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Cerdos capitalistas

Por José Luis Amores  ·  16.03.2012

Con los, seguro, billones de palabras que se han escrito en todos los idiomas contra el capitalismo parece increíble que no pueda hablarse de él como de un modelo de organización social —nunca de producción— extinto. Cada envite, acometida o terremoto que sufre, incluso los generados por su propia entropía, acaban fortaleciéndolo, añadiéndole músculo e insuflándole más vida. El capitalismo es una plaga, una enfermedad que ha aprendido cómo neutralizar el efecto del virus de la disidencia: fagocitándolo y asimilándolo.

Porque salvo unos pocos eremitas que se alimentan de aire y viven físicamente mal —el rollo espiritual está muy arriba en la pirámide de Maslow—, aquí todo el mundo está inmerso en el sistema capitalista por mucho que se raje y se rece públicamente por su hundimiento definitivo. Mientras echamos pestes de los excesos y deficiencias del sistema capitalista, adoramos —no precisamente en secreto— al sistema capitalista. Escribo sobre el sistema capitalista en un ordenador construido por ese mismo sistema, su teclado iluminado por una lámpara fabricada y alimentada por ese sistema, en una casa inserta en el sistema y procurada remando a favor del sistema. Por mencionar solamente unos pocos detalles “sistémicos” que hacen posible mi diatriba acerca del sistema capitalista.

Hay una imagen en la página 55 del libro La jungla, de Upton Sinclair, que resume bastante bien esta paradoja. Miles de reses y cerdos hacinados en un terreno gigantesco de un matadero de Chicago cuyo destino inmediato es su sacrificio sin ningún miramiento con el objetivo de alimentar a la raza humana. Cámbiense cerdos y reses por personas y Chicago por la Tierra y a la raza humana hambrienta por un sistema cuya principal fortaleza reside precisamente en la necesidad que todas esas reses/personas tienen de que siga funcionando porque están tan hambrientas que pueden llegar a comerse unos a otros (“Haz con los demás lo que vayan a hacer contigo, pero sé el primero en hacerlo”, p. 33) para satisfacer esa necesidad básica (“Ganaré mas; trabajaré más duro” p. 39). Lo sabemos pero no lo reconocemos porque las alternativas —un prueba y error lento y sumamente doloroso— han fallado una detrás de otra. La perfección es una quimera. Así que lo que verdaderamente preocupa e indigna son los efectos nocivos de ese sistema, esa esquizofrénica capacidad connatural suya para dañar a sus integrantes e incluso para herirse a sí mismo.

Sinclair era un escritor de dramas románticos cuya visión de la literatura como herramienta de cambio social no le llegó hasta que se echó unas risas con unos nuevos amigos izquierdistas de Nueva York. Es algo que suele pasarle hasta al individuo de ideas más recalcitrantes, o sin ideas. Entonces comenzó a comprender, y a ver, lo cerdos que podían llegar a ser los capitalistas y escribió un libro en el que se narran matanzas de cerdos (“tecnificadas” —lo del killing floor es más que sugerente) y montones de degradación y sufrimiento humanos:

A los doce años tuvo que escapar de casa porque su padre le golpeaba por tratar de aprender a leer. [p. 89.]

La casa formaba parte de un grupo de viviendas construido por una compañía creada exclusivamente para robar el dinero de los pobres. [p. 99.]

…pero como [las orejas] estaban completamente congeladas, a las dos o tres fricciones, se le cayeron de raíz. … Los obreros se veían expuestos a que la sangre les empapase la cara, las manos, todo el cuerpo. Esta sangre se helaba en seguida. [p. 122.]

Y así todo el rato. Pensad una putada que pudiera hacérsele al proletariado y os quedaréis cortos; también valen la tortura y el asesinato. Quizá estemos muy acostumbrados a este tipo de imágenes en el sector del capitalismo alimentario. César de Vicente —un crack—, en el prólogo a La jungla, remite acertadamente a Fast Food Nation como documento icónico de los excesos de la industria alimentaria y los efectos sobre la población humana y animal a secas. Pero los hay a patadas. Por citar solamente unos pocos: en la baja cultura, la novela Toxina de Robin Cook; en la medio baja, la novela Todo un hombre de Tom Wolfe y uno de los ensayos incluidos en el libro Un antropólogo en Marte de Oliver Sacks; en la alta, por supuesto las cosas que en su día escribiera Vicente Verdú y, aunque con las miras puestas en la anarquía versus el capitalismo, la enorme novela de Thomas Pynchon Contraluz; en las trincheras del día a día de la vida adulta: el sábado pasado fui al mercado y los huevos blancos habían subido de 2 euros la docena a 2,80 por culpa de no sé qué norma comunitaria sobre el hacinamiento de gallinas en las granjas: han cerrado un montón de empresas por no cumplirla y la consecuencia obvia ha sido el encarecimiento del huevo en sí, como concepto físico y tangible y comestible. Nada de esto tiene sentido. Sinclair pretendía arreglarlo poniéndolo por escrito y publicándolo por entregas, y de hecho logró que Roosevelt tomara cartas en el asunto y apañase un poco las cosas, puesto que además de los abusos sobre cerdos y humanos resultaba que el producto final era de una calidad pésima. Pero no era ese el objetivo del viejo Upton. Él y sus amigos querían que los Estados Unidos de Norteamérica se convirtieran en una nación socialista de pro (“Todas las naciones civilizadas contaban con organizaciones socialistas”, 475) y para ello introdujo su manifiesto en el libro, cosas en las que cada uno ha pensado (?) en una u otra época de su vida:

Cuestionamiento:

¿Gobierno? [Su propósito] no era más que la defensa del derecho de propiedad, la perpetuación de esa antigua fuerza y ese moderno fraude.

¿Matrimonio? Éste y la prostitución eran dos caras de la misma moneda: una explotación que ese depredador que es el hombre hace del placer sexual. … Cuando una mujer tenía dinero, estaba en situación de imponer sus condiciones, a saber: la igualdad, el contrato de por vida y, en cuanto a los hijos, su legitimidad o, dicho de otro modo, su derecho hereditario. Si, por el contrario, la mujer carecía de fortuna, convertida en proletaria, debía venderse a sí misma para vivir. [p. 503.]

ETCÉTERA

Y Revolución:

Después de la revolución, todas las actividades intelectuales, artísticas y espirituales de los hombres serían atendidas por “asociaciones libres” … Los novelistas románticos tendrían el apoyo de los que se deleitan con la literatura sentimental … la existencia de una competición salarial obliga al hombre a vender, para subsistir, la totalidad de su tiempo libre, mientras que, con la abolición de los privilegios y la explotación, cualquiera podría atender a sus necesidades con sólo trabajar una hora al día. … no podemos ni siquiera formarnos un concepto del nivel que las actividades intelectuales y artísticas alcanzarían a partir del momento en que la humanidad se viese libre de la pesadilla de la competencia. [p. 509.]

 

ETCÉTERA

Comprensiblemente, Sinclair barre algo para casa…

Las cosas han mejorado bastante desde que se escribió La jungla y tuvo aquel éxito tremendo, pero al mismo nivel en que ahora se es capaz de curar enfermedades antes incurables: se tratan los problemas, pero no se erradican definitivamente las causas.

¿Hay remedio? Desde luego la resignación no parece ser la vía adecuada. Que un sistema se haya demostrado hasta el momento como a prueba de bombas y escupitajos no quiere decir que sea ni el mejor de los mundos posibles ni imbatible. Una de las principales causas de este inmovilismo radica en la propia raza humana, en su bestialismo difícil de erradicar. No cabe imaginar una sociedad en la que la mayoría de sus integrantes fuesen cultos y en la que esa fuerza, una cultura y una sabiduría reales, no diese con una mejor fórmula de organización. Evidentemente no considero este asunto como algo para tomarlo a la ligera. En este post defendía la idea de un quintacolumnismo basado en que la cultura comenzara a tambalear los cimientos del capitalismo salvaje desde adentro, obviando los intentos fútiles consistentes en arrojar huevos desde afuera. Leer, estudiar, interesarse por todo, no vegetar, provocar cambios de facto a pequeña escala: una estrategia cuyo éxito estaría basado en su oficiosidad. Decía entonces conocer casos, y ahora he sido consciente de otros incluso más grandes.

Umair Haque es “otro” nuevo gurú de la economía sostenible que tiene una, como la denominan, boutique consultora de negocios. Un tipo al parecer hiperactivo y empeñado en refundar el capitalismo que ha escrito un libro titulado El nuevo manifiesto capitalista. Ya en el prólogo Gary Hamel, un viejo y reputado economista inconformista, cuestiona el capitalismo de manera constructiva y, literalmente entre paréntesis, delinea sus defectos más flagrantes. De forma muy resumida:

• El objetivo de las empresas es ganar dinero (no mejorar el bienestar humano).

• A los ejecutivos sólo se les puede culpar de sus acciones (no de sus consecuencias de segundo y tercer grado).

• A los ejecutivos se les compensa en función del corto plazo (no de la creación de valor a largo plazo).

• Los clientes son compradores de productos (no los jodidos por las acciones de la empresa).

• Es legítimo que la empresa se beneficie de explotar la ignorancia del consumidor y de limitar su oferta.

• A los clientes sólo les interesa el funcionamiento de un producto y su precio (no los valores profanados en su producción y venta).

• Los empleados son recursos humanos y luego seres humanos.

• A la empresa sólo le mueven valores egoístas (no el amor, la felicidad, el honor, la belleza y la justicia).

• Etc. (Hamel leyó a Sinclair.)

Friedman, Nobel de Economía, estaba equivocado cuando dijo que “un sistema de mercado podía autorregularse”; Greenspan, discípulo del Nobel y antiguo gobernador del Tesoro norteamericano, estaba consternado porque “todas las sofisticadas matemáticas y maravillas informáticas no bastaban para reparar el fallo sistémico del egoísmo ilustrado”; el principal asesor de Barack Obama, Larry Summers, admitía que había que replantearse la economía en sí; y Krugman, otro Nobel más, dijo que “la macroeconomía moderna es espectacularmente inútil en el mejor de los casos y positivamente perjudicial en el peor”. Es decir, quienes se supone que llevan la voz cantante están de acuerdo en que urge una cirugía radical del sistema capitalista y en que la parte cerda del mismo debe ser expurgada de inmediato. Y sin embargo nada parece cambiar… a mejor. Quizá porque ese cambio ha de venir desde el interior, un interior ahora podrido.

Haque se dedica a analizar dónde están los fallos y cómo podrían solucionarse para eliminar las frases previas a los paréntesis, estos mismos y los noes de la lista anterior. Escribe mal, es decir: no sabe escribir o no sirve para escribir (no es Michael Lewis). Pero sus ideas son interesantes, sobre todo porque en realidad no son suyas sino que surgen de la colectividad: están probadas, no nacen de una reunión altruista y espontánea entre amigos sino del análisis empírico, de la observación más ramplona. Plantea una serie de presupuestos de partida de los que el más impactante es el ejemplo de los Hummers. Un Hummer es esa especie de vehículo supuestamente todoterreno —más o menos el equivalente norteamericano de nuestros repulsivos 4×4— cuya única función es servir de apoyo a la vanidad de su propietario; un elemento de atrezzo más junto con la ropa de marca y la tarjeta Platinum. Si sólo se tratara de un gadget identificativo de posición económica —que no social—, no habría mayor problema —o el problema lo tendrían, como de hecho lo tienen, los palurdos que gustan y gastan ese tipo de gilipolleces—, pero lo espantoso es que los Hummers del sistema capitalista, con sus motores de combustión interna gigantescos, sacrifican el futuro para “disfrutar” del presente. Son un ejemplo perfecto del egoísmo humano no sólo para con sus contemporáneos sino también para con las generaciones venideras. No añaden valor a la raza humana y, es más, la diezman física y moralmente. Hummers hay muchos: las viviendas surgidas de la especulación, la ropa confeccionada en condiciones infrahumanas, los productos que limitan la competencia, los Big Mac, por supuesto los malos libros… Y la culpa de que esos estúpidos Hummers existan es exclusivamente de un conjunto de cerdos capitalistas que se lucran inoculando necesidades espurias en una fenomenal manada de incultos —otro día escribiré sobre cómo se hace esto a un nivel cuasi científico, que también tiene miga—.

Partiendo de tales presupuestos, Umair Haque se dedica a desgranar las claves para conseguir que las empresas cambien de verdad desde un capitalismo eficiente (para con ellas mismas y sus accionistas) hasta un socialismo eficiente (“socioeficiencia”), lo que, paradójicamente, ya están haciendo algunas y les está yendo muy bien: Apple, Wal-Mart, Nike (aunque parezca mentira), Google, Nintendo, Starbucks, Wikimedia y un (corto) etcétera. Lo irónico es que todas estas empresas triunfan sobre sus competidores. Dedicándose de manera activa a no joder a los demás, teniendo cuidado de por dónde pisan y echando la vista hacia más allá del mero plazo anual de rendición de cuentas, ganan más dinero —Wikipedia aparte…—. Ser bueno, más allá de la clásica excelencia de producto y gestión implícita en este adjetivo, es rentable porque parece que la sociedad está deseosa de reconocer la diferencia. Los casos de Apple y Google, por todos conocidos, son paradigmáticos, dignos de remedo y copia ad infinitum. No quiere decirse con esto que se trate de empresas perfectas; tienen fallos a patadas, entre otros motivos porque la dimensión les afecta negativamente. Pero al compararlas con sus competidores clásicos —Yahoo!, Microsoft— y sobre todo con las clásicas empresas cortijeras —por muy número uno meramente numérico que sean, su éxito sigue estando basado en el sufrimiento ajeno— a que estamos acostumbrados en España, no extraña que levanten la ola de admiración que levantan.

La jungla demuestra que la literatura puede convertirse en una poderosa arma de destrucción de sistemas, y El nuevo manifiesto capitalista, con sus defectos expresivos pero con sus virtudes expositivas a modo de user’s guide, ofrece propuestas para cambiar desde adentro un capitalismo que, si hiciera caso de ellas, ya no sería capitalismo sino otra cosa totalmente distinta.

JOSÉ LUIS AMORES

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