Tras 11 años tomando cada vez más pastillas, el periodista británico Johann Hari recayó en el agujero negro. Algo que le empujó a investigar las causas de fondo de la depresión y la ansiedad, y a escribir ‘Conexiones perdidas’, un libro que mezcla crónica periodística, investigación científica, análisis sociológico y ensayo de autoexploración. Su crítica a la medicación es clara y su análisis apunta como causas a nuestras desconexiones: Desconexión de un trabajo con sentido, desconexión de las otras personas, desconexión de valores significativos, desconexión del mundo natural, desconexión de un futuro esperanzador o seguro.
Es conocido el aumento exponencial de consumo de ansiolíticos y antidepresivos. Yo mismo lo he vivido de cerca, porque mi padre, farmacéutico, ha ido comentando en casa durante años la rareza que suponía para mi abuelo, también farmacéutico y en la misma botica, dispensar estos medicamentos, y lo crecientemente habitual que iba siendo para él. Es una realidad que estamos rodeados de psicotrópicos, y de gente que acude a ellos, bien regularmente, bien ocasionalmente. Y si acudimos a ellos es porque los necesitamos, o porque creemos necesitarlos porque así nos lo han dicho los profesionales o nuestro entorno más cercano. Esto es: si hay más consumo, es porque hay más personas deprimidas y ansiosas.
Y es inevitable que surja la pregunta de a qué se debe este aumento tan llamativo. No hay una única causa, claro está, y los expertos hablan siempre del componente psicológico, del sociológico y del biológico. Pero es cierto que la explicación fisiológica primó durante demasiados años, un relato que establecía que algo no marchaba bien en tu cerebro y que necesitabas un reparador en forma de medicamento, como si tomaras un analgésico para el dolor de muelas. Es lo que ocurrió con el famoso Prozac, al que pronto seguirían otros más refinados y efectivos. Si la tristeza y el desasosiego cotidiano se sobrellevan mejor con una pastilla, ¿por qué no consumirla?
El problema es que este enfoque ha tendido a dejar fuera los componentes psicológicos y sociales de la depresión y la ansiedad, y por eso la tasa de efectividad a largo plazo es tan baja. La mayoría de las personas depresivas recae al cabo del tiempo y tras dejar la medicación, o sin dejarla. Y ese fue el caso del periodista británico Johann Hari (Glasgow, 1979), que tras 11 años tomando pastillas en dosis cada vez mayores, recayó. Algo que le empujó a investigar las causas de fondo de la depresión y la ansiedad. El resultado es Conexiones perdidas (Capitán Swing), un libro que mezcla crónica periodística, investigación científica, análisis sociológico y ensayo de autoexploración. El título es elocuente, y colinda con el estilo de autoayuda en el que a veces el libro cae en la tercera parte: Causas reales y soluciones inesperadas para la depresión. Su crítica a la medicación es clara: «Hemos sufrido una desinformación sistemática acerca de lo que son la depresión y la ansiedad».
«Vivís en Matrix»
Tiendo a ser bastante comprensivo con las soluciones que cada uno se busca para salir adelante. A algunos les resultará suficiente ir a correr para descargar la ansiedad de la vida, que Freud ya dijo que no era otra cosa que una lucha permanente contra la depresión. Otros quizá salgan adelante con ese exoesqueleto que es la cultura, leyendo a los estoicos o saliendo los fines de semana. Y los habrá a los que, en buena hora, una pastilla de antidepresivo o de ansiolítico le salvó de una existencia insoportable. También los hay que la superan tras haber sufrido mucho un mal que, igual que llegó, se fue tras mucho esfuerzo de introspección y autoanálisis, como cuenta el novelista William Styron en el impactante y breve Esa visible oscuridad (Capitán Swing).
Nadie que no fuera un profesional debería meterse en un terreno tan delicado, en la forma en que conseguimos tirar adelante. Es lo que defiende Luisgé Martín en un ensayo que comentamos aquí no hace mucho: si te funciona, adelante, aunque los críticos hablen de que vives en Matrix, en la inautenticidad o el engaño provisional. Los paraísos artificiales siguen siendo paraísos al lado de cualquier depresión. Y tampoco Hari niega que, a quien le sirva, deba seguir usando las pastillas. «Supone una estupidez negar que existe un componente biológico en la depresión y la ansiedad (y puede que haya otros factores biológicos pendientes de ser descubiertos), pero no lo es menos asegurar que son las únicas causas», escribe. Su denuncia y su intención es otra. Por un lado, poner sobre la mesa los números reales de la efectividad de dichos medicamentos –mucho menor de la que la industria farmacéutica afirma– y, después, ofrecer una explicación más detallada de las causas psicológicas y sociales de la depresión y la ansiedad. Causas que encontró –previsiblemente, por otro lado– «en el mundo y en el modo en que vivimos en él».
Desconexiones que nos llevan a sentirnos perdidos
Desconexión de un trabajo con sentido, desconexión de las otras personas, desconexión de valores significativos, desconexión de los traumas de la infancia, desconexión del estatus y el respeto, desconexión del mundo natural, desconexión de un futuro esperanzador o seguro. Su diagnóstico es que hemos perdido esta serie de conexiones, sin las que nos encontramos perdidos. Estamos más influidos por nuestra evolución biológica y social de lo que el relato individualista –o ilustrado y racionalista– nos ha hecho creer, y al vivir en esa contradicción, enfermamos. No es algo demasiado original, porque en sus tesis hay muchos trazos del discurso histórico ecologista, de la izquierda comunitarista e incluso de movimientos reaccionarios y ultraconservadores como los amish, una de cuyas comunidades visita para escribir este libro.
La virtud de Conexiones perdidas es aglutinar estas causas dispersas, enlazarlas con la investigación científica más reciente, así como sostenerla con los últimos hallazgos de la psicología social. Es fácil que estas desconexiones que Hari encuentra caigan en un anticapitalismo algo vago y previsible, pero no sucede en este libro, en la medida en que las pone ante el espejo, no de la especulación impresionista, sino de las verdades demostradas. El psicólogo social Jonathan Haidt, que no es ningún antisistema, llegó a conclusiones muy similares en La mente de los justos (Deusto), que tuve el placer de traducir, donde se refiere en muchos casos a los mismos autores a los que cita aquí Hari.
¿Por qué, entonces, persistimos en la medicalización de la depresión y la ansiedad? Para Hari y otros muchos, hay intereses económicos detrás. No sólo de las farmacéuticas, sino en general del sistema: si se admitiera la responsabilidad del funcionamiento básico de las cosas en una explosión tan llamativa de depresiones y ansiedad, la deslegitimación sería absoluta. De ahí que el problema se derive a una cuestión interior y mecanicista, y no al sistema, a las relaciones laborales o a la creciente incertidumbre vital.
Tiendo a creer poco o nada en conspiraciones. Creo, como el villano en el final de la segunda parte de El Crack 2 de Garci, al que daba vida Arturo Fernández, que el mal no necesita de jerarquías tan precisas, y que las cosas ocurren por razones más prosaicas. Seguramente, a mucha gente le alivian los antidepresivos, aunque sea por efecto placebo, y no está dispuesta a cambiar de tratamiento. Como aquella ama de casa del número de Martes y 13 al que un desesperado reportero no conseguía hacerle cambiar 2 botes de detergente por 3 de la misma marca. «Es lo mismo, pero no es igual», le respondía ella cansada tras negarse varias veces a una permuta en la que, objetivamente, salía ganando. Además, la depresión por falta de sentido no deja de ser una derivada lógica del conocimiento científico, que igualmente ha crecido de forma exponencial. Ya decía Ciorán que «la lucidez es al alma lo que un dolor de muelas al cuerpo». Y en términos grupales, esa lucidez del avance científico y del conocimiento, también tiene un precio.
Sin embargo, Hari apunta algunos hechos bastante perturbadores, y que inevitablemente debían tener consecuencias. «Hacemos menos cosas juntos que todas las generaciones de humanos que nos precedieron. […] Las estructuras que garantizaban que nos cuidáramos los unos a los otros –desde la familia al vecindario– se derrumbaron», escribe al hablar del deterioro evidente de los vínculos afectivos y comunitarios. «Igual que la abeja sufre el mayor de los colapsos si pierde su colmena, un humano sufre el mayor de los colapsos si pierde la conexión con el grupo», apunta. Una conclusión que entra en contradicción con muchos supuestos que damos por asumidos, pero cuya realización política también condujo a escenarios todavía peores. «¿Estamos, me preguntaba, frente a un intercambio inevitable? ¿La ganancia en individualidad y derechos debilita por defecto a la comunidad y al sentido?» Su respuesta es que no.
La brecha entre la mente y el sistema
Más allá de matices, y de una tercera parte de conclusiones y ejemplos bastante floja y previsible en comparación con las dos primeras partes, el libro de Hari incomoda al mostrarnos la brecha enorme que hay en cómo nos organizamos como sociedad desde hace unas décadas, y el funcionamiento o el molde de nuestra mente, cuyo límite de adaptación y resiliencia está limitado por millones de años de evolución en un sentido más grupal y más necesitado de seguridad y certidumbre.
Quizá, al fin y al cabo, esta vuelta hipertrofiada del nacionalismo no sea ningún enigma científico, como a veces se le trata. Citando a un investigador social, cuenta Hari que «la pérdida del futuro era lo que disparaba los índices de suicidios». Porque «concebir un futuro positivo te protege. Si la vida te trata mal en el presente, puedes pensar ‘esto duele, pero pasará’. Ahora bien, si te arrebatan el futuro, el dolor puede antojársete eterno». Como tampoco puede extrañarnos bajo este prisma que la desigualdad esté detrás del malestar social que tantas perturbaciones políticas está creando: «En una sociedad marcadamente desigual, todos sus miembros se ven forzados a pensar mucho en su estatus. ¿Estoy manteniendo mi posición? ¿Quién me está amenazando? ¿Cuánto podría llegar a caer?».
Por último, y no tan paradójicamente, hemos necesitado la depresión y la ansiedad en nuestra evolución. Sólo sus formas extremas, más dolorosas y paralizantes son ajenas a nuestro recorrido hasta aquí. También en el arte y la creación supuso un motor, como recoge de forma transversal y erudita Xavier Roca-Ferrer en El mono ansioso (Arpa), cuyo elocuente subtítulo es: Biografía de la angustia, la melancolía, el hastío y la depresión. Busca responder una pregunta: ¿Qué sería de la cultura occidental si desaparecieran todas las obras que la melancolía ha inspirado? Aunque es inevitable pensar que el precio es, en muchas ocasiones, demasiado alto y doloroso.
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