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Condenado a pelear

Por El Correo  ·  07.05.2019

Mikey Walsh no es el verdadero nombre del autor de ‘El chico gitano’, un libro de memorias publicado por Capitán Swing en castellano una década después de su aparición en lengua inglesa, la original –sí, como la televisión se ha encargado de mostrar con un montón de ‘realities’, los gitanos también hablan inglés y sus comunidades, de romaníes o de nómadas irlandeses, se mueven por Gran Bretaña, Irlanda y EE UU desde hace tiempo–. Mikey Walsh es un pseudónimo necesario para poder narrar una infancia y una adolescencia que parecen sacadas de un título de Charles Dickens. O peor, porque había muchas cosas que Dickens ni insinuaba, o que está bien pensar que pertenecen a un pasado remoto.

Y Mikey Walsh nació en 1980, es decir, sigue siendo muy actual. Como en algunos cuentos de hadas, todo pintaba muy bien al principio: el niño lechón, que así se hacía referencia a él en su familia por lo grande que había sido al nacer, apuntaba maneras, podría llegar a ser ese luchador que se esperaba del primer varón de una saga de gitanos boxeadores –y de la realeza gitana– que se partían la cara con todo el mundo y siempre ganaban.

Pero el lechoncito no hablaba, no hacía ruido, no decía ‘aquí estoy yo’. No quería peleas y le encantaba disfrazarse con su hermana mayor, ponerse los tacones de su tía y jugar con los muñecos. Además, cantaba estupendamente, le flipaban las películas musicales (fan de ‘El mago de Oz’, como su madre), se hacía pis encima con las de miedo y cuando su padre empezó a obligarle a pegar puñetazos, a entrenarlo para ser el siguiente campeón de la familia, se meaba en la cama cada noche. 

Tenía cuatro, cinco, seis años, y tras cada golpe mal dado, tras cada vómito provocado por el dolor y el miedo, tras cada mirada de odio de su santo padre, se llevaba de paso una paliza por no ser el hombretón que se esperaba de él. Si su madre se ponía en medio, recibía una buena tunda. Tenía que pelear cada semana con su hermana, un año mayor, por un trofeo. Siempre se lo llevaba ella. Y la estrechísima relación que habían tenido en sus primeros años de vida se fue rompiendo.

El mundo de los payos

Cuando su tío paterno empezó a abusar de él, no hubo manera de que su padre le escuchara –solo muchos años más tarde, y ante otras denuncias de chavales, se decidió a encararse con él–. Cuando estuvo un tiempo yendo a la escuela y encontró un refugio en las letras, en los materiales escolares que le hablaban de lo grande que era el mundo fuera del campamento, lo cogieron y lo llevaron lejos. A trabajar. Ya era mayor, ya era un hombre, tenía diez, doce años.

A los doce se descubrió homosexual y se encerró aun más en sí mismo –hoy en día el autor sufre un trastorno de ansiedad social–. Eso, en los campamentos gitanos, era imposible. Su hermana le insultaba llamándole ‘maricón’ en la caravana o delante de todo el mundo, la gente se ponía en guardia. A veces parecía que conseguía hacer un amigo, dos, pero aquello nunca duraba mucho. Su abuelo paterno tenía una máxima –«Cría a tu hijo como un lobo y obtendrás un lobo»– que en su caso no se cumplió, y eso que su propio padre lo intentó durante toda su infancia.

Cuando tenía unos catorce años, descubrió el mundo de los payos. Hizo amigos en un entorno muy distinto al suyo, uno en el que a los chicos les podían decir ‘te quiero’ y abrazarlos si se sentían tristes. Y enseguida se fugó con un hombre una década mayor que él con el que vivió en la otra punta del país durante un tiempo. Pero las continuas amenazas a la familia y conocidos de ese hombre y las palizas que recibía en cuanto ponía un pie en su localidad natal terminaron pronto con la relación.

Mikey Walsh encontró personas que le dieron trabajo, le impulsaron a ser quien era, le animaron a estudiar. Leyó mucho y así aprendió a escribir. Estudió para actor. Ayudó a estudiar a otros que como él estaban en desventaja en la escuela. Tuvo, aunque durante mucho tiempo fuera en la distancia, el apoyo y el amor de su madre y hermanos, que le dijeron que hiciera con su vida lo que necesitara hacer. Aunque doliera. Porque la otra vida, la que habían proyectado para el niño lechón, también dolía y le hacía muy infeliz, así que…

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