¿Cuál era el sentido de una vida que solo consistía en dolor? Se preguntó, en un momento de especial desesperación, Masaji Ishikawa (Kawasaki, Japón, 1947) ante la perspectiva de jugarse la vida para intentar escapar de Corea del Norte. Allí había llegado con su familia en 1960, arrastrados por un padre violento y alcoholizado que no tenía nada mejor que creer en el “paraíso en la tierra” que estaba construyendo Kim Il-sung. Ishikawa pasó del escalón más bajo de la sociedad nipona como hijo de coreano y japonesa, del hambre y la violencia del Japón de la posguerra, de las mafias y el racismo, a ser un “bastardo japonés”, un “hostil”, el último escalafón en el régimen más represivo del mundo. Una paradoja que relata en Un río en la oscuridad (Capitán Swing, traducción de Esther Cruz), un libro escrito desde algún lugar de Japón en el que Ishikawa permanece escondido e inaccesible desde que se dio cuenta de que la pesadilla no terminaba con la huida, desde que supo que sus dos hijos y su hermana habían muerto de hambre en 1997, poco después de su marcha, desde que empezó a organizar la huida de la hermana que le quedaba en el infierno comunista, operación que se realizó con éxito en 2004. Ishikawa sabe que el régimen ha secuestrado a japoneses y coreanos que luego han caído en el olvido, que ha devuelto a Corea del Norte a algunos huidos, a veces en connivencia con las autoridades chinas, porque para ellos escapar es alta traición y se castiga con la muerte.
El autor avisa de que ha tenido que usar nombres falsos y eliminar detalles para no poner en peligro su vida y la de los suyos, pero el relato no se resiente en ningún momento y el testimonio directo mantiene intacto todo su poder.
En 1960 la familia de Ishikawa formó parte de un movimiento único en la historia por el que decenas de miles de personas emigraron de un país capitalista a una dictadura comunista. La fe en el socialismo de algunos y la desesperación ante las condiciones en las que vivían en Japón les empujaron a ello. Todos se dieron cuenta enseguida del error. El suicidio, el confinamiento en campos de trabajo o la simple muerte por inanición fue el destino de la mayoría. Un río en la oscuridad no es solo la historia de la huida, que abre y cierra el libro, sino el relato de la lucha interna de un chico de 13 años contra la maquinaria totalitaria, del valor de los lazos familiares en las peores condiciones. Ishikawa sabe que “cuando te ves metido en un sistema de locos ideado por lunáticos peligrosos, haces lo que te dicen y punto”, pero busca sus pequeños espacios de libertad, de dignidad.
Como otros libros similares (quizás el más notable sea Dear Leader, de Jang Jin- Sung, aunque esté contado desde la perspectiva de alguien que pertenecía a la élite del régimen) aquí el rosario de barbaridades de la familia Kim está bien ilustrado en las peripecias de Ishikawa, en la muerte de su madre, exhausta a los 46 años, y en algunos detalles tremendos. En 1970 el protagonista lloró de alegría cuando le dieron unos pantalones de trabajo. Era su primera prenda nueva en 10 años. En los 90, en medio de las hambrunas que costaron la vida a cientos de miles de personas, el lema impuesto por todas partes era: “Si comes y sobrevives, sin duda venceremos”. Los crímenes de un sistema que controla cada parcela de la vida de sus súbditos lo invaden todo. Ishikawa describe la pequeña miseria moral, la ruindad, la corrupción de unos seres humanos que, siempre al borde de la muerte, convierten al otro en enemigo, lo delatan, lo agreden, le roban. Y lo cuenta desde dentro, como parte de esa degeneración generalizada, que le deja una honda huella aun fuera del infierno.
Al llegar a Japón recuperó el idioma, se fascinó con las luces que lo llenaban todo –él venía de un país que vive a oscuras–, con la libertad de movimientos. Pero experimentó, también la discriminación, la culpa del superviviente, la desesperanza de quien lo ha dejado todo para salvar a los suyos y no ha podido. Ishikawa rememora así sus reflexiones ante la huida inminente: “En cualquier caso, ¿qué diferencia hay? Si me quedo en Corea del Norte, moriré de hambre. Tan sencillo como eso. Al menos de este modo tengo una posibilidad de conseguirlo, de poder rescatar a mi familia. Mis hijos han sido siempre mi razón para vivir. Muerto no les sirvo de nada. Y aun así no puedo creer lo que estoy a punto de hacer”. Y, sin embargo, lo hizo. Y su testimonio es la mejor manera de demostrar que, a pesar de todo, sirvió para algo.
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