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Calaveras humanas, botellas romanas, zapatos Tudor: la historia de Londres a través de objetos encontrados en el fango del Támesis

Por El País  ·  14.01.2023

Lara Maiklem (Surrey, 52 años) ha visto al menos tres cadáveres flotando en el río Támesis. Y muchos otros restos humanos de tiempos pretéritos, tibias, calaveras, mandíbulas con dientes todavía insertados: gentes que se caían de los barcos accidentalmente, que morían en batallas, que se quitaban la vida o que eran arrojadas a las aguas porque alguien quería deshacerse de su cadáver (y que nunca más se supiera). Maiklem, de hecho, encontró una calavera cerca del estuario a la que bautizó como Fred: tenía 300 años y probablemente perteneció a un preso recluido en una prisión de la zona.

Tampoco se trata de eso, sino más bien de encontrar esos objetos que una ciudad tan populosa y con una historia tan larga como Londres ha ido dejando sobre el río que la atraviesa. “El río es omnipresente en Londres, pero a veces parece que ni lo vemos”, explica Maiklem, autora del libro Mudlarking. Historia y objetos perdidos en el río Támesis (Capitán Swing). Ahí cuenta sus peripecias y hallazgos como mudlarker, es decir, como una de esas rebuscadoras que aprovechan las mareas bajas (la ventaja del Támesis es que es un río con mareas) para escrutar el barro y encontrar los regalos de otros tiempos. “A la gente le fascina, porque todos llevamos dentro un cazador recolector”, dice. “Es la excitación de encontrar algo que no estabas esperando”.

El mudlarking ha sido históricamente una actividad ligada a las clases más bajas de la sociedad. “Existe desde que hay gente tan pobre como para andar buscando entre lo que otra gente desecha. El término comienza a usarse a finales del siglo XVIII, referido a esta gente que vive en los márgenes. Era una forma de supervivencia, pero ahora se ha convertido en un hobby”, dice la autora, que ha popularizado la actividad en las redes sociales bajo el nombre de The London Mudlark. Su libro es también una reflexión sobre la historia de la ciudad y también “una carta de amor” al río: “Es un hermoso lugar feo, como todo Londres, que es un poco macarra”, bromea.

Tapones de botellas romanas, tipos de plomo del siglo XIX (del encuadernador T. J. Cobden-Sanderson, que arrojó quinientas mil piezas al río, por donde Hammersmith), ladrillos de la época Tudor, la banda de un peregrino medieval, una espada del siglo XVI, un recipiente de la Edad de Hierro… el Támesis es el lecho arqueológico más largo de Inglaterra: miles de objetos custodiados en museos proceden de sus orillas. Por ejemplo, el célebre escudo de Battersea, una pieza de bronce celta datada entre el 350 y el 50 a. C., ahora en el Museo Británico. Para empezar a buscar, se recomienda consultar mapas antiguos y acudir allí donde hay o ha habido actividad humana: almacenes, muelles, talleres, puentes o embarcaderos. Por eso también es común encontrar piezas sin demasiado valor, asociadas a la vida cotidiana: cadenas de hierro, cuencos de madera, el mango de una sartén de cobre, abalorios, llaves, clavos, trozos de cuerda o las clavijas de un instrumento musical. “Personalmente, este listado me transporta a otras épocas, y al mismo tiempo me resulta muy familiar”, escribe Maiklem, que en 2022 fue elegida miembro de la Sociedad de Anticuarios.

La historia de los cualquiera

Así, en los barros del Támesis los mudlarkers encuentran los restos de la historia de los cualquiera, no esa de los reyes, las dinastías y las grandes campañas militares, sino la del ciudadano de a pie que trataba de sobrevivir junto al río en una urbe cada vez más disparatada. Una de las razones por las que se hallan muchas antigüedades, además de aquellas que la gente arrojaba al agua, es que en otros tiempos los desperdicios se usaban para rellenar y dar solidez a los muros de contención del río y otras estructuras. Cuando estos se van erosionando o son dañados o demolidos, van dejando escapar las piezas, como si estuvieran guardadas en el congelador de la Historia.

Existe una legislación que regula qué piezas pueden quedarse los mudlarkers y cuáles tienen que ser entregadas en el Museo de Londres, que se nutre notablemente de estos hallazgos. Hay objetos considerados “tesoros” por el Estado: deben tener más de 300 años de antigüedad y al menos un 10% en peso de metales preciosos, por ejemplo, aunque existen otras tipologías. Por supuesto, también se encuentra gran cantidad de material contemporáneo en las aguas, sobre todo relacionado con la higiene o la medicina: juguetes de baño, peines, bolsas de colostomía, jeringuillas o cepillos de dientes. Y, cuidado, puede uno toparse con aguas residuales, de las que se vierten en el río el equivalente a 7.200 piscinas olímpicas al año. Hoy el Támesis es uno de los ríos urbanos más limpios del mundo, pero a mediados del siglo XX era tal su suciedad y abandono que fue considerado “biológicamente muerto”. Hubo que afrontar una operación, finalmente exitosa, para recuperarlo.

No lo puede hacer cualquiera: para practicar el mudlarking hace falta una licencia. Y para ser miembro de la distinguida Sociedad de Rebuscadores, fundada en 1962 por Harry Mostyn, conservador del Museo Marítimo Nacional, que ya es otro nivel, es necesario haber tenido la licencia estándar durante dos años y haber hecho aportaciones al Museo de Londres. Hay quien utiliza detectores de metales y quien excava agujeros en el suelo, pero Maiklem no es partidaria de esta última práctica, porque puede deteriorar seriamente objetos enterrados y la propia ribera del río. Ella prefiere simplemente mirar la superficie, tomar aquello que el río le ofrece a simple vista.

Maiklem comenzó a practicar el mudlarking cuando se mudó a la capital, procedente de la granja familiar, en Surrey, a principios de los noventa: como joven inquieta estaba aburrida del medio rural y quería ir a obnubilarse por las luces y el caos londinense. Y lo hizo. Ya en Londres, el Támesis era solo un obstáculo que cruzaba desplomada en el asiento trasero de un taxi cuando volvía, de madrugada, de discotecas y fiestas locas. Pero un día reparó en él… y se sintió bien, como si regresara al hogar.

Para su tarea, de hecho, conserva algunas habilidades de su pasado campestre: la espalda flexible de una familia acostumbrada a recoger patatas y la atención plena a las cosas pequeñas que le inculcó su madre, a la que le gustaba fijarse minuciosamente en todo (incluso hasta llegar a ser algo irritante). Ahora, Maiklem se fija minuciosamente en lo que alberga el fango ribereño y ha adaptado su mirada a interpretarlo, como el científico aprende a interpretar lo que ve al microscopio. En la naturaleza se dan pocas líneas rectas, pocas formas perfectas, de modo que detectarlas en el barro es una forma de detectar aquello que ha sido fabricado por manos humanas.

Algunos peligros de perderse en el río

La práctica del mudlarking tiene ventajas mentales, como una forma de desarrollar la paciencia en tiempos apresurados, de relajarse lejos del smartphone, de aislarse del mundo exterior, de practicar la atención olvidando los problemas mundanos. Aunque esa ausencia de este mundo en pos de la búsqueda puede ser peligrosa: “Hay que estar atenta a la marea, que puede subir rápidamente mientras estás distraída. Y también hay que tener cuidado en las zonas donde el fango es muy profundo y puedes hundirte”, advierte la experta.

A veces, Maiklem encuentra botellas con mensajes dentro, mensajes que son cuentos infantiles de dragones y princesas o que son garabatos íntimos, despedidas de seres queridos que se han ido para siempre o demonios psicológicos que alguien quiere conjurar entregándolos al río, como una terapia, como un sortilegio, en un río que, además, tiene un largo pasado mágico, religioso, espiritual. “A veces rebuscar en el río es como leer el diario de la gente: aparecen cartas de amor, viejas fotografías, anillos de compromiso…”, dice la autora. También aparecen con algo de frecuencia, no demasiada, las preciadas “botellas de bruja”: recipientes rellenos de orina, clavos, pelos o uñas que servían para proteger de los hipotéticos hechizos malignos.

Pero el hallazgo favorito de Maiklem es un pequeño zapato de niño de la época Tudor, en el siglo XVI: “El barro hace que los tejidos se conserven como en el mismo momento en que acabaron en el río, de modo que este zapato está perfectamente conservado, se ve perfectamente la forma de los dedos del niño que lo usó, un agujero donde el dedo gordo… Es como un viaje en el tiempo. Por esa sensación, por hallazgos como ese, merece la pena pasar horas y horas en la humedad y el frío buscando en la orilla del Támesis”, concluye la mudlarker.

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