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Cinco aproximaciones a la soledad y al silencio

Por Lecturas sumergidas  ·  15.01.2018

Empezamos este recorrido hablando de la soledad creativa con August Strindberg y lo acabamos volviendo a la soledad, de la mano de la autora británica Olivia Lang y su ensayo La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo (Capitán Swing). Se trata de un interesantísimo trayecto que parte de la propia biografía de Lang, de su extrema soledad en Nueva York en una etapa de crisis vital, para trazar un puente con distintos creadores que experimentaron situaciones de indefensión, de carencia, de locura, de aislamiento, levantando su obra con los materiales emocionales de todo ello. La soledad llevada a sus límites, motivadora de expresiones artísticas que buscan llenar su vacío, es el hilo que hermana en esta entrega los destinos de Edward Hopper, Andy Warhol, David Wojnarowicz, Henry Darger, Klaus Nomi (el cantante mutante) y Josh Harris, precursor de la era de las redes sociales, con apariciones estelares de figuras como Basquiat, Billie Holliday y Greta Garbo, entre otras.

La ensayista comienza reflexionando, a raíz de la lectura de Virginia Woolf, sobre hasta qué punto la soledad no nos lleva a preguntarnos lo que significa estar vivos y narra cómo ante sus angustiosas vivencias siente la necesidad de buscar e investigar sobre otros pobladores de esa gran, inmensa, ciudad de soledades. Escuchando una canción de Dennis Wilson, un tema incluido en el álbum Pacific Ocean Blue, se encuentra con una frase altamente inspiradora: “La soledad es un lugar muy especial” y reconoce, que pese a que no le resultó fácil asumirlo, estaba enfrentándose a una situación “en absoluto inútil”, capaz de llegar “al corazón de lo que necesitamos y valoramos”.

“Son muchas las cosas maravillosas que han salido de la ciudad solitaria: cosas forjadas en soledad, pero también cosas que sirven para curarla”, señala Laing antes de iniciar este itinerario, este mapa de la soledad, como ella lo denomina, que empezó a construir por interés y por la necesidad de “comprender lo que significa estar solo y cómo influye esta circunstancia en la vida de la gente”, aventurándose después a “cartografiar la complicada relación que existe entre la soledad y la creación”. Un mapa que resulta tan revelador como desasosegante, especialmente atractivo por ser un lugar de encuentro con artistas que lograron superar el dolor, el rechazo por ser diferentes, a través de la imaginación, de la invención de mundos paralelos, lejos de la realidad circundante.

En este caso la soledad no es algo placentero, anhelado en medio de los ruidos de las urbes en las que vivimos, donde apenas hay tiempo para disfrutar de momentos de desconexión, para observar, para buscar el silencio y meditar. En este caso el recorrido nos dice más acerca de lo angustioso y negativo de una experiencia que se puede convertir en motor, en impulso de búsqueda. “¿Qué se siente al estar solo? Es una sensación parecida al hambre mientras alrededor todo el mundo se prepara para un banquete. Produce vergüenza y miedo, y poco a poco estos sentimientos se irradian al exterior, de manera que la persona solitaria se aísla progresivamente, se distancia progresivamente (…) La soledad avanza, fría como el hielo y traslúcida como el cristal, y encierra en un abismo a quien la padece”, escribe la autora en las primeras páginas de un camino que se inicia con Edward Hopper.

El retrato del pintor es el que más se aproxima al de Strindberg. Ambos son consumados voyeurs. A ambos los vemos asomándose a ventanas ajenas, persiguiendo escenas, intentando atrapar la intimidad, los gestos secretos de otras vidas. Señala la ensayista que a Hopper nunca le gustó que la soledad se considerase el centro de su obra. Decía que “se exageraba” y no se esforzaba en dar explicaciones cuando algún periodista quería saber si lo que buscaba era reflejar el aislamiento del mundo moderno (en su lugar, ha sido la escritora Joyce Carol Oates la que se ha referido a su cuadro Los noctámbulos en la noche como “la imagen romántica de la soledad en Estados Unidos más sobrecogedora y mil veces reproducida”). A través de la indagación en su vida y en su obra, en sus silencios como barrera frente a los otros; en la complicada, incluso agresiva relación con su mujer, Josephine Nivison, conocida como Jo, a quien consiguió anular como artista, Olivia Laing analiza los conflictos emocionales del artista, el profundo desapego que logró traspasar a los personajes y escenas de sus cuadros, reflejando como pocos la soledad, la incomunicación, que se experimenta en las grandes ciudades, donde podemos estar cerca de miles de personas y sentirnos absolutamente aislados.

“Uno puede sentirse solo en cualquier parte, pero la soledad que produce la vida en la ciudad, entre millones de personas, tiene un sabor especial”. Foto por Karina Beltrán (2015-2017).
Como decíamos, es la propia soledad la que lleva a Olivia Lang a buscarse en los cuadros de Hopper y a sentir curiosidad, fascinación, por Andy Warhol, un artista que hasta ese momento no le había interesado lo suficiente. Le llamó la atención que alguien como él, una figura de tanto éxito, tuviera tantos problemas para comunicarse, para entablar diálogos con los demás. Resulta difícil de creer. Hay que conocer la infancia del creador, un niño tímido, hijo de emigrantes eslovacos, que contrajo unas fiebres reumáticas y pasó largos meses sin salir de su habitación, una especie de primer taller en el que se dedicó a dibujar y a hacer collages. Hay que acercarse al joven que desde muy pronto comprendió que no se ajustaba a los roles de género tradicionales.

Alude la autora al retrato que trazó de él Truman Capote: “un pobre fracasado de nacimiento, un hombre sin amigos, la persona más sola que he conocido en la vida”. Y al análisis que hizo el crítico John Richardson una vez que Warhol empezó a destacar con su originalidad y sus puestas en escena: “Transformó su vulnerabilidad en una virtud; se anticipaba a cualquier provocación y, de esa manera, la neutralizaba. Nadie podía burlarse de él. De eso ya se ocupaba él personalmente (…) El compromiso de Warhol para intensificar sus defectos al máximo es en verdad muy raro, y revela tanto su maestría como su pavor al rechazo”.

Olivia Laing recorre los momentos clave en la vida del artista pop, con una parada muy especial en su relación con Valerie Solanas, la mujer solitaria, incomprendida, autora de un interesante y airado alegato de feminismo radical, Manifiesto SCUM, que acabó pegándole un tiro. Warhol salvó la vida de milagro, fue operado y hubo de recurrir a la utilización de corsés el resto de su vida. A partir de ese suceso, reaccionó, como dice la ensayista, alejándose, enmudeciendo, refugiándose en sí mismo aún más.

Solanas es otro de los personajes secundarios de esta obra que se convierte en una biografía coral enfocada desde la exploración psicológica. La autora ha elegido enfoques y perfiles diversos en torno a la soledad. Sus siguientes protagonistas han sido auténticos descubrimientos para mí. Sabía muy poco de David Wojnarowicz y no conocía a Henry Darger, aunque algunos datos de su biografía me resultaban familiares, absolutamente novelescos. Al primero, contemporáneo de Basquiat, Keith Haring, Nan Goldin y Kiki Smith, lo presenta Laing a través de su provocativa, irreverente, serie de Rimbaud. La imagen del poeta realizando diversas acciones: viajando en el metro, pinchándose heroína, masturbándose en la cama, comiendo en una cafetería, se convierte en una especie de máscara creativa tras la que el artista se ocultaba, llevando a sus espaldas toda la carga de abandono y malos tratos de su atormentada biografía.

Aislado, marginado por el lastre de su infancia y por su homosexualidad, del mismo modo que Warhol, fue a través del arte, de sus fotografías y textos, como Wojnarowicz “pasó progresivamente de la destrucción a la creación”, levantando una obra que se convierte en espejo del mundo underground donde se movía, de los ambientes gays, marginales, del Nueva York de la década de los 70, con sus encuentros en los muelles y otros ambientes clandestinos.

Henry Darger, por su parte, permite a la autora ahondar en la relaciones entre soledad, locura y creación. La suya es una historia, efectivamente, novelesca, deslumbrante, la historia de un artista anónimo, que levantó un universo paralelo al margen del mundo. De niño vivió en un orfanato y de adulto dividió su tiempo entre un oscuro, anodino trabajo como conserje en hospitales católicos de Chicago y la desconcertante, original obra creativa a la que se dedicaba cuando volvía a la habitación de la casa de huéspedes donde vivía. Fue su casero, nos cuenta Olivia Laing, el que, a su muerte, descubrió unas extrañas historias escritas y unas “preciosas y desconcertantes acuarelas de niñas desnudas, con pene, que jugaban en paisajes de colinas ondulantes. Algunas describían cautivadoras imágenes propias de los cuentos de hadas, como nubes con caras y criaturas aladas que retozaban en el cielo. Otras eran coloristas descripciones de torturas…”

El caso de Darger demuestra hasta qué punto el mundo interior puede imponerse al real, al visible para los ojos ajenos. En el perfil que traza sobre este creador autodidacta tan singular, Laing reivindica la ternura que subyace en una obra que refleja toda la crueldad que sufrió de niño, así como su absoluto desamparo y soledad. Nuestra autora se enfrenta a los críticos que han visto en sus creaciones simplemente a un pervertido, a un enfermo mental. “Para mí estos cuadros los había hecho una persona que tuvo el valor de mirar una y otra vez las múltiples formas de las atrocidades cometidas en el mundo”, señala, valorando una exposición de 2001 donde la obra de Darger se hizo acompañar de la de Goya y los hermanos Chapman, otorgándole su lugar en el recorrido de la historia del arte, más allá de su condición de artista trastornado y marginal.

Resultan muy reveladores cada uno de los capítulos de este libro que se detiene también en las figuras de Klaus Nomi, el cantante mutante “que supo transformar en arte como nadie el hecho de ser distinto” (su relato es también el de la demoledora etapa del sida; soledad y rechazo social), y de Josh Harris, visionario y emprendedor en los comienzos de Internet. A través de él la autora acaba explorando el alcance de la soledad en nuestros días.
“Buscamos alivio en el espacio virtual, en estar conectados y ejercer el control. Fuera a donde fuera, en el metro, en los cafés, en la calle, veía a la gente, en Nueva York, encerrada en su red. El milagro de los ordenadores portátiles y de los teléfonos móviles es que nos divorcian del mundo físico, que permiten a la gente aislarse en su burbuja privada a la vez que está nominalmente e interactuar con otros a la vez que está nominalmente sola. Parece que los únicos que se libran son los sin techo y los pobres, aunque eso no incluye a los chicos de la calle, que se pasan el día conectados a Facebook en la tienda de Apple de Broadway, aunque –puede que precisamente por eso– no tengan dónde dormir esa noche”, transcribo esta certera observación de Laing.

Olivia Laing ha comenzado completamente sola un camino que la ha llevado a encontrar compañeros de viaje capaces de hacerla crecer y comprender que “buena parte de la soledad tiene que ver con su ocultación, con que nos sentimos obligados a esconder la vulnerabilidad, la fealdad y las cicatrices como si fueran realmente repulsivas”, algo estimulado por el ritmo acelerado y la insensibilización de las sociedades capitalistas, con su afán por vender la perfección y dar la espalda a la muerte. A través de sus vivencias y logros, de sus creaciones, los protagonistas de este libro demuestran que “no todas las heridas necesitan curarse y no todas las cicatrices son feas”, que el arte es una manera de acercarse a los demás, de dar. Concluye la autora que la soledad es personal, pero también política. “La soledad”, nos dice, “es colectiva. Es una ciudad (…) Estamos juntos en esta acumulación de cicatrices, en este mundo de objetos, en este refugio físico y temporal que a menudo se parece al infierno. Lo importante es la bondad. Lo importante es la solidaridad…

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