Un libro radiografía la historia del siglo XX comunista a través de sus edificios. Un viaje íntimo por el legado de las grandes avenidas, los extensos complejos residenciales, los monumentos patrióticos o la reivindicación de los espacios públicos.
Mikrorajon, microdistrito o microrregión, es el título que se le da a los vastos y ciclópeos complejos de viviendas del mundo soviético. El cordón sanitario de bloques lineales de hormigón monolíticos, unívocos y reduccionistas que rodeó los pintorescos cascos urbanos de las grandes urbes de la Europa del Este —Budapest, Praga, San Petersburgo, Cracovia, Vilna o Tallin— es una de las imágenes más representativas para el turista occidental, la visión bárbara y vacua del primer encontronazo con el legado del comunismo.
Pero la memoria de esas estructuras «inhumanas», que comenzaron a construirse en serie durante la segunda mitad de la década de 1950 y como reacción las ciudades Potemkin, esas que escondían una pobreza general tras fachadas esplendorosas, colisiona con una irónica paradoja. Fueron, por norma general, el resultado de una de las políticas más humanas de la URSS: la provisión de viviendas decentes tan subvencionadas que eran prácticamente gratuitas. El precio del alquiler solía oscilar entre el 3% y el 5% de los ingresos de los trabajadores.
Un ejemplo sintomático de esta arquitectura socialista es el microdistrito de Rusavinka, en Kiev, un área del tamaño de una metrópoli —poblada por más de un millón de habitantes— en la orilla izquierda del Dniéper totalmente cubierta de bloques de pisos en cuya construcción se utilizaron métodos de prefabricación industrializada. Solo hay miles viviendas y algunos edificios secundarios a este lado del río, mientras que al otro se encadenan las arterias comerciales, los museos, la estación de trenes central o la industria. Llevamos un mes observando postales de estas moles residenciales, pero destripadas y ennegrecidas por las bombas de Vladímir Putin.
El metro fue otra de las obsesiones de la arquitectura soviética. Capitán SwingLa verdadera historia del maquis: de los atentados en Madrid a la implacable represión de FrancoEl historiador Julián Chaves realiza en su nueva obra una radiografía actualizada de la organización y las acciones de la guerrilla antifranquista de posguerra.
Los mikrorajon son uno de los protagonistas principales de Paisajes del comunismo (Capitán Swing), un viaje íntimo de Owen Hatherley al «mundo paralelo» y semiperdido de la arquitectura socialista. En su obra, un híbrido entre la crónica de viajes, el ensayo histórico y el análisis del desarrollo urbanístico de las grandes urbes soviéticas que trata del poder y de lo que el poder les hace a las ciudades, el escritor y periodista británico narra sus peripecias, anárquicas y dictadas por la permisividad de su bolsillo, por los memoriales autoconmemorativos o los inmensos centros sociales donde se inculcó la ideología colectiva.
«Este libro lee la historia a través de edificios y como tal debería leerse», advierte el autor, que describe con precisión fotográfica las características de la architecture parlante comunista, una arquitectura que habla, que explica constantemente el Estado al que representa, y que se caracterizó por una montaña rusa de estilos arquitectónicos: del movimiento moderno al clasicismo, pasando por el Barroco, un extraño rococó déspota o el Brutalismo. «Es un libro sobre superficies y sobre los numerosos aspectos políticos e históricos que podemos aprender de las superficies, sobre todo de Estados tan obsesionados con la superficie como estos».
Hatherley recorre las enormes avenidas ceremoniales, llamadas magistrale por el tufo burgués que desprendía el concepto bulevar, que se construyeron en Moscú o en Berlín: la de la calle Gorki —hoy Tverskaya y utilizada en multitudinarios desfiles para exhibir músculo militar— o la Karl-Marx-Allee, conocida originalmente como Stalinallee, respectivamente. También observa los magníficos metros, una «especialidad soviética», los jerárquicos rascacielos —durante más de setenta años, y con un par de breves interrupciones, algún tipo de edificio moscovita ha lucido el distintivo de ser el más alto de Europa— e indaga en el porqué de las minuciosas reconstrucciones de cascos históricos, casi piedra a piedra, de lugares devastados por la II Guerra Mundial como Varsovia. La principal conclusión es que el discurso estalinista tuvo alergia al movimiento moderno.
El libro ofrece una historia esmerada —se echan en falta relatos personales, microhistorias de ciudadanos soviéticos, aunque entonces las 700 páginas se hubiesen alargado demasiado— de la Europa comunista del siglo XX a través de sus edificaciones. También puede ser abordado en clave turística para descubrir el legado más rocambolesco de la arquitectura de la URSS, como las farolas de acero que se asemejan a un cúmulo de puños alzados y apretados en la sede central de los sindicatos de Bratislava. Postales de la «utopía del hormigón».
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