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Carolyn Steel: “Elegir ser consumidor por encima de persona es la muerte en vida”

Por El País Semanal  ·  01.01.2022

La arquitecta Carolyn Steel (Londres, 1965) cuestiona el modelo de prosperidad basado en la explotación de la naturaleza. Ha explicado en el libro Ciudades hambrientas (Capitán Swing) cómo la forma de las urbes depende de la manera en que nos alimentamos, y en su nuevo ensayo, Sitopia, cómo la comida puede salvar al mundo. La entrevistamos en el congreso sobre cambio climático Carta de Santiago que acogió en noviembre la capital gallega.

¿Por qué pagamos más por la plata si necesitamos más el trigo?

La gente que paga por la plata ya tiene el trigo. Hace 10 años me pregunté qué es una buena vida. Me obsesionaba averiguar qué nos hace felices y por qué nuestra economía se dirige en la dirección opuesta.

¿Qué encontró?

Nuestra idea de una buena vida es un concepto del siglo XIX. La vida de cualquier agricultor era dura. De modo que si alguien le decía: “Ya no tendrás que trabajar a la intemperie, lo harás bajo el techo de una fábrica”. ¿Cómo rechazar esa promesa de futuro?

¿Qué hemos perdido tratando de alcanzar la buena vida?

Antes la manera de resolver los problemas de la vida determinaba la existencia. Y comer es una de las grandes cuestiones porque, si no lo solucionas, mueres. Por eso los políticos hablan tanto de comida. Ernst Schumacher lo explica en Lo pequeño es hermoso: “El crecimiento económico no mejora la vida del hombre. La mejora poner la economía al servicio del hombre”. Es eso: la buena vida no puede existir mientras la de los otros está en peligro.

La historia parece empeñada en demostrar lo contrario.

Pero no hemos encontrado la buena vida.

¿Los problemas de la humanidad comenzaron cuando dejamos de compartir el bosque o cuando dejamos de cultivar lo que comemos?

Algunas sociedades de cazadores nómadas tenían una aspiración material tan baja que conseguían lo que se proponían y la gente se sentía rica.

¿Cómo lo sabe?

Leyendo a historiadores como Marshall Sahlins [autor de Economía de la Edad de Piedra] entiendes cómo les costó cambiar porque estaban felices viviendo en la naturaleza. Trabajaban para sobrevivir. Entendían la naturaleza como un lugar de abundancia, no como un medio del que protegerse. No temían las malas cosechas: cuando no había, se trasladaban. Desde que nos convertimos en sedentarios vivimos con sensación de escasez.

El sedentarismo nos hizo perder…

Comida, forma física, dientes… La vida de los recolectores era dura, pero completa: los mantenía alerta y en forma. La idea del trabajo no existía: recolectaban y cazaban para comer. Muchas sociedades fueron igualitarias y esas fueron lo más cercano a una democracia que hemos tenido jamás: compartían el trabajo, se ayudaban y se cuidaban entre ellos. Tenían una óptima alimentación porque comían de todo. Ahora redescubrimos que la diversidad alimentaria es la base de la salud.

¿La rentabilidad ha matado la diversidad?

Exacto. El 95% de todas las semillas que hay en el mundo están en manos de una única compañía: Monsanto.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Controlar el alimento es poder. Muchos problemas históricos explotaron cuando los responsables de alimentar al pueblo no conseguían hacerlo. Los políticos de hoy no quieren ese problema, dedican su energía a ser reelegidos. Y el poder de alimentar queda en manos de otros.

De cada vez menos: los supermercados están en manos de pocos grupos.

Vivimos la ilusión de la diversidad. Los supermercados tienen miles de productos. Pero, en realidad, muchos son repeticiones de distintas formas realizados por la misma marca. Parece que podamos elegir, pero lo realmente distinto es mucho más caro porque cuesta más producirlo. La alimentación del planeta está en manos de apenas cinco marcas. Los colmados y las fruterías de barrio no pueden competir con eso. Comemos lo que quieren que comamos. Amazon ha empezado a servir comida a domicilio. No tienen bastante con una parte del pastel, lo quieren todo. Y nosotros se lo permitimos a cambio de una cierta comodidad y una pequeña rebaja en el precio.

¿Qué hace posible que los aguacates de otro continente sean más baratos que los que crecen cerca, en el denominado kilómetro cero?

Los subsidios para combustible que reciben las compañías aéreas. Los políticos trabajan con la industria alimentaria, pero no asumen responsabilidades. A cambio, hacen lo que las empresas de alimentación les piden: subsidios, tipos de fiscalidad… A los gobiernos les aterra lidiar con la comida.

¿Por qué?

Porque a la gente no le gusta que le digan lo que debe comer. O beber. Forma parte de la idea de libertad que ha arropado el capitalismo neoliberal: hacer lo que a uno le da la gana sin pensar en las consecuencias. Desde ese punto de vista, comer cerezas en diciembre es libertad. Desde el punto de vista biológico, comer algo fuera de estación es un sinsentido con un alto coste de contaminación. No hay un concepto más desvirtuado. Si libertad es hacer lo que me da la gana, por lógica va en contra de cualquier convivencia.

¿Cómo debe organizarse la sociedad?

Necesitamos políticos que entiendan que están en el poder para servirnos, no para firmar contratos y hacer dinero, que es lo que la mayoría busca. Por eso dejan la alimentación de la población en manos de la industria alimentaria. Muchas de las cuestiones que nos han hecho tan vulnerables a la covid están relacionadas con la forma en que vivimos y qué comemos. Y es un fenómeno del siglo XX. Mercados como Les Halles, en París, o Smithfield, en Londres, nacieron para tener su propio poder. Eran un lugar de intercambio. Hoy, nada más llegar a la ciudad, la comida se mercantiliza, se convierte en dinero.

¿Cómo cambió?

La industria de la alimentación moderna se inventó en Chicago gracias al ferrocarril. Eso separó al agricultor de lo que vendía e hizo que la comida fuera anonimizada: ya no existía un compromiso entre granjero y consumidor. La comida se convirtió en mercancía.

En los años setenta, Francia e Italia tenían leyes que impedían construir supermercados de más de 1.000 metros cuadrados. ¿Qué pasó?

Lo que sucede hoy lo hemos vivido hace tiempo en el Reino Unido porque tuvimos antes un sistema de comida industrializado. Eso hace que la gente deje de cocinar y la fruta se empaquete en plástico. Es una herencia norte­americana donde el supermercado se convirtió en sinónimo de modernidad. El tiempo para comprar, cocinar y comer juntos se fue perdiendo. Ahora está pasando en España: la gente compra bocadillos envasados en plástico.

Y manzanas peladas.

¿Qué será lo próximo? ¿Manzanas premasticadas? ¿Predigeridas? [Carcajada].

¿Hasta dónde se puede llegar?

Al final todo remite a lo mismo: ¿cuál es nuestra idea de una buena vida? Y parece que esforzarse lo mínimo lleva las de ganar: no cocinar, no limpiar y ver Netflix toda la noche. Es una podredumbre global. No lleva a una vida mejor.

¿Usted ve Netflix?

Sí. Claro que necesito relajarme en casa. Pero intento que eso no decida todo lo demás, como comer bien, ser justa o sentirme bien.

¿Qué hace para sentirse bien?

Cocino. Cultivo verduras. Escribo, investigo, denuncio… El circo romano entretenía y alimentaba a la población. Y algo parecido tenemos hoy. Estamos pagando un precio muy alto por tener comida y entretenimiento baratos. Elegir ser consumidor por encima de persona es la muerte en vida.

¿Por qué no lo vemos?

Hemos sido persuadidos. Para que el engaño triunfe debe existir tolerancia ante el autoengaño y eso lo tenemos muy desarrollado porque evita el sufrimiento. Pero en realidad lo pospone. Y lo agranda. Unos 70 millones de americanos todavía creen que Donald Trump ganó las últimas elecciones. Ese es el mundo en que vivimos. El poder de los medios actuales para perpetrar mentiras da terror.

¿Vivimos en una sociedad escapista?

“Come solo estas pastillas y adelgazarás”, o lo contrario: “Come todo el azúcar que quieras y siéntete bien reafirmando tu personalidad”. Las empresas nos venden una idea de la buena vida que es, en realidad, la mala vida. Comida barata es vida barata.

Cultivar los propios alimentos es una utopía.

Claro. Pero no lo es tratar de recuperar la conciencia de lo que es la comida: algo vivo. La limpieza de la modernidad parece separarnos de lo que está vivo: la vida ensucia.

¿Qué ha hecho posible que paguemos un 23% menos por la comida que en 1980?

Hemos externalizado su verdadero coste.

¿Quién está pagándola?

Nosotros. Pero no en el supermercado. Pagamos con impuestos: reduciendo la fiscalidad de las empresas o su coste de transporte. Estamos contribuyendo a destrozar el planeta por la forma cómoda en que hemos decidido alimentarnos.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

De la misma manera que la gente abandonó el campo y se trasladó a la ciudad. Sin olvidar la dureza del campo, la ciudad no fue la comodidad que prometía ser. Lo mismo ha sucedido con la tecnología. Nos prometió facilitarnos la vida y aceptamos. Lo que no sabíamos que firmábamos, aceptándola, era que el acceso a la naturaleza sería cada vez más difícil o que los trabajos dejarían de proporcionar orgullo y motivación.

Si somos lo que comemos, ¿qué somos?

El producto de un sistema de alimentación industrializado: cambio climático, degradación del suelo, reducción de la biodiversidad, hambre, obesidad, sequías y covid, claro. Esta pandemia es una consecuencia directa de la falta de biodiversidad que sufre el planeta.

¿La falta de biodiversidad obedece a valorar más la rentabilidad que el largo plazo?

El melón más grande, los huevos más fáciles de producir… Si todo lo apuestas a un tipo de árbol, naranja o lo que sea, cuando llegan las plagas nada se salva. Hemos construido un sistema de producción tan eficaz que termina siendo ineficaz.

¿Hemos hecho algo bien?

Como regla general, casi todo lo que promete eficacia termina por no ser eficaz. Si mecanizo el proceso productivo, ¿de dónde sacarán dinero los trabajadores para comprar lo que produzco?

¿Ser hija de enfermera y médico la llevó a prestar atención a la alimentación?

Entendimos desde niños la relación entre comida y salud. Si se nos caía algo al suelo, nos lo hacían comer: los microbios protegen construyendo resistencia.

Pero la obsesión le llegó en el hotel de sus abuelos paternos, The Miramar…

Allí me fasciné con la puerta que separaba la vida de los clientes de la del servicio. Nuestro lado era ruidoso, caótico. Y el otro silencioso, placentero…

¿Cuál prefería?

La cocina, siempre.

¿Es buena cocinera?

Sí. Con perdón.

¿Por qué quiso ser arquitecta?

Me costó 20 años expresar que para mí la arquitectura no eran los edificios, sino la manera en que se habitan. En la universidad, la manera en que los arquitectos hablaban de arquitectura me aburría. Me gusta que las cosas funcionen, pero no me emociona el detalle constructivo. La mirada de las mujeres en la arquitectura es otra. Aunque hay excepciones —Zaha Hadid se comportaba como un hombre produciendo arquitecturas poco habitables—. Mi punto de vista plural proviene de mi familia. Mi madre era finlandesa y mi padre judío polaco-escocés-holandés. Nunca me sentí británica.

¿Por qué?

Nunca formé parte del grupo de niños guais. Solo tuve dos amigos. Era una outsider.

¿Qué quiere decir?

No lo pasé bien. De pequeña trataba de encajar en la manera de vivir de los demás sin plantearme lo que yo quería o podía hacer.

¿Fue buena estudiante?

Sí. Era mi defensa: ordenada, puntual y pulida. Hasta que llegué a Cambridge y empecé a rebelarme. Me negué a proyectar una residencia de estudiantes. ¡Con los problemas que había en el mundo quería hacer algo útil! Y conseguí hacer una propuesta alternativa a la transformación que por entonces se estaba diseñando para los muelles de Londres convertidos en viviendas de lujo más para invertir que para vivir.

Dio clase en el departamento de ciudades de la London School of Economics.

Allí había sociólogos, ingenieros, especialistas en movilidad… Pero descubrí que a pesar de esa diversidad, sus saberes no se contagiaban, no se fundían en un mensaje pluridisciplinar. De modo que no logré introducir la vida real en el discurso urbanístico. Y comencé a investigar sobre la comida. Dediqué siete años a escribir Ciudades hambrientas.

En el libro habla de resistencia: ciudadanos oponiéndose a la desaparición de mercados o los vecinos de Primrose Hill a la llegada de un café Starbucks. ¿Lograron frenarlo?

Sí. La gran escala no es nunca benigna. Los comerciantes y los clientes ganan cuando se conocen. El lazo entre vendedor y consumidor se estrecha y eso mejora la vida en el barrio. Hoy se cambia a los empleados de las sucursales de los bancos para que no sientan empatía. Hay ayuntamientos que protegen los pequeños comercios frente a los arrasadores supermercados. Si dejamos que desaparezcan las calles mayores, la vida será peor en las ciudades. Nos pasó en Inglaterra porque apostamos por el modelo de vida norteamericano que consume más que cocina.

¿Quién cocina en las casas?

No defiendo recuperar al ama de casa de los años cincuenta. Defiendo que todos podamos cocinar. Para mí es un placer. Me encanta alimentar a la gente. No hay nada más importante que eso.

Cocinar es tener tiempo.

Exacto. Es hacer un pastel para alguien en lugar de mezclar el preparado que venden en el súper.

En 1921 el Gobierno británico consideró importante mantener la diversidad en la fruta. Para 1992 lo juzgó innecesario. ¿Qué pasó?

Los políticos se alejan cada vez más de la responsabilidad de alimentar a los ciudadanos. En el supermercado hay tres variedades de manzanas, aunque existen más de quinientas. Eso resume la logística de la alimentación: más eficacia y mercancía vistosa. La razón por la que se cultivan unas manzanas y no otras es para que haya todo el año la misma fruta. Tenemos esa ilusión absurda de que para la fruta no existen las estaciones. Comemos cerezas en Navidad que no saben a nada. Pero hemos vencido la organización natural. ¡Ja!

¿Somos poshumanos?

Todavía no. Nos sentimos mejor compartiendo. Recuerde: nadie se quiere comer la última aceituna. Eso es querer compartir y el altruismo es más poderoso que el egoísmo. Es mejor elección.

¿Vive sola?

Sola, ni hijos, ni mascotas ni exmaridos o exmujeres. Jamás lo hubiera imaginado, pero me encanta. La soledad es relativa. Disfruto cuidando las plantas porque es un tipo de relación con otro ser vivo. Epicuro lo escribió: acepta la necesidad y obtén placer de lo que haces. También tengo grandes amigos. Los grandes amigos son la familia elegida. Ya sabe: no discutas o te quedas fuera.

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