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Brujas de ayer y hoy

Por CTXT  ·  03.01.2022

Alude Vincent Bevins en el libro sobrecogedor que es El método Yakarta: la cruzada anticomunista y los asesinatos masivos que moldearon nuestro mundo –recién publicado en castellano por Capitán Swing– al odio particular que, entre los autores de la masacre de varios centenares de miles de comunistas, auspiciada por Estados Unidos, que jalonó el acceso de Suharto al poder en Indonesia, despertaba Gerwani, la rama feminista del poderoso partido comunista indonesio. Aquellas mujeres inspiraban en los militares que las matarían un pánico cerval cebado mediante bulos disparatados pero eficaces: las feministas –se propalaba– seducían a los milicos, los llevaban a la cama y, cuando se dormían, les rebanaban los genitales; o los secuestraban en grupo, los llevaban a recónditos santuarios y danzaban desnudas mientras los castraban y les arrancaban los ojos. Por supuesto, nada de ello era ni remotamente cierto. El método Yakarta ilustra bien cómo, frente a la imagen del movimiento comunista como una implacable maquinaria de subversión, la nota entre los comunistas post-1945 fue demasiadas veces la contraria: la candidez más suicida; una confianza y un respeto ilusos hacia las instituciones democráticas. Indonesia o Chile acreditan que, cuando la ideología, esta sí, asesina que es el anticomunismo saca el machete, suele perpetrar sus exterminios sin grandes dificultades; sin resistencia armada inmediata: los comunistas, seguros de que la democracia resistirá, quedan parados como el ciervo deslumbrado por los faros de un automóvil.

En estas carnicerías, las mujeres siempre padecieron una saña extra, porque el machismo violento es condición sustantiva, no adjetiva, de la vesania anticomunista, y en no pocas ocasiones su principal acicate. Para muchos soldados de la yihad macarthiana a lo largo del siglo XX, el miedo determinante no era el reparto de la propiedad, sino el cuestionamiento del patriarcado. Tal es la razón de que hoy que no asistimos a una insurgencia socialista, pero sí a un auge feminista, resurja el anticomunismo con la potencia con que lo está haciendo: hay anticomunismo sin comunismo porque, para no pocos de los McCarthy de hoy, igual que para no pocos de los de ayer, el monstruo bolchevique se presenta ante todo como un desordenador de las jerarquías de género y un malogrador de la feminidad tradicional. Las militantes indonesias despertaban en los acólitos de Suharto la misma repulsión que, treinta años antes, habían motivado en el psiquiatra franquista Vallejo-Nájera la “furia y repulsión oriental” en que la República había trastocado “la gracia y femineidad de la mujer hispana”, entronizando “directoras generales, y diputados y presidentas del Comité”, e incitando “a las demás mujeres a […] actos que nos avergüenzan a todos”. Aquellos hombres asignarían a su Cruzada, como una de sus principales misiones, volver a hacer “honestas y cristianas” a las féminas de España, que en zona roja habían ido –bramaba el Correo de Mallorca en enero de 1939– “haciéndose más horrendamente hombrunas y convirtiendo los campamentos rojos en burdeles”.

El machismo es, de hecho, la condición de posibilidad de un anticomunismo popular, imposible de galvanizar agitando terrores de propietario que, en última instancia, son terrores de cuatro: no hay tantos propietarios; no tantos a los que sea sencillo convencer de que la barbarie roja codicia sus posesiones. La pérdida del privilegio del género sí aterroriza en cambio a millones de varones que tal vez no posean nada más, pero poseen al menos eso: la monarquía absoluta independiente de su casa, ante la cual el feminismo se alza como la amenaza de un regicidio. Millones: pero millones que necesitarán una industria del embuste que vista de decoro, de épica, de majestuosidad, a un pánico a fregar, a hacer las camas, a corresponsabilizarse de los hijos o a tratar con respeto a las parejas sexuales que no deja de ser poco viril en su desnudez. El feminismo debe ser presentado, no como un mero movimiento político, sino como un mal teológico; las feministas, como brujas violentas sedientas de sangre o amazonas emasculadoras, derrotar a las cuales adquiera los contornos de una gesta que canten los trovadores en lugar de los de una pataleta de macho destronado.

Ello es que, cincuenta años después de las masacres de Suharto, no somos tan distintos. Nuestras sociedades han progresado y la cosa tiene que sofisticarse un tanto; ya no hay, no puede haberlas, amazonas con machete en las pesadillas patriarcales del siglo XXI. Pero no deja de haber brujas; brujas de la era digital que se presentan como la loca o la taimada que te puede hundir la vida con su sola palabra. La lógica de la confección de este arquetipo es, en cualquier caso, exactamente la misma: no tenemos enfrente a personas cabales con demandas legítimas y deliberables, sino hechiceras prodigiosas con formidables superpoderes, que nublan nuestro seso con malas artes de seducción y nos quieren despedazar. El Malleus Maleficarum de 2021 son las columnas y los ensayos en que muy bien pagados y muy poco cancelados mercenarios claman contra la cultura de la cancelación, contra la caza de brujas: como los militares indonesios de 1965, se presentan como salvadores de la sociedad frente a un peligro sin cuento, cuando el peligro, el único peligro, son ellos.

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