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Congelado, ciego y perseguido por los nazis: la dramática hazaña de Jan Baalsrud

Por El Confidencial   ·  03.10.2018

La misión fue concienzudamente preparada, los objetivos eran precisos, los efectivos habían sido entrenados y, en su condición de noruegos expatriados que regresaban a su país para sabotear a sus odiados ocupantes nazis, su predisposición no podía ser mejor. Los doce hombres desembarcaron de incógnito en la helada costa ártica escandinava tras una breve travesía dede las inglesas islas Sheetland en un barco pesquero pero, pese a tan minuciosa preparación, un día después el plan había sido desbaratado y todos los soldados estaban muertos. Todos menos uno. Su nombre era Jan Baalsrud. Su increíble historia la narra un clásico ya de la historia militar de la Segunda Guerra Mundial que ahora llega a las librerías españolas publicado por Capitán Swing: ‘Nosotros morimos solos’, de David Howarth (Londres, 1912 – Chichester, 1991).

Howarth fue un personaje peculiar. Oficial naval, constructor de barcos, corresponsal de guerra, historiador y escritor apasionado y apasionante. También era el segundo al mando en la base de las Sheetland aquel 29 de marzo de 1943 en que aquellos doce valientes noruegos a la órdenes del ejército de su Majestad regresaron a su país para enseñar a sus paisanos a matar alemanes. Ocho de los doce formaban parte de la tripulación y los cuatro restantes eran soldados entrenados en la guerra de guerrillas. Transportaban en la bodega del barco ocho toneladas de explosivos y, además de la pedagogía guerrillera, su objetivo a medio plazo era hacer saltar por los aires la gran base aérea de Bardufoss tras el verano. Escribe el autor: “Eran hombres fuertes y sanos y estaban eufóricos por la inminencia del peligro y convencidos de que serían capaces de cuidar de sí mismos, deparara lo que deparase el amanecer“.

Pero una confusión con un nombre, un tendero miedoso y una delación lo echaron todo a perder. Los alemanes atacaron el pesquero, ellos saltaron al agua bajo el fragor de las ametralladoras y, aunque increíblemente cuatro recorrieron 60 metros a nado hasta una isla cercana sin dejar de ser tiroteados un momento y llegaron a tierra, uno a uno, fueron cayendo. Jan Baalsrud escapó a tiros escalando un barranco de resplandeciente nieve. Increíblemente sólo le había alcanzado una bala volándole el pulgar del pie derecho pero, como se le había congelado ya, ni sangraba ni le dolía. Echó una última mirada al fiordo desde lo alto del promontorio desde donde se veían los cuerpos de sus compañeros y alemanes por todas partes. Después se dio la vuelta y echó a correr.

La persecución

¿Pero correr a dónde? “Si Jan se hubiera parado a pensar, le habría parecido que todo era inútil. Estaba solo, vestido de uniforme, en una pequeña isla pelada, perseguido por unos cincuenta alemanes. Al caminar por la nieve, dejaba un profundo rastro que cualquiera podía seguir. Tenía la ropa empapada y llevaba un pie descalzo que estaba herido y empezaba a congelarse. La isla estaba separada del continente por dos estrechos, ambos de varios kilómetros de ancho y patrullados por el enemigo, y todo su dinero y sus documentos habían saltado por los aires en el barco”. Sin pensar, impulsado por el puro instinto de supervivencia logró llegar hasta la orilla y esconderse en una roca hasta la noche. Entonces se dio cuenta de que si seguía allí acabaían encontrándole, observó una cabaña solitaria en otra isla a unos doscientos metros de distancia y se sumergió en la oscuridad en las gélidas aguas.

Jan había perdido a sus compañeros y podía perder la vida en cualquier momento por culpa del chivatazo de un medroso compatriota. Pero fue el primero y el último. A partir de ese momento todos los noruegos con los que se topó le acogieron, curaron, protegieron y transportaron jugándose la vida y la de sus familias. Primero en aquella cabaña solitaria a donde emergió medio muerto del mar. Y luego en sucesivas casas, graneros, granjas… Ya en el continente vivió su peor momento cuando, con los nazis pisándole una vez más los talones, le sorprendió un alud en un glaciar alpino y anduvo tres días dando tumbos en mitad de una aterradora tormenta de nieve, ciego, sabiendo que si paraba sólo un instante moriría.

Los meses que siguieron Jan se enfrentó a la gangrena, a las ventiscas y a las temibles montañas. Marius y los vecinos de la inhóspita región de Mandall fueron sus principal benefactores, le acogieron primero y después lograron llevarle hasta la frontera con Suecia en una serie de imposibles proezas montañeras. La dramática hazaña de aquel superviviente inédito queda en los anales de las historias de huidas y ha sido llevada al cine recientemente en el film ‘The 12 th Man’. Jan Balsruud murió en Tenerife en 1987, isla canaria a la que se había mudado veinte años antes. Cada año una marcha en Troms recrea su escapada en el mes de julio a lo largo de nueve días.

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