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Con la llegada de los hijos la vida conyugal ya no es lo que era

Por Mamas &Papas EL PAÍS  ·  24.02.2024

Dice un chiste que la mayor dificultad de la crianza es la siguiente: no divorciarse.

Es verdad.

Cuando alguien nos gusta, y nos remueve el corazón, y nos cambia las vísceras de sitio, y no podemos pensar en otra cosa; no nos estamos fijando en su pericia para cambiar pañales. Lo que perseguimos, si somos lo suficientemente jóvenes, es hacer un road trip por la costa de Cádiz y acabar en cualquier cala mirando cómo el sol se hunde en el Atlántico. Tener sexo salvaje con una frecuencia superior a la media. Ir al cine y después a cenar a un sitio canallita (y posteriormente regresar al sexo salvaje). Nadie se imagina firmando una hipoteca ante el director de la sucursal cuando admira el fulgor de los ojos de su enamorado.

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Luego, con la llegada de las criaturas, la vida cotidiana en el nidito de amor se convierte en otra cosa, tomada por la logística de la reproducción de la especie. Uno no se acaba de creer en lo que se ha convertido la existencia y la responsabilidad aparece dando un bofetón, aunque el bebé sea adorabilísimo (y menos mal que lo es). El cansancio y la desesperación ante las interminables tareas tensionan la convivencia. Recuerdo el miedo y el agobio. No había espacio, ni tiempo, ni ganas para las bromas y las ternuras. Se iba disolviendo la magia. Nos convertíamos en muggles.

— Pon eso ahí.

— Hay que comprar tal.

— ¿Llamaste a aquel?

— Falta esto.

Es algo por lo que hay que pasar. No es infrecuente que las parejas se distancien o se rompan al poco de nacer la prole. No está mal separarse si la vida es insoportable. Yo, como crecí en una familia desestructurada y desdichada (todas las son a su manera), he preferido intentar una apacible familia tradicional. Lo que me ayuda cuando asoman los desencuentros es pensar que el problema no es la pareja: el problema es el desafío que se presenta, y que hay que aprender a gestionar. Creo que los conflictos derivados de la crianza se pueden solucionar con voluntad, negociación, comunicación y una organización racional que no deje demasiado al azar. Pragmatismo ante todo. Suena fácil, no lo es tanto. Pero es muy triste que la gente acabe fatal por cuestiones logísticas.

En su reciente libro Toda la rabia (Capitán Swing), la psicóloga Darcy Lockman (recientemente entrevistada en este periódico) incide en que las tareas de la crianza y el hogar siguen recayendo fundamentalmente en las mujeres, aunque ya todo el mundo sepa que es injusto, y, muy notoriamente, incluso en las más concienciadas parejas progresistas. Los papás pasamos más del tema, aunque seamos feministas de boquita. Lo veo mucho a mi alrededor, y lo veo mucho en mí mismo: trato de estar siempre alerta, no siempre lo consigo. Aun estando alerta, muchas veces me veo sobrepasado por inercias culturales muy arraigadas: son incontables las generaciones que funcionaron con ciertos roles de género y en eso nos hemos criado. Por otro lado, procesos biológicos como la gestación y la lactancia siempre serán más pesados para la madre. Y en ciertas etapas los pequeños son más demandantes con mamá. Es como si todo conspirase en una dirección. Por eso hay que estar al loro.

Algo que observé cuando nació la niña, aunque solo me di cuenta más tarde, es que Liliana adquirió un sentido arácnido que le hacía ver en 360 grados y alta definición en lo que a cuidados se refiere. La famosa carga mental. Yo andaba más despistado, como que no acaba de entender lo que era aquello.

— ¡Tienes que pensar de forma transversal!, me decía.

Ni siquiera me daba cuenta de que no me daba cuenta de muchas cosas. Las madres se sienten muy solas por ese motivo. Supongo que Liliana, que había gestado durante nueve meses y había parido, estaba mucho más en la realidad de las cosas que yo, que había echado una manita desde fuera, sorprendido por esa reluciente barriga que no paraba de crecer. Los padres aprendemos mucho más lentamente, y tiene que haber esa voluntad de aprender y entender la carga de la madre, lo que no siempre se da.

Los padres, además, tenemos la sensación de que si nosotros no nos preocupamos por alguna cosa, la madre siempre será la última red de seguridad. Siempre estará ahí. Así, las mamás viven con la enorme presión de saber que son la última salvaguarda para la supervivencia de los hijos. Después de mí, el caos. Curiosamente, la buena maternidad se da por hecho y pasa desapercibida. Si un padre mueve mínimamente un dedo por los hijos, es posible que sea considerado un héroe, como el troyano Héctor levantando a su niño hacia el cielo.

Un reparto lo más equitativo posible de las tareas es fundamental para el bienestar de la pareja. Creo que una corresponsabilidad perfecta al 50% es prácticamente imposible (la implicación física y emocional de las madres nunca podrá ser igualada), pero es una utopía que nos ayuda a caminar. Una buena idea es negociar ese reparto de tareas y dejarlo por escrito, hasta los últimos detalles (si se deja algo al azar es muy probable que lo acabe haciendo quien usted ya sabe): se genera una sensación de justicia, un documento al que apelar en caso de conflicto, y ayuda a organizar la cabeza de cada uno. Nosotros tenemos esas Tablas de la Ley colgadas en la nevera y, aunque los trasiegos de la vida hacen que no se cumplan a rajatabla, otorgan cierta estabilidad, como la Constitución Española.

(Es curioso: Darcy Lockman encontró que incluso en las parejas en las que se percibe el trabajo repartido con equidad, las mujeres suelen hacer dos tercios).

Para el bienestar familiar también es fundamental vaciar de vez en cuando la cabeza de las responsabilidades de la crianza, dejar huecos por los que respire la relación de pareja: somos padres, pero también somos otras cosas. Hubo un tiempo en el que nuestro afán era un road trip por la costa de Cádiz, el crepúsculo, la cena en un sitio canallita, el sexo asilvestrado. Ahora somos un equipo que tiene que engrasarse para sacar adelante a la guajina, en un blandito clima de amor. Para desatascar la cabeza, nosotros nos pusimos la regla de no hablar de esos asuntos (lo llamamos “despachar”) después de las doce de la mañana. Por supuesto, es imposible, y la conversación de marras, con sus pañales, sus horarios, sus plátanos, sus planificaciones alimenticias, siempre emerge como las burbujas en el agua:

— ¡Deja de despachar que son las tres y estamos comiendo!

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