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Cómo un grupo de científicos “mercantilizó” y sembró dudas sobre el calentamiento global

Por El Diario.es  ·  26.08.2018

Se publica por primera vez en castellano la obra de dos historiadores de la ciencia centrada en el boicot que desde hace décadas sufre la lucha contra el cambio climático

‘Mercaderes de la duda’ destapa de manera concisa y documentada cómo desde la Guerra Fría este grupo sirvió a los intereses de empresas privadas y gobiernos

Desinformación, campañas en medios de comunicación, contra-narración o confusión son algunas de las tácticas que relatan los autores Naomi Oreskes y Erik M. Conway

Con el Gobierno de Donald Trump en Estados Unidos, han vuelto a hacerse patentes en todo el mundo polémicas que ya parecían superadas. Otra vez los escépticos del cambio climático han visto vía libre para campar a sus anchas por un mundo que sufre cada vez más los efectos de un fenómeno que parecía innegable. ¿De dónde proceden estas líneas de opinión? ¿Tienen base científica? ¿Por qué comenzaron? Son muchos los interrogantes a los que da precisa respuesta el libro ‘Mercaderes de la duda’, publicado por primera vez en castellano gracias a la editorial Capitán Swing. En sus páginas, los historiadores de la ciencia Maomi Oreskes y Erik M. Conway destapan de manera concisa y documentada cómo desde la Guerra Fría, un grupo de científicos ha mercantilizado la “duda” sobre el calentamiento global.

Los autores realizan un recorrido desde aquellos años hasta hoy poniendo como principal ejemplo la figura de Ben Santer, el científico que más ha contribuido a demostrar los efectos de la acción humana sobre el calentamiento global, y quien ha sido “injustamente atacado” durante años. Esto se produjo después de que el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC en sus siglas en inglés) declarara en 1995 que el impacto sobre el clima ya era perceptible. En los ataques a Santer jugaron un papel fundamental un grupo de científicos cuyas tácticas se remontan a muchos atrás y que formaron parte del instituto norteamericano George C. Marshall: son Fred Singer, Fred Seitz, Robert Jastrow y William Nierenberg, entre otros.

Todos ellos trabajaron durante años de forma indirecta para empresas privadas, generando “desinformación” sobre las pruebas científicas que vinculaban el cáncer con el tabaco, que invalidaban la carrera armamentística, que probaban las consecuencias de un futuro invierno nuclear, que demostraban la lluvia ácida y que constataron el agujero de la capa de ozono.

Según los autores, este grupo de científicos había servido en niveles altos de la Administración estadounidense donde habían conocido a almirantes, congresistas, senadores y presidentes durante la Guerra Fría. Su objetivo fue claro: “Desacreditar toda la ciencia que no les gustaba”. “No desarrollaron prácticamente ninguna investigación científica original. Solo esparcieron confusión sobre muchos de los asuntos más importantes de nuestra época. Prácticas que continúan hoy en día en día: negar los hechos y mercantilizar la duda”.

Uno de los casos es el de Fred Seitz, quien había ayudado a construir la bomba atómica y fue el primero que participó en una investigación financiada por la industria del tabaco, en los años 70 del siglo pasado, buscando testigos expertos para demostrar que el vínculo entre cáncer y tabaco no estaba claro. La industria había comprendido que se podría generar “la impresión de que había debate” simplemente formulando preguntas independientemente de que se conociesen las respuestas, convirtiendo “el consenso conseguido en un furioso debate científico”. A ello contribuyeron periódicos y revistas, estableciendo vínculos con médicos, facultades de Medicina y autoridades de salud pública de todo el país, y buscando, mediante subvenciones, a expertos que ratificasen ese punto de vista. Seitz albergaba también un enorme agravio contra la comunidad científica que había dirigido anteriormente, ya que se hizo impopular por su apoyo a la guerra de Vietnam.

Esto fue solo el principio. En los siguientes años, diversos grupos e individuos empezaron a cuestionar la evidencia científica que amenazaba sus intereses comerciales. Utilizaron las mismas campañas y Seitz participó en varias de ellas con el Instituto George C. Marshall como cabecera. En este escenario jugó un papel importante la ideología, porque en los años 80 se encontró en ello otro filón para atacar al comunismo, que fue apoyar la Iniciativa de Defensa Estratégica de Ronald Reagan (conocida como Guerra de las Galaxias), consistente en la instalación de armas en el espacio para destruir los misiles balísticos que pudieran llegar a Estados Unidos. Esta medida era rechazada por la mayoría de los científicos por “inaplicable y desestabilizadora” pero una minoría utilizó el mismo método: se sembraron dudas sobre las valoraciones oficiales de los servicios secretos y se creó “un conjunto alternativo de hechos que con frecuencia no lo eran, para justificar el gasto militar”.

Entraron el juego el astrofísico Robert Jastrow y el padre de la bomba de hidrógeno Edward Teller, enfrentados a la CIA por infravalorar la amenaza soviética y muy combativos con las famosas teorías del astrónomo Carl Sagan, quien comenzó a alertar en su famoso programa ‘Cosmos’ sobre las consecuencias de “devastación” de las armas nucleares.

El ataque al Carl Sagan y el giro “derechista”

Las teorías de Sagan desembocaron en la alerta por el invierno nuclear: muerte por frío extremo debido a la congelación planetaria. Numerosos artículos se publicaron sobre tema, incluidos en la revista ‘Science’, del grupo de científicos liderados por Sagan. El hecho de hacerlo público generó una reacción mucho más vívida por parte de Seitz y sus colegas, defendiendo, otra vez, las teorías que sembraban dudas sobre el invierno nuclear y pidiendo a los medios de comunicación que “equilibraran” sus noticias. Llegaron a afirmar que esos riesgos no existían por falta notoria de integridad científica, acusándoles incluso de fraude y consiguieron iniciar un “giro derechista contra la ciencia”.

En paralelo a este debate saltó a la palestra la polémica lluvia ácida y con ello la misma fórmula: los que se oponían a la regulación de la contaminación industrial afirmarían que la ciencia era demasiado “imprecisa para justificar una actuación”. Los autores del libro señalan que este caso fue algo “aún más insólito” porque el debate era de décadas y se había demostrado su presencia en América del Norte, derivada, entre otras causas, de las emisiones de azufre y nitrógeno de los servicios eléctricos y los vehículos a motor, al mezclarse con la lluvia. El trabajo de los científicos “al servicio de las eléctricas” fue aquí el motor para sembrar la duda, sobre todo bajo la Administración de Ronald Reagan que dio “poder sin trabas” a la empresa privada. El valor “cero” que estos científicos otorgaban a la naturaleza también quedó patente. En realidad, combatían “cualquier teoría científica conservacionista” con el medio natural y “la prensa también entró al juego publicando parte de estas consignas e incluso supuestos artículos especializados pasados por científicos que en realidad eran de asesores empresariales”.

Llegaría después el momento de la contra-narración: “Negar la ciencia misma”. Y fue con motivo del agujero de la capa de ozono. Se inició una campaña de publicaciones en medios con afirmaciones anticientíficas, como echar la culpa a los volcanes, que se repitió hasta bien entrada de la década de los 90 cuando ya varios informes lo daban como fenómeno real y el agujero había sido detectado por los satélites.

El libro llega así a su clímax con el cambio climático. Según ‘National Geographic’ no fue hasta el 2004 cuando este fenómeno consiguió respeto. Muchos expertos consideraron que llegó tarde porque desde 1995 el IPCC ya había llegado a la conclusión de que las actividades humanas estaban afectando al clima global. Y sin embargo, muchos en Estados Unidos siguen siendo escépticos y no se ha actuado, “debido a la confusión creada por Nierenberg, Fred Seitz y Fred Singer”. Mantenían que se solucionaría con las migraciones y la adaptación a los nuevos climas y elaboraron informes que sirvieron a la Casa Blanca para contradecir el trabajo científico de organismos tan prestigiosos como la EPA (Agencia del Medio Ambiente) y al propio Panel de Expertos. Estas teorías no quedarían desechadas hasta 2007 pero quedó demostrado que “un pequeño grupo de individuos puede tener una influencia grande y negativa si están organizados, decididos y tienen acceso al poder”. Aún hoy perdura ese caldo del cultivo del escepticismo.

Durante todo el libro, los autores insisten en varias ocasiones en el papel de la prensa. Explican que muchos medios de comunicación dieron rienda suelta a estas teorías alegando que todas las posturas debían disponer del mismo espacio y tiempo. Consideran que esa idea tiene sentido en un sistema bipartidista, “pero no es válido para la ciencia, porque no depende de la opinión sino de las pruebas existentes”.

En sus conclusiones establecen que el calentamiento global es un grave problema y para resolverlo “debemos dejar de escuchar informaciones falsas”. “Necesitamos entender mejor todos qué es en realidad la ciencia y separarla de la basura. Los protagonistas de nuestra historia comercializaron la duda porque vieron que funciona, ya que tenemos una visión errónea de la ciencia. Pensamos que la ciencia proporciona certidumbre y si no es así. La ciencia solo proporciona pruebas y el consenso de los expertos”.

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