Crónica desde Londres: Los ‘tesoros’ escondidos en el fango del Támesis

Por El Periódico   ·  29.01.2023

Cuando Laura Maiklem baja al lecho del Támesis y rebusca en el fango, está realizando un viaje en el tiempo. La mareas le permiten adentrare en el enorme depósito arqueológico que son sus orillas y a las que ella acude en busca de ‘tesoros’. “Ningún otro río tiene un pasado de 2.000 años con gente viviendo en sus riberas, ningún otro tiene dos mareas al día, ningún otro en el mundo es así”, comenta durante la entrevista realizada por zoom.

Ella lleva 20 años ‘mudlarking’, rebuscando en el barro, un término que se remonta a finales del siglo XVIII. “Era lo que hacían las mujeres y los niños más pobres. Iban buscando desesperados algo de valor que pudieran usar o vender”. Aquella penosa tarea para sobrevivir se ha convertido en un hobby y una parte importante de su existencia. “Mi relación con el Támesis es muy personal. Hablo más con él que con muchos de mis amigos. Es feo, es gris, pero a mí me parece precioso. Incluso el estuario es único”. Maiklem es la autora del libro ‘Mudlarking. Historia y objetos perdidos en el río Támesis’ (Capitán Swing). La obra ha sido un bestseller en el Reino Unido y ya está en marcha un nuevo libro.

Anillos, cenizas y una calavera llamada Fred

En el Támesis hay millones de objetos, perdidos unos, arrojados voluntariamente al agua otros, material de derribo a veces reutilizado. Todos narran la historia de gente ordinaria. “Durante siglos, el río se ha utilizado como basurero en Londres. Ha tenido además una gran actividad desde que los romanos fundaron en él los puertos comerciales, que serían siglos después parte importante del comercio durante la época del Imperio”.

Maiklem posee piezas tan diversas como el fósil de un erizo con millones de años, tapones romanos, pipas de fumar isabelinas, cuellos de botella del siglo XVII, pedazos de cerámica china del siglo XIX, un anillo de plata, que a veces se cuelga del cuello. Cuenta como muchas de las cosas que acabaron en el agua hablan de amores despechados, cartas íntimas, fotografías, o la alianza de matrimonio grabada que devolvió a las aguas. “Para mí simbolizaba la tristeza de otro”. En alguna ocasión ha dado también con el paquete de las cenizas de un difunto, o con huesos de animales y seres humanos. En su colección hay una calavera a la que ha puesto el nombre de Fred.

El curso del río, al cruzar la ciudad, refleja a su modo las diferencias sociales. Desde Teddington hasta su estuario, el Támesis recorre 160 kilómetros de paisajes muy diferentes. Las aguas al oeste son tranquilas y el cauce está rodeado de árboles y verdes praderas en barrios idílicos como Richmond o Kew. En el estuario en cambio las aguas bajan rápidas y grises, llenas de barro, “territorio dickensiano”, comenta Maiklem, que añade: “cada tramo tiene su carácter”.

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Ella suele rebuscar en pleno corazón de la ciudad cerca de Blackfriars, Cannon Street, el del Milenio, o el puente de Londres. “Es en el centro de Londres donde hay más variedad de cosas, porque es donde la gente ha vivido y trabajado”. Zonas de antiguos muelles, almacenes, viviendas, embarcaderos desaparecidos, fabricas demolidas, que han dejado en el barro incontables rastros de lo otros tiempos.

 La zarpa del oso

En Bankside, el antiguo lugar de tabernas y burdeles en la época de Shakespeare, al lado de donde hoy se halla el nuevo teatro The Globe, Maiklem ha encontrado peniques de la era georgiana, un zapato de la misma época con hebilla y una gruesa moneda de cobre fechada en 1797 con el rostro de Jorge III. Otros buscadores han conseguido allí objetos tan diversos como un broche medieval, una moneda celta, un peine vikingo o la zarpa de un oso, recuerdo de cuando soltaban mastines especialmente entrados para atacar a osos encadenados a una estaca, a modo de cruel entretenimiento. 

 El trofeo más preciado de su colección es un zapato niño de la época Tudor. “El barro del Támesis es un conservante mágico. Es anaeróbico, carece de oxígeno, y eso protege madera, cuero, hierro y la tela”. Museos como el de Londres o el Británico están llenos de piezas halladas en el río. En este último se encuentra el escudo de Battersea, realizado en bronce entre el 350 y el 50 a.C.

 Entre los buscadores de tesoros hay dos categorías. Los cazadores, más agresivos, emplean detectores de metales y palas. Los recolectores como ella sólo se llevan lo que el río deja en la superficie, y no causan destrozos. Todos necesitan de un permiso. Los suyos son paseos solitarios, momentos para ver, oler y dejar atrás el resto del mundo. Pero lamenta una cosa. “Las futuras generaciones de rebuscadores sólo van a encontrar plástico”.

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