Los últimos estudios demuestran el insólito poder de los que hablan poco: caen mejor, prosperan en el trabajo e incluso, tienen mejor salud mental. “Aprender a callar os cambiará la vida” , asegura el ensayista Dan Lyons en su nuevo libro, Cállate.
No falla. Las respuestas a ‘¿qué superpoder te gustaría tener?’ son siempre las mismas: adivinación, invisibilidad, teletransportación… Está por llegar el día que alguien se desmarque del topicazo en el ‘cuestionario Proust’ y confiese que preferiría no hablar más de la cuenta a volar. O que le haría más ilusión ser confundido con Harpo Marx que viajar en el tiempo. Ese día, sin embargo, todavía parece lejano. Dosificar las palabras y administrar los silencios no suele ser visto como virtud en una sociedad que glorifica a los bocachanclas y hace de menos a quienes deciden mutearse.
Sin embargo, el ensayista Dan Lyons tiene un mensaje para cualquiera que pretenda sobrevivir entre tanta verborrea. “Os lo digo como amigo, así que no os lo toméis a mal, por favor. Pero quiero que cerréis la puta boca. No por mi bien. Por el vuestro”, sugiere este periodista especializado en tecnología en las primeras líneas de su nuevo libro: Cállate. El poder de mantener la boca cerrada en un mundo de ruido incesante’ (Ed. Capitán Swing).
Lyons (Massachussets, EEUU, 63 años) ha trabajado durante décadas como redactor en Newsweek, editor en Forbes y colaborador en The New York Times. Su interés no es la cacharrería ni las fluctuaciones del Nasdaq, sino el impacto de la tecnología en el usuario o qué se cuece los despachos más poderosos, lo que le ha convertido en una especie de antropólogo empotrado en Silicon Valley. Ahora, para redactar su tesis sobre las consecuencias de dar la turra, ha entrevistado a neurocientíficos, psicólogos, lingüistas e, incluso, un ex agente de la CIA. Así que sabe perfectamente de lo que habla… y de lo que no.
“Aprender a callar os cambiará la vida. Os hará más inteligentes, más simpáticos, más creativos y más poderosos. Puede que hasta os prolongue la vida”, prescribe, como si se tratase de un antiinflamatorio, a ese compañero de oficina que cada lunes apaliza al personal con detalles de su irrepetible fin de semana o al cuñao que no deja intervenir a nadie más en la cena familiar. “Las personas que hablan menos tienen más probabilidades de ascender en el trabajo y de imponerse en las negociaciones. Hablar con intención -es decir, no hablar sin más- mejora nuestras relaciones, nos convierte en mejores padres y puede aumentar nuestro bienestar psicológico e incluso físico”.
Reza el viejo refrán castellano que “quien calla, otorga”. En realidad, se trata de una falacia: nunca como hoy está tan justificado abrocharse la cremallera, cerrar el pico, darse un punto. El gallinero en el que se ha transformado la conversación social y el debate público, que prácticamente exige subir el tono y resultar ofensivo para sobresalir entre otros muchos gritones, confirma hasta qué punto es saludable practicar el silencio activo.
Aprender a callar os cambiará la vida. Os hará más inteligentes, más simpáticos, más creativos y más poderososDan Lyons
Mientras, el perfil bajo ha pasado a ser, paradójicamente, una forma de rebeldía. A ello se añade una constatación: el poder no suele estar en manos de charlatanes, sino de gente a la que intentar sacarle las palabras parece tan duro como sacarle una muela. Ahí está, por ejemplo, Tim Cook, mandamás de Apple y sucesor de otro ilustre lacónico como Steve Jobs.
“Reconozco que Donald Trump es una excepción a esta regla”, bromea Lyons por videollamada desde su casa en la Costa Este. “Y lo mismo pasa con Elon Musk. Ambos hablan hasta por los codos y tienen el mismo problema: son narcisistas patológicos. En el extremo contrario están Anna Wintour, que es increíblemente callada a propósito. Barack Obama era famoso por su capacidad de escucha, igual que Angela Merkel: cuando coincidían, cada uno intentaba hablar menos que el otro. Abundan las personas muy poderosas que lo son por guardarse sus pensamientos para sí mismas”.
Cállate es, al mismo tiempo, inquietante e hilarante, porque Lyons también es humorista. El autor relata su propio viaje de reconocimiento y superación de algo que considera tan peligroso como la adicción al fentanilo. Su proceso de transformación personal -de 50 puntos a 40 en la escala de Talkaholic– le permite conocer al lector hasta qué punto ha pagado cara Lyons su condición de bocazas: un mensaje de Facebook en el que criticaba al jefe de la empresa de marketing digital en la que trabajaba se tradujo en su salida de la empresa por la puerta de atrás y en la pérdida de unas acciones que hoy valdrían ocho millones de dólares.
Aunque brinda hasta cinco trucos para que el hablador compulsivo se los aplique a sí mismo, el ensayo trasciende el concepto de manual de autoayuda. Recurriendo a la ciencia, explica cómo el runrún permanente a nuestro alrededor destruye la capacidad de pensar y trabajar. Diversos estudios y un experimento llevado a cabo en un gigante tecnológico que evita mencionar le sirven para reventar otro mito: que las mujeres hablan más que los hombres.
El periodista denuncia que ellas han sido consideradas cotillas durante siglos y por culturas de todo el mundo, cuando lo cierto es que son ellos los propensos a hablar en exceso. Y se remite a las pruebas. Investigadores de la Universidad de Texas descubrieron que tanto las mujeres como los hombres largan 16.000 palabras al día de media… y que los tres sujetos más parlanchines de su muestra eran varones.
Unos colegas de la Universidad George Washington revelaron que los hombres interrumpían a las mujeres un 33% más que a sus congéneres, fenómeno bautizado como manterrupting. “Es un prejuicio de género que se manifiesta en el habla”, observa el autor de Cállate. “Lo practican hombres que se creen más importantes que las mujeres y merecedores de un estatus superior. Son egohabladores que consideran que sus opiniones son mejores y, por tanto, merecen más tiempo”.
Los hombres interrumpen a las mujeres un 33% más que a sus congéneresUniversidad George Washington
La percepción de chismosas al nivel de La vieja’l visillo de José Mota persigue a las chicas desde la escuela primaria hasta los despachos más altos. En 2017, David Bonderman, miembro del consejo de administración de Uber, declaró que incorporar más mujeres al organismo significaría que “probablemente se hablaría más”. Yoshiro Mori, jefe del comité organizador de los Juegos Olímpicos de Tokio y ex primer ministro japonés, había dicho lo mismo cuatro años antes. Pero la realidad es precisamente la contraria: en la mayoría de los contextos, y sobre todo en el profesional, ellos le dan mucho más al palique que ellas.
“Es importante que las mujeres hablen. Pero caminan por un terreno minado, como señaló Sheryl Sandberg [ex directora de operaciones de Facebook]. Realmente les corresponde a los hombres ser conscientes de esta dinámica y callarse”, expone el plumilla con cierta resignación. En caso de que dicho tratamiento no funcione, propone que las chican opten directamente por la terapia de choque recomendada por la escritora y activista Soraya Chemaly. Esto es, repetir a diario tres frases: “Deja de interrumpirme”, “Eso lo acabo de decir yo” y “No necesito explicaciones”.
Lyons adquirió estatus de ídolo popular a principios de los 2000, cuando se supo que era él quien estaba detrás del blog paródico The Secret Life of Steve Jobs. Después publicó Disrupción (Ed. Capitán Swing, 2016), en el que relataba sus peripecias como veterano rodeado de chavales con capucha en HubSpot, la compañía de la que se autodespidió con un post. Y más recientemente escribió un guión para la serie cómica Silicon Valley (HBO). ¿Habría podido hacer todo eso el Mark Twain de Palo Alto sin ser un lenguaraz desatado?
“Hablar demasiado me ayudó en muchos sentidos. Imitar a Jobs demandaba cierta desinhibición para permitirme decir cosas que tal otras personas no habrían dicho. Y eso me llevó al negocio paralelo de dar conferencias, algo que encontré bastante sencillo”, confiesa. “Al mismo tiempo, reconozco que hablar mucho también tuvo un coste. En concreto, me penalizó con mi mujer [estuvo a punto del divorcio] y mi hija. A mis peroratas en casa las llamaban danálogos. Pasar tiempo en silencio con ella o sólo escuchándola mejoró enormemente nuestra relación”.
Testigo privilegiado en la meca tecnológica mundial de dos burbujas -la de las empresas puntocom y la de las startups– y tal vez de una tercera -la del metaverso, las criptomonedas y los NFT-, el periodista y ensayista insiste en soltar amarras con el cacofónico planeta en el que vivimos. Lamenta la muerte de la conversación espontánea con desconocidos o small talk por culpa del uso absorbente de la tecnología (“Los dispositivos digitales nos hunden en la soledad y acaban con el civismo; yo llegué incluso a soñar que mantenía una charla en una conversación con Jobs…”) y admite, en plena campaña promocional, que “los mejores entrevistadores son grandes oyentes: ser un periodista silencioso tiene sentido”.
¿Cómo de difícil es mantenerse lejos de la adicción al cotorreo? A base de fuerza de voluntad, Lyons demuestra que no hay nada imposible. “He sufrido recaídas, aunque he logrado mantener una mejoría general. Al menos eso dice mi mujer. Pero te contaré una cosa”, prepara el terreno. “Ahora cuando estoy cerca de personas que hablan demasiado sólo pienso en marcharme. De hecho, intento evitarlas, cosa que no siempre consigo. Toparte con un charlatán es como caer de nuevo en la droga“.
¿Un ejemplo? El chico irlandés que suele venir a casa cuando necesitamos un manitas habla demasiado. Una vez estuvimos tres horas dale que te pego. Le tuve que decir: ‘Es como si te presentas en casa con una bolsa de cocaína justo cuando yo acabo de desengancharme’. Así que he tenido que desarrollar estrategias para evitarle. Le dejo la llave para que venga cuando no estoy, cierro la puerta de mi despacho… o finjo que estoy hablando por teléfono”.
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