald Splenger y su «Decadencia de Occidente», sino que se trata de publicaciones animadas por el dolor que la victoria de Trump causó en la izquierda.

Un buen ejemplo de un análisis casi marxista de la Historia de Estados Unidos es el de Nancy Isenberg en «White trash. Los ignorados 400 años de historia de las clases sociales estadounidenses» (2020). La autora aplica el método de la lucha de clases para explicar el devenir de su país. Pretende que todo ha sido un «engaño ideológico» para asentar un régimen «profundamente clasista». Vamos, es la idea marxista pasada por Gramsci de que la superestructura cultural permite asentar la infraestructura jurídica. Es decir, que los medios culturales, informativos y educativos están al servicio de lo que Lenin llamaría «dictadura de la burguesía» frente a los pobres, la «basura blanca», los «white trash», los «desheredados».

Isenberg recoge el cuestionamiento de los «mitos» norteamericanos, presentes, por ejemplo, en el libro de James Loewen titulado «Patrañas que me contó mi profe. En qué se equivocan los libros de historia de los Estados Unidos» (Capitán Swing, 2018). Uno de ellos sería el que los Padres Fundadores, los que protagonizaron la Guerra de Independencia frente a Gran Bretaña, prometieron una sociedad sin clases. Que persistieron, dicen ellos, porque hay pobres y ricos.

No obstante, a finales del siglo XVIII, cuando se fundó el país no existía el concepto actual de «clase social» sino de «estamento», que son cosas distintas. No hace falta leer a Sieyès para entender que los colonos liberales se sentían Tercer Estado, iguales entre sí, y repudiaban los privilegios estamentales. Hablaban de igualdad ante la ley, aunque solo fuera para hombres blancos, del fin de los estamentos, no de las clases sociales. Esto se debe, como señaló Hayek, a que existe una diferencia entre el liberalismo anglosajón y el continental de raíz francesa. Mientras el primero lo que pretende es el establecimiento de un sistema político que garantice la libertad sujetando al poder, el segundo considera que el poder debe servir para crear una sociedad y un hombre nuevos, y lo llama «progreso». Por esta razón, el mundo político norteamericano es tan distinto al europeo en sus partidos e ideas: así, los llamados allí «liberales» son parecidos a nuestros socialdemócratas.

Otro de los mitos, dice esta tendencia revisionista, es que la Guerra de Secesión fuera para preservar los derechos de los Estados del Sur. En realidad, observan, fue para conservar los privilegios de la burguesía sureña. Este análisis clasista no es nuevo. Marx escribió a Lincoln en 1864 que dicha guerra «contra el esclavismo inaugurará la era de la dominación de la clase obrera». El problema, afirman, es que aún persiste la huella de la dominación británica. Es como decir que la culpa de las dictaduras cubana y venezolana es por la pasada presencia española. Esa tradición inglesa consiste a su parecer en la moral de los propietarios de tierras y el desprecio de la ayuda a los pobres.

No obstante, Gordon S. Wood escribió que ese amor por la pequeña propiedad creó una nación de «republicanos granjeros» que defendían la libertad frente al Gobierno y la propiedad ganada por su propio esfuerzo. Esa era su «virtud cívica». Es la ética calvinista y el espíritu del capitalismo que expuso Max Weber a principios del siglo XX. Por otro lado, en Inglaterra existió el llamado «Derecho de pobres» desde el XVI hasta 1834, cuando distinguieron entre «pobre» y «trabajador». Suponía dar un «ingreso mínimo vital». Para recibirlo había que pasar por un tribunal. Tocqueville lo relató en un estudio minucioso donde contaba los engaños, lo caro de esa administración y que esos subsidios tiraban los salarios a la baja. Los whigs, liberales, lo cambiaron en 1834 a petición de los sindicatos. El presentismo es mal método para analizar la Historia, aunque es frecuente para estigmatizar con trazo grueso. No obstante, el libro de Isenberg es apasionante y abre un debate interesante porque confronta dos modelos de entender la comunidad política: la libre y la de la ingeniería social.

El «otro» sueño americano

Por J. ORS

El sueño americano descansa en un mito fundacional: una tierra donde todos los hombres nacen iguales y todos tienen las mismas oportunidades para alcanzar el éxito. Triunfar o fracasar no depende nada más que de uno mismo y de los sacrificios que se esté dispuesto a realizar. La colonización del país, hecha a partir de emigrantes, refuerza esa creencia casi legendaria (para algunos utópica) en la igualdad de condiciones. Allí nadie quiere hablar de clases sociales, algo que es, por otro lado, prototípicamente europeo. Pero surge una brecha en este muro cuando se repara en la masa de hombres y mujeres blancos, pobres, apegados a la tierra y que muchas veces sobreviven en parques de caravanas. Los hemos visto en películas y series, forman parte del paisaje del Estados Unidos más profundo y en Norteamérica los conocen como «White Trash», basura blanca. Están identificados con la masa de votantes de Trump, gente antes olvidada que defiende la segregación racial, el derecho a las armas y presentan un grave déficit cultural. A su espalda arrastran calificativos como «Redneck» (paleto) o «Hillibilly» (pueblerino). Pero su mera existencia supone una grieta en los cimientos de los ideales americanos. Esto es lo que sostiene la historiadora Nancy Isenberg en un interesante, trabajado, minucioso volumen (y quizá muy necesario) que trata de responder a una interrogante: ¿cómo la nación de las oportunidades justifica a la «basura blanca»? La autora se remonta hasta el siglo XVIII y a la herencia de Gran Bretaña para encontrar su origen y ofrecernos su perfil identitario, que muda a lo largo de la historia. Muestra su vinculación con la política y las que las administraciones han aplicado hacia ellos. Pero también narra su ascenso hacia lo alto y cómo se han logrado legitimar y convertirse en protagonistas, como demuestra la presencia de Donald Trump.

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