Nos pasa a todos. Es ver una bicicleta y… ufff, escalofríos recorriendo la espalda. Esa sonrisa tontorrona que se te pone, ese querer rozar con las yemas de tus dedos, ese embolingarse con las palabritas, ese qué ganas de quedarnos los dos solitos.
Sí, amigos, es que la bici provoca deseos de lo más primarios. Yo he visto de todo con el tema, desde antiguos crápulas que abandonan para siempre el ejercicio del canalleo «para no estar cansado mañana, tío, que hay salida con la grupeta», hasta parejas de mediana edad que han cesado temporalmente su convivencia porque una de las dos partes pasaba olímpicamente de la otra, reservando todo el fin de semana para esa amante con ruedas. Como escuchan, lo juro.
Pero yo les voy a contar una historia más cañera. Porque lo otro… en fin, todos tenemos algún caso cerca, y da hasta penuca, ay, qué penuca me da. Pero esto… En pocas palabras, hablemos de cómo la bici fue considerada, allá en la época victoriana, un peligrosísimo corruptor de la moralidad femenina. Como lo oyen.
A ver, advertencia. Todo esto lo narra divinamente Kate Lister en su (muy recomendable) libro Una curiosa historia del sexo (Capitán Swing, 2022). Allí, entre consoladores, sinónimos de la palabra «vagina» a cual más chisposo o recorridos cuchufleteros sobre la profilaxis poco eficiente encontramos todo esto de la bici y su erotización, además de algunas fotografías victorianas que muestran a mujeres de carnes regordetas montando máquinas bastante incómodas. A mí no me van estas filias, pero si alguno tiene el hábito de pecar quede advertido.
La cosa es que bicis y similares siempre han tenido papel potente en asuntos de paridad. Es casi lugar común la frase de Susan B. Anthony sobre el velocípedo, esa de “ha hecho más por la emancipación de la mujer que cualquier otra cosa en el mundo”. Bueno, mira, pues igual. Sobre dos ruedas las mozucas podían dar largos paseos, establecer vínculos sociales y, en fin, alcanzar arbustos lo suficientemente altos, lo suficientemente apartados, como para gozar de un sano desenfreno premarital (o postmarital, que aquí no pedimos papeles).
Ya únicamente eso… pues escándalo, porque las mujeres deben estar en la cocina, y no enseñar más que un leve tobillo, que ya con un tobillo vas que chutas, que un tobillo es alfa y omega de la sensualidad. Solo que había más cosas. Sí, esa que todos (y todas) ustedes piensan. El tema del sillín, la zona perianal, apoyos y etcéteras. Cuando la bicicleta comienza a popularizarse a fines del siglo XIX se desata un debate médico al respecto. Sumen al asunto que quienes antes pudieron disfrutar del suave y sicalíptico roce velocipédico fueron las clases más acomodadas (por aquello del coste), lo que resultaba un más aquelárrico, pues comprensible puede ser que arrieras y buhoneras disfruten de la vil carne, pero se nos complica el asunto cuando hablamos de finas Ladys con apellido compuesto.
Inciso necesario: según estudios de la Universidad de California las mujeres que practican regularmente ciclismo tienen «mejor funcionamiento sexual» (signifique eso lo que signifique) que quienes no hozan por sillines y manillares. Así que, si me permiten consejo… corran a comprar coulottes.
La llegada de féminas al mundo-bici fue bastante tardía. Causas técnicas, éticas y estéticas. O, dicho de otra forma, entre que las primeras máquinas eran artefactos potencialmente mortales con peligros evidentes, y que no estaban visualmente preparadas para faldas, enaguas y corpiños pues. Sucede que en la década de 1880 se inventa algo llamado «bicicleta de seguridad». Vamos, artilugio muy similar al que tenemos ahora entre las piernas (cuando montamos en bici, se entiende). Dos ruedas, neumáticos, frenos, alta maniobrabilidad, alta posibilidad de no morirte de la hostia si caes al suelo (no lo prueben en uno de esos biciclos con rueda delantera enorme, por favor).
Así que se multiplican las ciclistas mujeres y, con ello, el pecado. El pecado potencial, incluso el pecado lleno de involuntareidad, si quieren, pero el pecado. Vamos, que hay doctores (a quienes debemos imaginar con gafas muy gordas, o con monóculo, siempre carraspeando, gesto de sorpresa y constricción al ver cómo es una muchacha desnuda, no, qué he hecho, iré al Hades) preocupadetes por el tema este del sillín. El roce del sillín, el efecto de los baches sobre el sillín (había un montón de baches entonces, incluso adoquines, que es aun peor), la fina estimulación que puede nacer en el sillín. No solo por el tema del placer (que ya de por sí es inicuo, porque gozar con la coyunda y similar solo es propio de bestias salvajes, y debe ser objeto de discurso censor) sino, incluso, por el interior de las damas. Que son los hombres seres bien dotados por Natura para aguantar meneos (pese a apoyarse, en el acto ciclista, sobre sendas partes muy delicadas de su anatomía), pero las mujeres pueden acabar descoyuntadas en su interior. Y, ¿qué nos preocupa de las damas en aquellos años sino su interior? Su interior reproductivo, se entiende, que sentimientos y pe(n)sares son cosas de rojos, seguramente… Ya lo dijo el periódico South Wales Echo en 1897… “la bicicleta fue inventada por los hombres y sigue siendo un vehículo masculino”, las mujeres “deberían tener cuidado con los peligros del ciclismo”.
(Años más tarde, y como para insistir en la idea de que la bici es para mozos fuertes, Luis Puig le dijo a Federico Martín Bahamontes que “si te pones los pantalones largos” tras haber abandonado un Tour de Francia “el pecho se te habrá hinchado y tendrás leche en las mamarias”. Leche en las mamarias, ojo. Cuidado con Luis Puig, buen franquista y mejor escritor de novela erótica).
Pero, decíamos, ¿qué peligros? Pues todos. Todos, porque quien pecados sueña, potencialmente pecaminoso ve el mundo. Se decía que entre la bici y el no llevar corsé (habrase visto, no llevar corsé) las muchachas podían sufrir sacudidas en sus partes reproductoras hasta, en casos extremos, soltarse. En Norteamérica se contempla con preocupación ese demonio con manillar que ataca a los «órganos matrimoniales» de las jóvenes incautas. Observen la, poco sutil, expresión de «órganos matrimoniales», y saquen conclusiones sobre importancias y prioridad. El St. Louis Medical Review señala, año 1895, que esa ocupación «extremadamente poco elegante e indecorosa» (y dicen esto sin haberme visto a mí con maillot) podía provocar «inflamación ovárica, sangrado del riñón o el útero, desplazamiento y aborto». El Iowa State Register va más allá, afirmando que la bici lograba «suprimir o volver irregular y terriblemente dolorosa la menstruación, y quizá sembrar la semilla de futuras dolencias». Ese «quizá» es tranquilizador, al menos. Y The Cincinnati Lancet-Clinic se mostraba a favor del ciclismo, pero expresa dudas sobre el sillín, al que denomina, muy feamente, «agente friccional».
Y es que aquí está el meollo, colegas. Lo otro, lo de la salud… bueno, pues asumible. Llevamos medio siglo ciscándonos las costillas de núbiles y damas, así que no vamos a ir ahora de paladines físicos. Pero el agente friccional… ay, el agente friccional, eso sí que no. Fricciones las justas, y siempre dentro del matrimonio, no vaya usted, joven súcubo, a pasarse un rato agradable sin mi consentimiento.,
Porque, en fin, todos esos problemas, las hinchazones, los desprendimientos, las enfermedades por venir, todos, absolutamente todos eran provocados por ansiedad sublimada en materia erótica. Vamos, que otra vez los sillines. Que te dan cosquillas, los sillines, y ya pierdes el oremus. Una revista canadiense, la Dominion Medical Monthly, llega a afirmar muy ufana, allá por 1896, que «el consenso está aumentando masivamente día a día: montar en bicicleta provoca en la mujer un orgasmo diferente». Al menos hablan de orgasmo, oiga, pero es que se busca lo que se busca. Y eso acarrea problemas. Problemas gordísimos, porque, decíamos, el pecadillo de Onán tiene connotaciones maléficas, satánicas, antinatura. Ese mismo año el Canadian Medical Practioner afirmaba que «comparadas con Canadá, o al menos con Toronto, Sodoma y Gomorra serían puras como los refugios del ejército de Salvación. Parece ser que el ciclismo, que tanto aporta a la salud, la belleza y el encanto de nuestras mujeres, es en Canadá, o por lo menos en Toronto, un medio para gratificar un deseo impío y bestial».
En fin, si ustedes no están deseando salir a dar una vueltita en bici, yo ya no sé.
Ah, que les parece poco. Poco peligro, pocos perjuicios, poco «mira, tú verás, pero la bici es mala, malísima». Pues, oigan, que se les queda cara de tonto. De tonta, en este caso. Sí, sí, como lo oyen, cara de tonta. Hay algunos (y algunas) que la traen de serie, pero es que el ciclismo te va deformando faz hasta transformarte en candidato perfecto para realitys y similares. Lo llamaban «cara de bicicleta», era una enfermedad que afectaba a ambos sexos pero resultaba más enojosa en las mujeres (en fin… ¿qué otra cosa sino un bonito cutis tienen ellas para ofrecer?) y resultaba estremecedora. En 1897 el doctor Shadwell describía esas caras como «rostros rígidos, ojos fijos hacia delante, una expresión ya sea de angustia o de irascibilidad o, en el mejor de los casos, pétrea». Vamos, lo que he visto yo muchas veces arriba de los puertos, tampoco es para volverse locos. Nadie se tomaba muy en serio estos rolletes (no las caras, sino que dicha expresión quedase fija para siempre en los rasgos de quien andaba en bici), pero, por si acaso, el Harper´s Magazine recomendaba en 1897 a las mujeres que masticasen chicle mientras pedaleaban, porque eso «mantiene la cara en movimiento y previene esa expresión de ansiedad que los médicos dicen que puede evolucionar hasta ser parte esencial de las características de la dama ciclista». Ay, las damas ciclistas, todo en su contra.
No vayan a pensarse que semejantes arrebatos de sicalipsis sobre ruedas ocurrían únicamente en las Islas Británicas y sus antiguas colonias. No, no, qué va. En los años veinte del siglo anterior hasta veinticinco chiflados se presentaron a la salida en una de las primeras carreras de siempre por Colombia. Bogotá, especificamos. Uno de ellos, el italiano Carlo Pastore, mantuvo en vilo a los comisarios al extraviarse en mitad de esa carretera asesina, despiadada, que une las capitales de Cundinamarca y Boyacá. La misma que va por bosques, la que se adentra en los más profundos vericuetos de un océano verde y marrón y gris. ¿Qué le habrá pasado al transalpino? No tendremos que lamentar otra muerte, ¿verdad? Ese mismo recorrido cargaba ya con dos víctimas ciclistas en el pasado, así que pilló fama fea. Hasta que lo hallan. Está en una cuneta, escondido, posición horizontal. Pero sano y salvo. Y con cara de satisfacción, por demás, desnudo junto a una bonita campesina, también desprovista de toda ropa. Ambos sonríen, azorados. Beso de despedida, el ciclista se vuelve a vestir, retoma su bicicleta, deja atrás al amor fugaz. Acabará octavo, lo que, después de lo ocurrido, es a todas luces un gran puesto.
Apenas una anécdota, ya ven.
¿Existe solución para semejante escándalo? Porque a mí, querido escritor golferas, me encanta montar en bici, pero soy casta, pura, pía, no quiero caer en esa espiral de impulsos y provocaciones que solamente conduce a la cárcel, el reformatorio o los retozares sin anillo. Pues bien, querida ficticia, está usted de suerte, porque podemos mitigar los efectos sicalípticos que sobre su cuerpo ejerce el velocípedo. Desde sillines con agujero para aliviar el frotis-frotis, hasta bicis que llevan rejilla externa, hurtando así al obseso la visión de unos tobillos carnosos y apetecibles. O lo que coño fuesen los tobillos a fines del XIX, a mí no me miren…
Ya ven, así estaban las cosas hace un siglo. Y más historietas que podría contarles, solo que ahora no me da tiempo.
Me han entrado unas ganas loquísimas de salir a andar en bici…
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