Cuando Victoria Finlay escribió Color: Historia de la paleta cromática no podía saber aún que esa memoria de sus viajes por todo el mundo persiguiendo la raíz histórica de los pigmentos iba a seguir viva 20 años después. Es así como este peculiar relato, enhebrado por una mujer con el más rotundo espíritu de periodista, conoce por primera vez su versión en castellano de la mano de la editorial Capitán Swing.
Pero el libro escrito por esta reportera británica que pasó 12 años ejerciendo desde Hong Kong no es solo la leyenda y el relato de los pigmentos que hicieron posible la Historia del Arte tal y como la conocemos. Como los mejores ensayos, se trata de un texto que aborda muchas otras realidades y despliega simultáneamente una variedad de lecturas. La historia del color es también una historia de accidentes, casualidades, cosas que salieron mal con resultados maravillosos e inesperados. Es también una historia de colonialismo, esclavitud y explotación, de robos y expolios. Es una historia de tradición, de instintos, de una atención prestada a la observación de la naturaleza que hoy podría estar casi desaparecida en nuestro ritmo de vida.
Para la videollamada que hace posible esta entrevista con Vogue España, Finlay viste una blusa inspirada en las famosas lenguas mallorquinas. Aunque remarca que la suya es solo un estampado no tarda en explicar la manera en la que estos hilos son tintados de índigo, dando origen a esa peculiar forma geométrica. Así, evidencia (además de su atención a los detalles y su irrefrenable vocación divulgadora) otra lectura de este colorido libro: que la historia de los pigmentos es también la de la moda, la cosmética, la de una exigente búsqueda de la belleza que a veces se vuelve tirana, peligrosa y mortal. Pero que otras tantas entusiasma lo suficiente como para despertar emociones que alientan viajes como el del joven y arrogante botánico francés Thiéry de Menonville, que quiso robar al imperio español el rojo, el mismo rojo que estos le habían arrebatado lucrativamente en México a las comunidades nativas. O peregrinaciones como la de los aborígenes australianos que caminaban miles de kilómetros en busca de un tono de ocre sagrado hasta una cordillera en el sur del país. O tradiciones secretas en el equilibrio del tiempo como el tono de blanco preciso que una pintora tradicional en Bali obtiene de unas piedras utilizadas como lastre por quienes navegaron muchos años antes de su nacimiento. O el morado que un artesano consigue en México con las lágrimas de una caracola marina. Este es un libro de belleza en el que también hay dolor, una entrega a los sentidos y un compromiso de escucha a la naturaleza y las personas.
El mundo en el que se escribió Color era un mundo muy distinto a éste, al menos en relación a la tecnología. Finlay mandó la propuesta del libro por Fax, lo que da algunas pistas del cambio de los tiempos, y enseguida seis grandes editoriales estuvieron interesadas en publicarlo. Eso le hizo saber que era un libro especial, que no todos los escritores desconocidos corren esta suerte. “Hace 20 años no utilizábamos Google y había cosas que era imposible averiguar desde casa, así que me alegro de haber viajado hasta cada lugar para descubrirlas, porque fue una aventura”, reconoce la autora. “Hay aspectos sutiles que sí habría actualizado, ciertas cosas a las que ahora les daría otro estilo, pero me gusta este libro y estoy contenta con todo lo que le ha pasado. En estas aventuras no solo descubrí cosas sobre el color, también sobre la vida, sobre mí misma y sobre la importancia de la curiosidad”.
Finlay tiene, por el momento, cuatro libros publicados y el quinto en proceso, y todos los comienza de la misma manera: anotando una serie de preguntas, “algunas inteligentes, otras locas, otras estúpidas”, para las cuales no tiene respuesta, pero sí suficiente curiosidad como para lanzarse a buscarlas. Con Color se preguntó “cómo se podría volver un cristal de color azul, o qué tipo de persona cuidaría de una granja de cochinillas [los insectos de los que se obtiene el color rojo para multitud de usos, desde colorantes alimenticios a productos cosméticos], o si podría visitar, siendo mujer, las minas de azul en el Afganistán talibán”. En Australia pudo observar el color ocre sagrado por el que las tribus aborígenes del lago Eyre solían caminar miles de kilómetros al año en un peligroso terreno desértico, y quiso descubrir qué podría convertir un pigmento en sagrado y digno del sacrificio por el que personas nómadas que no pueden transportar nada decidan llevárselo consigo. Por todos estos interrogantes se lanzó en un viaje increíble, dando forma al contenido de Color. “Tuve el privilegio de investigar la respuesta a todas estas preguntas (y después pasar el infierno de ponerlas por escrito)”, bromea. “Muchas veces, escribiendo un artículo periodístico, me pregunto si podría volverlo a hacer. Lo he hecho mil veces pero, ¿podría volverlo a hacer? Tal vez sea lo que todavía lo hace interesante, ¿verdad? Tenemos que ser mejores que la Inteligencia Artificial, y la única manera de conseguirlo es volcar la versión más honesta de nosotras mismas en esa escritura”.
El gran secreto de Victoria Finlay que subyace en la lectura de Color es su generosa capacidad de escucha. Es lo que hace posible este texto y lo que lo hace especial. Finlay no viaja por el mundo tan solo visitando museos y hablando con sus directores, ni tampoco echando mano de la guía de Historia del Arte local. Su secreto, nada oculto, sale a la luz en la forma en la que pone por escrito los detalles que comparten con ella las artesanas de un mercado, la manera en la que es invitada al cobertizo de una pintora balinesa, o acepta inesperadas invitaciones de desconocidos que la llevan un poco más cerca del ansiado rojo cochinilla, el secreto más lucrativo durante siglos del imperio español.
Una de las preguntas que se había anotado para responder en Color era conocer el secreto del verde miso yao. Un color que “solo podía ser visto por emperadores o miembros de la familia real China”. Finlay reconoce que nadie sabía qué color era exactamente hasta que en los años 80 se descubrió una documento que recogía sus ingredientes. Ella pudo apreciarlo en un museo, entre otros objetos de oro y tesoros imperiales. “Era diferente a como lo había imaginado. Un verde sucio y amarronado, como una hoja oscura. Me sentí un poco decepcionada. Entonces, con ayuda del traductor, quise preguntarle su opinión a la única persona que lo veía todos los días, el guardia de seguridad de la sala, y me confesó que al principio le parecía aburrido y que prefería el oro, pero que había pasado a ser lo único que le interesaba porque le recordaba a la naturaleza, a las cosas reales”, cuenta Finlay. “Entonces me di cuenta de que el emperador lo tenía todo, todo lo brillante, lo fresco, el color amarillo, el rojo y, sin embargo, ansiaba lo único que no podían poseer, que era la naturaleza. Para descubrir esto lo único que puedes hacer es saber escuchar. Solo podemos ser buenas periodistas si sabemos escuchar, y yo espero ser una buena periodista”.
En su profunda investigación de la etimología del color Victoria Finlay ha conseguido valorar la Historia del Arte a través de una lente tan única y especial que a veces logra ponerla patas arriba. Es así como descubrimos que Turner, el pintor británico de escenas navales, no pretendía que sus colores quedasen tan desvaídos, sino que sencillamente no tenía interés en pintar para la posteridad y que prefería pecar de negligente con la calidad de sus pigmentos antes de renunciar a los que le gustaban. O nos cuenta la ruina que supuso el descubrimiento de las pinturas de Altamira para sus descubridores (un descubrimiento que no podría haber sido posible sin la presencia de la mirada infantil de María Sanz de Sautuola, que tenía entonces ocho años). O nos desenreda la historia de El libro del Arte de Cennino, el manual que rigió la labor de los pintores de la Baja Edad Media. Desde esta óptica privilegiada Finlay está más que capacitada para responder a la pregunta de si el arte es, como nos suelen decir, el esfuerzo humano por imitar la naturaleza, o si hay algo más. “Cuando el arte funciona, sí, a veces luce bonito, pero otras hay algo más. Quizás vuestro flamenco se un buen ejemplo de un arte que te eleva hacia otro lugar. Como una ópera o tal vez el ambiente oscuro de un café de jazz”, reflexiona. “Pienso que lo que marca la diferencia entre lo que podríamos llamar buen arte y la razón por la que éste nos apasiona es algo superior, más fuerte que la propia naturaleza, aquello que late por debajo de la naturaleza y que hace a ésta estallar y crecer.”
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Las lecciones e historias recogidas en color, además de a la Historia del Arte, no dejan por supuesto de salpicar la de la moda. Historias de reyes, de leyes suntuarias que regían el vestido y de comercio entre pueblos. “En la Gran Bretaña medieval las personas que no eran ricas solo podían llevar ropajes aburridos sin teñir, o colores amarronados como resultado de haber sido teñidos con nueces. ¿No es extraordinario que estuviera prohibido?”, se pregunta Finlay, que también ha escrito un libro sobre tejidos en el que se recogen anécdotas como la de la tradición inglesa de la lana peinada, empleada para chaquetas de montar. “En Noruega, los granjeros tenían prohibido el acceso a la seda, así que importaban esta lana peinada de Inglaterra y así consiguieron revitalizar económicamente todo un área de Inglaterra. Creo que nos encanta conocer todas estas historias.”
Al escribir una historia sobre el color, Finlay también ha terminado con un relato muy significativo entre las manos sobre la historia del sufrimiento de las mujeres a la hora de ajustarse a las modas y los productos cosméticos del momento. Como fue el uso del albayalde para dotar los rostros de un blanco inmaculado. Un cosmético derivado del plomo que envenenó lentamente a miles de mujeres en todo el mundo por su uso continuado sobre la piel, al que no renunciaban ni a sabiendas de lo perjudicial que era. “A pesar de que todo esto se sabía y de las mujeres que habían muerto se continuaba publicitando. Tenemos muchos equivalentes aún hoy de productos que sabemos que son peligrosos pero que nos hacen sentir bellas por un segundo: fórmulas para perder peso, venenos que se inyectan bajo la piel… Hay un gran coste asociado a estas prácticas cosméticas pero, particularmente las mujeres, seguimos usándolas, y hay mucho dinero invertido en esto. Así que cuando di con esta historia del albayalde sí que quería hacer reflexionar a los lectores sobre el coste de la belleza.”
Es así, hay también sufrimiento en la historia del color, y Finlay no lo esquiva. Comenzando por el hecho de que la utilización europea de muchos pigmentos no puede separarse de una historia de colonialismo, expolio y esclavitud. “Se produjo un pago imperdonable en términos de sufrimiento humano, y quería mostrarlo desde los pequeños hitos que atraviesan la historia del color”, reivindica Finlay, que espera haber escrito una historia sobre bondad, a pesar de ello, que aflora en cada historia. Y esta no es una historia de descubridores europeos, es una a la que asistimos desde los ojos de migrantes exiliados, en la que escuchamos la voz de personajes de comunidades que trabajaban tradicionalmente con los pigmentos, en la que se nombra a quienes debieron contribuir a que el secreto de estas tonalidades se extendiera por el mundo.
Es imposible no preguntarle a Finlay si piensa que las tecnologías digitales contribuirán o no a aportar nuevos fascinantes capítulos a la historia del color, o si por el contrario deberíamos temer por la pérdida de este conocimiento tradicional. “En los últimos 20 años ha emergido un débil interés por estas habilidades perdidas. Puede que sea un fenómeno muy nicho, pero al menos que sea nicho hace posible encontrarlo. Parece haber un gran movimiento alrededor del mundo por aprender sobre los tintes antiguos, probar con pieles de cebolla y otras cosas, e intentar producir índigo real… La gente que está interesada en eso puede encontrar su tribu, amigos alrededor del mundo. En este sentido, la posibilidad de conectar a través de la tecnología aporta mucha alegría”, admite. “Pero, al mismo tiempo, pienso que yo crecí sin un smartphone, tardé mucho en comprarme uno y todavía hoy a veces lo meto en una caja. Hay habilidades que solo se aprenden a través de la observación, y esta es la única manera de recordarlas. Me refiero a una observación de verdad, la que se produce cuando alguien te confía de manera personal un conocimiento. Hoy en día, incluso para saber qué tiempo hace consultamos el teléfono en lugar de observar. Necesitamos dirigir nuestra mirada hacia la naturaleza y observar las cosas por nosotros mismos, escuchar y disentir de las distintas tecnologías digitales y lo que nos cuentan las IA. Necesitamos recuperar la capacidad de discernir por nosotros mismos más que nunca antes”.
Por último, sería imposible hablar de este libro dejando de lado las emociones. La emoción fue lo que hizo que una niña se quedase sin habla ante una vidriera de la catedral de Chartres y quisiera saber más, saberlo todo, hasta regalar al mundo esta historia. Hoy la educación emocional infantil se asocia mucho a un código de color. Tanto, que este sistema ya ha encontrado sus detractores. El rojo y la ira, el negro y la muerte, el verde y la calma… ¿Es limitante pensar así los colores? “Me encantan los colores y por lo tanto siempre me interesan las respuestas de las personas ante ellos. A mí el naranja, por ejemplo, me puede hacer sentir feliz, y sin embargo sé que para algunas personas puede ser demasiado, y prefieran algo más sutil. Por Architectural Digest sabemos que existen personas a las que les apasionan los distintos tonos del cemento, lo adoran, les aporta la calma que su espíritu parece anhelar. La gente necesita cosas diferentes en distintos momentos. Si estás en mitad de un duelo, las cosas parecerán más grises. Creo que es más interesante que decirle a los niños ‘este es el color rojo, te hará sentir enfadado’. A mí el rojo me puede hacer sentir feliz. Los marrones me calman, no me hacen sentir triste pero me calman. Tener esta conversación, preguntar qué te hace sentir un color o a qué te recuerda, me parece una conversación muy interesante”.
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