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Cómo ser granjera rodeada de asfalto

Por Gonzoo  ·  28.08.2015

¿Una pequeña granja en un callejón sin salida en todo el meollo de un gueto en Oakland (EEUU)? No, no es ninguna locura, es el proyecto y el día a día de la periodista y bióloga (y también granjera) Novella Carpenter. Porque en un solar abandonado puedes cultivar y tener gallinas, patos, conejos, un par de cerdos e, incluso, abejas. Quién no de crédito tiene una tarea pendiente, un libro que buscar: La granja urbana.

“4 gallinas, 30.000 abejas (aproximadamente) 59 moscas y dos monos (mi novio, Bill, y yo)”. Este es el cómputo que hace Novella Carpenter, autora de La granja urbana. En las primeras páginas del libro ya nos da una pequeña idea de lo que vendrá y de lo que seremos testigos en su tarea para convertirse en una verdadera granjera en medio de la ciudad. Y no hablamos de cualquier ciudad, porque Carpenter, periodista y bióloga, hija de hippies que lo dejaron todo atrás para entregarse a la vida rural, no inicia su vida agreste y melancólica en cualquier trocito de tierra alejada de la gran urbe.
No.
Novella Carpenter se hace granjera en medio de uno de los guetos más peligrosos de Oakland (California, EEUU). Rodeada de drogadictos, prostitutas, basura, vagabundos viviendo en coches y niños que empiezan demasiado pronto a delinquir.

“Tengo una granja en un callejón sin salida del gueto. Las escaleras traseras de mi casa están llenas de excrementos de gallina, y balas de paja invaden la zona de aparcamiento contigua. Cultivo lechugas en un solar abandonado. Me despierto todas las mañanas con sonidos de animales mezclados con la estruendosa alarma del coche de mi vecino”.
La primera sensación que pueden tener muchos lectores antes de abrir el libro puede ser la de alguien más que se apunta a la moda de lo eco y lo local. Una ‘niña bien’ con el caprichito de cultivar sus verduras y dar parte al mundo de su aventura entre semillas y estiércol para luego venderlas a precio de oro. Pero Carpenter no es ninguna chica mimada ni tonta. Hay que estar un poco chalada para okupar un solar abandonado entre balas, sirenas y jeringuillas tiradas en el asfalto. Para recorrer una de las avenidas más peligrosas de Oakland en bicicleta con un enjambre de abejas tras tus pedales. Para ir todas las noches a hurgar en los contenedores de la ciudad para dar de comer a tus cerdos. Para que los pobres vagabundos te tomen por loca y te den el poco dinero que han conseguido tras recorrerse multitud de calles.

Pero Novella no se queda en un pequeño huerto y un par de animales. Ella tiene claro que es lo que quiere conseguir: alimentarse sólo y exclusivamente de lo que ella produce. ¿Un Walden en pleno siglo XXI? Sí. ¿Un diálogo verdadero con la vida y con la muerte? Por supuesto. Los capítulos que hacen al libro pavo, conejo y cerdo ya nos aventuran un poco en qué va a derivar la cosa. Novella quiere completar toda la cadena, quiere ser una granjera de verdad: alimentarse de los animales que cría y a los que tanto quiere (aquí todos tienen nombres) y de todo lo que le da su huerto. Pero el aspecto clave para ella no es ser autosuficiente y crear una pequeña revolución con su oasis verde en todo el epicentro de la urbe: nuestra granjera, y por supuesto, escritora, no entiende el proceso y no encuentra el sentido de su granja urbana sin el acto de compartir.
“La producción de comida es un proceso maravilloso. Germinación, crecimiento, cuidados, recolección. Cada paso es equiparable a un milagro, un diálogo con la vida. Al finalizar la dieta de las cien yardas, compartir se convirtió para mí en el aspecto más importante de la cadena. Podía haber decidido acaparar toda la comida (preservando tomates en latas o haciendo conservas de pepinillos) y habría disfrutado entonces de armarios repletos de alimentos caseros. Pero habría comido sola”.
La dieta de las cien yardas (unos 91 kilómetros) es uno de los retos que se plantea Carpenter en el libro: alimentarse parte del año de lo que produce su granja y darle cuerda a su pequeño espacio con productos que no superen el radio de distancia impuesto por ella. Y lo consigue. Además, quien piense que en este libro solo va a encontrar historias de animales y de una granjera chiflada rebuscando por contenedores de la ciudad se equivoca. En La granja urbana conviven inquietudes y vivencias con poemas de Sylvia Plath y multitud de citas y libros que subrayarás y querrás buscar.
Pero el libro eso sólo el germen, el comienzo de la travesía personal de Carpenter. Lo que empezó con poco en 2009 y con la incertidumbre de si la granja sobreviviría a la gentrificación y a la pelea con las inmobiliarias y constructoras, ha crecido y ha dado la bienvenida a nuevos miembros y tareas. Novella tiene cabras y se ha convertido en una experta haciendo quesos y yogures. También ha tenido que enfrentarse a dilemas y luchas con la administración. En marzo de 2011, ésta acusó a Novella de vender excedentes de producción sin permiso, y la dejaba en un callejón sin salida obligándola a cerrar su pequeña granja urbana.
Sí, lo que lees: un pequeño solar en todo el meollo de un suburbio con excedentes de producción. Algo increíble que a más de uno le daba miedo y dolores de cabeza. Pero nuestra granjera no es un blanco fácil de derribar. Su granja sigue en pie repleta de cultivos y animales, y rastreando por la red descubrimos su blog y también que es madre. Si ya de por sí Novella no paraba en su día a día con dos cerdos, alguna que otra gallina y una colmena de abejas, ¿cómo será ser granjera urbana ahora y madre? Nos queda la duda y la esperanza de que escriba otro libro manual y guerrilla como el de La granja urbana, pero con maternidad, autosuficiencia, huertos urbanos y animales, muchos animales.

Autora del artículo: María Mercromina.

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