A principios de la década de los dos mil, cada vez más estadounidenses —blancos, de clase media— se enganchaban a la heroína, una droga que el país creía ya ‘pasada de moda’ desde su pico de uso en los 70-80. Cuando el abuso de opiáceos y opioides, entre ellos la heroína, todavía no se había convertido en una epidemia (hoy día, mata a 130 personas diariamente), las policías locales de diferentes estados de EEUU hacían detenciones, pero de pequeño nivel. No conseguían encontrar un patrón, un gran ‘capo mafioso’ o un Pablo Escobar. Hasta que por fin saltó el detalle: «Todos vienen del mismo sitio. Un pueblo en México. Un ‘rancho’ en Xalisco, en Nayarit».
Este mensaje, de un agente de la Agencia Antidroga de EEUU (DEA) en Ohio, fue el desencadenante que llevó al periodista Sam Quinones, autor del libro ‘Tierra de sueños’ (publicado en español por Capitán Swing), a desenredar la madeja de la epidemia de consumo de opiáceos y muertes por sobredosis que ha diezmado a la clase media blanca del Estados Unidos profundo, hasta un pequeño ‘rancho’ en México. De allí venían los traficantes, correos y camellos que formaron una red que llegó a controlar la distribución de la ‘heroína de alquitrán negro’ en más de 20 estados de EEUU entre finales de la década de los noventa y 2012. Se los conocía como los ‘Muchachos de Xalisco’ (Xalisco Boys) y, según datos recopilados por las fuerzas del orden estadounidenses, llegaron a trabajar en al menos 41 células conocidas repartidas por la mitad del país.La sobredosis de opiáceos ya es la primera causa de muerte evitable en EEUUARGEMINO BARRO. NUEVA YORKCada día, más de 130 estadounidenses fallecen por este motivo, a pesar de lo cual la mayor parte de la sociedad del país lo sigue considerando un problema más o menos abstracto
Los ‘Muchachos’ se aprovecharon de la tormenta perfecta que empujó al país hasta la gran epidemia de abuso de opiáceos de la última década: los doctores expedían recetas de pastillas ‘painkillers’ (analgésicas) con derivados del opio a millones, subestimando las posibles adicciones; las grandes farmacéuticas llevaban a cabo agresivas campañas de ‘marketing’ para que los médicos recetaran su marca —su participación en la crisis de los opiáceos actual se está dirimiendo en los tribunales de EEUU—, y el público los tomaba como una solución fácil a un dolor impreciso. Y así, cada vez había más adictos. Y cuando se es adicto a los opiáceos pero por cualquier razón no se puede acceder a ellos, la heroína es el gran sustituto. Y los Muchachos de Xalisco estaban ahí para proveerla.
«Ellos no fueron los únicos en traficar con la heroína en Estados Unidos, pero fueron los primeros en reconocer y explotar la llegada de tantas pastillas contra el dolor —recetadas legalmente por doctores y expedidas en las farmacias— y ver que eso iba a crear un nuevo mercado nunca visto en la historia de la heroína. Ellos detectaron eso y tenían la estrategia adecuada para explotar este mercado emergente», explica Quinones en una entrevista con El Confidencial.
Los Muchachos de Xalisco traficaban un tipo de heroína distinta a la que se mercadeaba en los setenta. Era la conocida como ‘heroína de alquitrán negro’ (Chiva, en la jerga), una forma de heroína semiprocesada, menos filtrada y con impurezas que obstruyen las venas de los adictos cuando se inyectan. El tipo de víctima también era distinta de las de esa primera oleada de la plaga de heroína que azotó Estados Unidos, una población marginada y mayoritariamente negra. En esta ocasión, la mayoría de los adictos a los opiáceos y derivados son blancos y de clase media, tanto hombres como mujeres.
Este nuevo público requería una estrategia distinta: no eran los adictos los que tenían que salir a buscar su dosis, sino que los Muchachos acudían adonde necesitaban los adictos. «La solución que ofrecían los Muchachos de Xalisco era una llamada telefónica. ‘Me llamas a mí, vengo sin armas, misma cantidad, misma calidad y mismo precio, cada día…’. Eso resuelve el gran problema que enfrenta un adicto: dónde, cómo y a qué precio voy a obtener mi dosis diaria», detalla Quinones.
Además de un ‘teleoperador’ que atendía las llamadas de los consumidores desde un apartamento, cada célula contaba con varios conductores que recorrían la ciudad con pequeños globos de heroína en la boca para distribuir la droga a los heroinómanos. Una veintena escondida en el interior de las mejillas —«como ardillas», explicaba un policía— y una botella de agua a mano para tragárselas si fuera necesario. Cada cierto tiempo, los conductores cambiaban o regresaban a México para ser sustituidos por vecinos o conocidos del ‘rancho’. Controlaban, además, todos los eslabones de la cadena del tráfico de heroína en un sistema muy descentralizado y horizontal, casi familiar. No en vano, venían todos del mismo pueblo. «Muy parecido a cualquier franquicia, como, por ejemplo, Domino’s Pizza», compara Quinones. Cada célula o franquicia tenía un propietario en Xalisco (Nayarit, no confundir con Jalisco, estado del oeste mexicano) que le suministraba la heroína. Este propietario rara vez pisaba Estados Unidos y solo se comunicaba con el administrador local de la célula en Estados Unidos, que a su vez se entendía con el teleoperador. “Nayarit no tiene cartel. Su gente actúa como personas que lo hacen por su cuenta: microempresarios. Siempre buscan dónde hay más dinero, lugares en los que no haya competencia. Hay miles de pequeñas redes. Cualquier puede ser el jefe de una red”.
«Eran muy agresivos en su expansión, siempre estaban buscando nuevos mercados vírgenes. ‘Tenemos saturado Denver; mis primos ya tienen sus tienditas en Salt Lake City… Nos toca buscar otro sitio», relata el periodista. Para ello, incitaban a sus clientes con droga gratis para que les hablaran de otras zonas, otras ciudades donde expandir nuevas células. En un par de décadas, traficantes de un solo pequeño municipio tenían ya células en 22 estados de los 50 que componen Estados Unidos.
20 años desapercibidos
Los Muchachos de Xalisco lograron pasar desapercibidos durante casi 20 años, no solo del atento ojo de las fuerzas del orden sino de los propios grandes cárteles de la droga mexicanos y colombianos que luchaban por controlar el tráfico. ¿Cómo? La clave fue el tamaño: «Ellos traficaban cantidades pequeñísimas, un kilo, por ejemplo, mientras que a los grandes cárteles no les merece la pena, quieren traficar con 100 kilos. Aunque siempre había algún policía, en las ciudades donde actuaban, que lo sabía. El problema era convencer a sus jefes de que merecía la pena perseguirlos, porque estaban vendiendo en pequeñas cantidades… Y así lo habían diseñado los Muchachos de Xalisco», explica Quinones. El periodista, que entonces trabajaba para el diario ‘Los Angeles Times’ en el equipo de reporteros cubriendo sucesos y las guerras de los cárteles de la droga en México, llegó hasta los Muchachos tras escribir cientos de cartas a ‘camellos’ de la red detenidos y entrevistarse con policías locales, agentes de la DEA, familiares de las víctimas o exadictos.
«Parecían [para los policías] traficantes muy humildes, cuando en realidad eran una gran red».Tantos muertos como en Vietnam: cómo acabar con la epidemia que arrasa EEUUARGEMINO BARRO. NUEVA YORKAlgunas morgues no dan a basto, los ayuntamientos empapelan las calles con anuncios de primeros auxilios y las autoridades médicas discuten cómo vencer esta epidemia cada vez más agresiva
Otro elemento que los apartó del foco fue la ausencia de violencia. Los conductores nunca llevaban armas, a diferencia de otros cárteles mucho más sangrientos que llegaron después. Sin armas, no hay cuerpos. O al menos no tan rápidos ni tan obvios. No necesitaban las armas porque la competencia entre células no se podía resolver a punta de pistola: eran todos del mismo pueblo o, como se les conoce en México, un ‘rancho’ (asentamiento muy rural y empobrecido).
Aunque los policías con los que habló el periodista durante su investigación estaban sorprendidos por ese hecho, que consideraban casi anecdótico, para Quinones no resultó tan raro que gran parte de una misma localidad en México acabara dedicándose al negocio de la heroína. La clave se remonta décadas atrás, con el inicio de las oleadas migratorias de México a EEUU. «El impulso es el mismo, muy parecido a esos pueblos de emigrantes donde todos se especializan en, por ejemplo, paletas de helados. Solo que en lugar de trabajar en un restaurante o una fábrica, traficaban con heroína». Un vecino del lugar llega a EEUU, encuentra un negocio, empieza a ganar dinero y necesita más manos. ¿A quién llama? Al sobrino, al vecino, al conocido. Y así fue como los Muchachos de Xalisco entraron en el tráfico de heroína en EEUU al por menor. «No era gente mafiosa, no era gente que quisiera ser el próximo ‘Scarface’. Es gente que quiere ganar un poco de dinero, volver al pueblo, comprar un poco de tierra y convencer a una chica para que se case con él”, afirma.
El ocaso y los nuevos cárteles
El mundo de la heroína de los Muchachos de Xalisco ya ha cambiado de forma radical. Cuando los empresarios de la droga se percataron del creciente mercado de la heroína en Estados Unidos, la competencia comenzó a ser feroz y otros grupos de camellos abarrotaron los mercados que antes eran prácticamente para los Muchachos en exclusiva. Los grandes cárteles mexicanos, con su poder y su estructura, coparon el mercado tanto en EEUU como al otro lado de la frontera. Los Muchachos quedaron relegados a un muy pequeño plano en el submundo de la droga.
Pero el daño ya estaba hecho. Hoy día, las muertes por sobredosis de opiáceos son ya la primera causa de muerte evitable en Estados Unidos. Y la mayoría no muere por la heroína, sino por abuso de pastillas disponibles con receta. «Se expandió [el negocio del tráfico de heroína] por esta revolución en el EEUU de los noventa sobre cómo manejar el dolor: la idea aceptada de forma generalizada entre las autoridades médicas de que esas pastillas podían ser recetadas sin riesgo de adicción, aunque contenían drogas provenientes del opio. Las pastillas como solución a cualquier problema. Eso proveyó a los traficantes un nuevo mercado que jamás habrían podido imaginar: fue un regalo para los traficantes de heroína». Las cifras continúan: el número de sobredosis letales solo de opiáceos fue de casi 50.000 personas en 2017. Un 544% más que hace dos décadas.
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