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Cómo ser nazi, rojo y amigo de los judíos

Por El Confidencial  ·  02.11.2013

Estamos ante un caso digno del Quién sabe dónde de Paco Lobatón. Cómo la periodista estadounidense Martha Gellhorn llegó a Alemania en 1945 y no logró encontrar nazi alguno. Hablamos de la asombrosa desaparición de todas y cada una de las personas que una vez apoyaron al régimen. Como si se los hubiese tragado la tierra. O dicho al revés: la fascinante multiplicación de los luchadores antifascistas, como en una extraña variación del milagro de los panes y los peces. Atentos:

“Nadie es un nazi. Nadie lo ha sido jamás… Nosotros siempre tuvimos fama de ser unos rojos. !Oh! ¿Los judíos? Bueno, en realidad por aquí no había muchos judíos. Tal vez dos, o quizás incluso seis. Se los llevaron. Durante seis semanas tuve escondido en mi casa a un judío. Yo oculté a un judío durante ocho semanas. (Yo oculté a un judío, él ocultó a un judío, todo Cristo ha escondido a judíos). No tenemos nada en contra de los judíos; siempre nos hemos llevado bien con ellos. Los nazis son unos canallas. Estábamos hasta las narices de ese gobierno. Ay, cómo hemos sufrido… Todos hablan así. Uno se pregunta cómo es posible que ese detestable gobierno nazi, al que nadie apoyaba, fuera capaz de mantener esta guerra durante cinco años y medio. Según lo que ellos nos cuentan, en Alemania ningún hombre, ninguna mujer y ningún niño vio con buenos ojos ni siquiera por un instante la guerra. Nos quedamos con una expresión de desconcierto y de desprecio en nuestros rostros y escuchamos esta historia sin benevolencia y ciertamente sin ningún respeto. Un pueblo entero que declina toda responsabilidad no constituye una visión edificante”.

Lo escribió Martha Gellhorn tras hablar con varios alemanes en su viaje a Renania, en abril de 1945. El texto de Gellhorn se incluye ahora en  Europa en ruinas, que la editorial Capitán Swing publicará en noviembre. Una antología de relatos de testigos oculares de la posguerra europea (1944-1948) recopilados por el ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger, premio Príncipe de Asturias de comunicación y humanidades en 2002.

El libro incluye un largo prólogo donde Enzensberger justifica con estas palabras el sentido histórico y político de una antología publicada originalmente en Alemania en 1990:  “Es difícil, y según pasan los años resulta aún más difícil hacerse una idea del estado de nuestro continente al final de la Segunda Guerra Mundial… Algunos viejos noticiarios muestran monótonas imágenes de ruinas; el sonido se compone de frases hueras; no proporcionan ninguna información sobre el estado anímico de los hombres y mujeres que caminan por aquellas ciudades arrasadas. La literatura de memorias posterior carece de credibilidad… En la visión retrospectiva se pierde precisamente aquello que aquí nos ocupa: la contemporaneidad del observador con aquello que ve. En consecuencia, las mejores fuentes serían los testimonios oculares de los coetáneos”.

 

Dice Enzensberber que en 1945 “no solo había quedado devastado el entorno físico, sino también la capacidad de percepción” de los europeos. Los textos de los afectados por la guerra no tenían validez histórica porque la conmoción nubló los análisis: “Toda Europa estaba como si le hubieran propinado un porrazo en la cabeza”, escribe. La falta de “juicios sobrios, análisis inteligentes y reportajes convincentes” en los periódicos y revistas de la época no sólo tuvo que ver con las “restricciones de las fuerzas de ocupación”, sino con la “autocensura interior” de los periodistas. Un ámbito en el que los escritores alemanes hicieron gala de una “gran maestría”:  “Los intelectuales se refugiaron en la abstracción, en lugar de constatar con sangre fría lo que había sucedido. En vano buscaremos los grandes reportajes”, dice. En cambio abundarán las “disquisiciones filosóficas sobre el tema de la culpa colectiva”, las “menciones a Goethe” y al “humanismo”. Conclusión: “Uno tiene la impresión de que ese idealismo desvaído es tan solo otra forma de inconsciencia “.

Al rescate de la memoria y el sentido llegaron los corresponsales extranjeros. “La mirada del outsider es la que nos proporciona la transmisión más segura. Las impresiones más lúcidas nos han llegado de la mano de los autores que siguieron a los ejércitos vencedores de los Aliados. Entre ellos destacan los mejores reporteros de América, periodistas como Janet Flanner y Martha Gellhorn y escritores como Edmund Wilson y Norman Lewis, que no tenían a menos trabajar para la prensa. Todos ellos se sitúan en la gran tradición anglosajona del reportaje literario… Esta mirada ajena es la que nos puede hacer comprender de la mejor de las maneras lo que entonces estaba sucediendo; porque no se atiene a las reglas gramaticales de la ideología, sino al detalle elocuente. Mientras las editoriales y los escritos polémicos de aquellos años nos parecen extrañamente anquilosados, estos testimonios oculares siguen desprendiendo frescura.”.

 

Periodismo sobre el terreno

Que Hans Magnus Enzensberger (Kautbeuren, 1929) es uno de los mejores ensayistas europeos del último medio siglo se ha dicho ya. Lo que quizás no se haya destacado suficiente es su buen ojo para la edición y la recopilación de testimonios históricos, como demostró en el magistral El corto verano de la anarquía (Anagrama, 1988), donde narró la vida de Buenaventura Durruti basándose exclusivamente en textos sacados de reportajes, discursos, octavillas, panfletos y entrevistas con testigos oculares. Enzensberger es un maestro del arte del copia y pega de la Historia y Europa en ruinas es un libro asombroso por muchos motivos. Entre otros, por el alucinante vigor de sus reportajes. Dos ejemplos:

“En un campo de concentración cercano a Nimega (Holanda) encerraron a 1.200 judíos. Los alemanes los deportaron a Polonia en vagones de carga… Esos 1.200 judíos, viejos y jóvenes, hombres, mujeres y niños fueron conducidos a un edificio en buen estado y les dijeron que allí podían tomar una ducha. Como hacía meses que vivían en la miseria y rodeados de inmundicia se alegraron mucho. Les ordenaron desnudarse y dejar sus ropas, sobre todo los zapatos, fuera del cuarto de las duchas. A través de ranuras que parecían rejillas de ventilación los alemanes bombearon lo que ellos llamaban ‘gas azul’ en aquel baño pulcro y cubierto de blancos azulejos. Al parecer, ese gas produce un mayor efecto en los cuerpos húmedos y desnudos. En un par de minutos 1.200 seres humanos habían muerto, pero antes el guardián de las SS les había oído gritar y les había visto morir con sufrimientos atroces que nosotros nunca tendremos ocasión de experimentar. Después clasificaron cuidadosamente todos los zapatos y los enviaron a Alemania para ser usados de nuevo; además, antes de incinerar los cadáveres, les extrajeron todos los empastes y dientes de oro” (Martha Gellhorn, Nimega, Holanda, octubre de 1945)

 

“Existe el temor manifiesto de que este año no se produzca la licuefacción de la sangre de San Genaro y de que tal excepción pueda ser utilizada por grupos anti aliados y por agitadores para desencadenar grandes alborotos como los que se producen en la historia napolitana siempre que el milagro no tiene lugar. El ansia de milagros y curaciones milagrosas prolifera por todas partes. La guerra ha retrotraído a los napolitanos a la profunda Edad Media. De repente las iglesias están llenas de imágenes que hablan, sangran, sudan, mueven la cabeza y segregan fluidos curativos. Estas excreciones se enjugan con pañuelos o incluso se conservan en frascos. Una multitud temerosa y extática se congrega a esperar que se produzcan esos milagros… La imagen de Santa Maria del Carmine, que al parecer durante la ocupación de Nápoles por Alfonso de Aragón ladeó la cabeza para evitar un cañonazo, hace ahora lo mismo como una rutina diaria… Nápoles tiene los nervios tan destrozados que las psicosis colectivas están a la orden del día y las supersticiones cuentan más que la realidad” (Norman Lewis, Nápoles, marzo de 1945).

 

Un documento definitivo

No obstante, por encima de textos en concreto, el verdadero valor de Europa en ruinas reside en su función de documento definitivo de una época extrañamente poco estudiada de la historia europea, que suele saltar de las trincheras a la guerra fría, pese a que, según Enzensberger, en esos años bisagra (1944-1948) se enterraron los conflictos pasados y se cocieron los presentes. Europa como gigantesco laboratorio político entre ruinas.

El ensayista alemán pone como ejemplo de esto un informe de un oficial del servicio secreto americano, Robert Thompson Pell, que en la primavera de 1945 viajó a Alemania a investigar las actividades de los directores de la empresa química IG Farbenindustrie, que había fabricado el gas (Zyklon B) con el que fueron ejecutados miles de judíos, soviéticos y gitanos. Aunque algunos serían juzgados años después, los directivos de IG se dedicaban entonces a colaborar con los aliados en la reconstrucción de Alemania. Entre tarea y tarea, le confesaron a Thompson Pell lo que pensaban de la guerra:

 

“Ardían en deseos de decirme que el pueblo alemán había sido víctima de una conspiración universal que tenía como objetivo dejar aquel hermoso país en manos de poderes ocultos; que Alemania había llevado a cabo una guerra defensiva… Muchos de ellos, si no la mayoría, esperan confiados que el capital americano los contrate de inmediato para las tareas de reconstrucción y se declaran dispuestos a poner su fuerza de trabajo y sus conocimientos al servicio de esos patrones provisionales; de todo esto esperan sin ningún disimulo reconstruir una Alemania más poderosa y grande de lo que era en el pasado”.

Enzensberger defendió la contemporaneidad de Europa en ruinas en un prólogo sombrío publicado en 1990; es decir, en plena euforia de la reunificación alemana, la caída del muro y la llegada de la plenitud democrática por la vía de la economía liberal. Leídas ahora, sus palabras asombran por su intuición histórica. He aquí la demoledora conclusión de Enzensberger (que, no lo olvidemos, es tan alemán como el chucrut) sobre el pintoresco episodio histórico de los directivos de IG Farbenindustrie:

 

“La ironía de esta historia, o mejor dicho, su sarcasmo ha conducido a que esas fantasías del año 1945 se hayan convertido en realidad en cierta medida. El hecho de que los vencidos de aquel entonces, los alemanes y los japoneses, se sientan hoy en día como los vencedores es más que un escándalo moral; es una insolencia política. Naturalmente nuestros dirigentes no se cansan de proclamar que entre tanto todos somos pacíficos, democráticos y civiles, en una palabra, dóciles, y lo más curioso de esta afirmación es que es cierta. Esta mutación es lo que ha convertido a los alemanes en eso que ellos reprochaban a otros: una nación de mercachifles. Y de ninguna manera son los únicos. Todas las naciones de Occidente luchan entre sí con diversa fortuna para imitarles, y desde el fin del monopolio político del comunismo parece haberse impuesto también en el este del continente la primacía de la economía”.

 

La economía nos llevará por el mal camino, vaticinó Enzensberger en 1990, cuando Europa creía haber encontrado la fórmula de la felicidad vía mercado común. El ensayista concluye así su analogía histórica entre épocas:  “No nos gusta hablar de los muertos que tenemos en los armarios. Mejor volvamos el rostro al futuro brillante del Mercado Común y a la apertura del este de Europa en lugar de pensar en esos tiempos deplorables en los que nadie hubiera dado ni un centavo por el renacimiento de nuestra península: este parece ser el consenso general. Una estrategia bastante funesta porque en retrospectiva se pone claramente de manifiesto que entre los años de 1944 a 1948, sin que los actores se dieran cuenta, se estaban sembrando las semillas no solo de los éxitos futuros, sino también de los conflictos futuros”.

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