Berger se impuso la tarea más difícil, y la que más falta nos hace hoy: vivir con los ojos abiertos sin dejarse derrotar por el nihilismo. Ser testigo del mundo sin caer en el odio ni la desesperación
John Berger era un sabio, no un intelectual. Su temprana columna sobre arte para el New Statesman generó encendidas cartas de la crítica, comisarios e instituciones y una devoción eterna entre el resto de la población civil, que después aprendería a amar el arte gracias a sus Maneras de ver, la colección de ensayos que se convirtió en la serie televisiva de 1972. Su visión era humanista, callejera y política, inspirada por Walter Benjamin y por Marx. Y Maneras de ver era su contraprogramación al académico elitista Kenneth Clark, cuyo ensayo Civilización se había convertido también en una popular serie televisiva.
Para Berger, el arte era la llave de la iluminación, pero también del consuelo. Lo salvó de la desesperación en un internado brutal al que le mandaron de niño durante la guerra y, desde entonces, su misión fue compartir la gracia con los que la necesitaban más. Además de un visionario, Berger era y siempre fue marxista pero sin partido, dedicado a la causa con el fervor de un monje que no necesita iglesia ni congregación, solo la fuerza de una profunda fe interna. Pintor de vocación y de formación, en mitad de los años 50 cambió el pincel por la pluma porque “había demasiadas urgencias políticas para pasarme la vida pintando”. Tenía 30 años.
Su primera novela, Un pintor de nuestro tiempo, sobre la desaparición del exiliado húngaro Janos Lavin que vuelve a Budapest en 1956, fue retirada de circulación al mes de ser publicada por presiones de un grupo anticomunista patrocinado por la CIA y, al parecer, el poeta Stephen Spender. En cuanto pudo dejó Inglaterra para irse a vivir a Francia.
Pasó la mayor parte de su vida en Quincy, un pueblecito de la Alta Saboya francesa donde pensaba, escribía, dibujaba, pastoreaba y hablaba con su mujer, Beverly Bancroft, hasta su muerte en 2013. Al parecer, estuvo mucho en Betanzos. También estuvo en Mexico con el subcomandante Marcos, en Estambul con la disidencia turca y en Palestina contra la ocupación. Nunca le hizo falta estar en Londres, Nueva York o París para ser un pensador de su tiempo. Rodearse de jornaleros le servía mejor.
Era implacable en lo moral y generoso en lo humano, una secta de uno que despreció las jerarquías y el movimiento sísmico de las grandes masas. También fue riguroso: cuando cedió la mitad del premio Booker a las Panteras Negras para protestar contra las explotaciones que habían hecho rico al fundador Booker McConnell en el Caribe, todo el mundo se enfadó. “La derecha por darles la mitad del dinero –explicaba su alumno aventajado Geoff Dyer– y la izquierda por darles solo la mitad”.
Pero era un individualista capaz de contener multitudes. “Más de la mitad de las estrellas del universo son huérfanas, no pertenecen a constelación alguna y arrojan más luz que todas las estrellas de constelación”, decía en esta entrevista. La otra mitad del Booker la usó para financiar Un séptimo hombre, un largo reportaje a medias con el fotógrafo suizo Jean Mohr sobre la vida de los inmigrantes europeos después de la Segunda Guerra Mundial. El hermano europeo del Algodoneros de Walker Evans y James Agee.
Su compasión era infinita y legendaria. Con ella como guía se impuso la tarea más difícil, y la que más falta nos hace ahora mismo: vivir con los ojos abiertos sin dejarse derrotar por el nihilismo. Ser testigo del mundo sin caer en el odio ni la desesperación. Nuestra tarea y tributo es seguirlo como un faro en la densa oscuridad que nos ciega, para que nos salve del desprecio, la angustia y la desidia.
Dos cumpleaños y un funeral
A los libros que ya conocemos, una colección que incluye incluye novela, ensayo, cartas, dibujo, poema, retratos y reportaje periodístico y que hay que leer, releer, recomendar, regalar y recordar, se sumaron en los últimos meses varios títulos valiosos. Berger era de la escuela de Gerhard Richter, el otro gran genio de nuestro tiempo, y trabajaba todos los días, contra viento y marea, sin esperar a la musa, el buen tiempo o la revelación.
Acababa de publicar Portraits (retratos), un cuaderno de perfiles artísticos que empieza en las cuevas de Chauvet y acaba en la jovencísima artista palestina Randa Mdah, pasando por su querido Cy Twombly, al que consideraba un poeta-pintor y, por lo tanto, un hermano. Le siguió su complementario Landscapes (paisajes), un libro de encuentros con almas gemelas como Bertold Brecht, Walter Benjamin y Rosa Luxemburgo.
Paisajes salía el día de su 90 cumpleaños, el pasado cinco de noviembre, igual que A Jar of Wild Flowers: Essays in Celebration of John Berger , un libro de homenaje con tributos de sus amigos y colaboradores. Hablan de él y con él gente como Ali Smith, Sally Potter, Ram Rahman, Hsiao–Hung Pai o Julie Christie. Lo escribieron para su cumpleaños y ahora será el primer homenaje de su funeral. Habrá muchos. Y está su Cuaderno de Bento donde dibuja y escribe poseído por Spinoza, el filósofo favorito de Marx. No deja ninguna autobiografía. Probablemente, su última lección.
Autora del artículo: Marta Peirano
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