Si tu vecino de asiento fallece durante un vuelo no esperes que lo cambien de sitio, advierte Caitlin Doughty en ‘¿El gato se comerá mis ojos? Y otras preguntas sobre cadáveres’ (Capitan Swing). En aquellos remotos tiempos en que viajar en avión era glamuroso, existían filas vacías donde poder instalar el cuerpo a la espera del aterrizaje.
Ya no quedan asientos libres. En el mejor de los casos se quedará en el galley -de donde salen los carritos de bebidas- oculto por la cortina, pero es muy probable que la azafata se limite a cubrir al muerto con una de esas mantas «azules y rasposas» que se gastan en las aerolíneas, le abroche el cinturón y ahí lo deje. «Ir sentada junto a un cadáver hasta llegar a Tokio no es la situación ideal, aunque prefiero un cadáver a un bebé llorando«, reflexiona Doughty, que además de escritora trabaja en funerarias desde que era una veinteañera y está más acostumbrada al trato con los difuntos.
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