Al grito de «¡Tora, tora, tora!», rayando el alba del domingo 7 de diciembre de 1941, y sin viento de Poniente, cientos de aviones japoneses, con los temibles cazas Zero a la cabeza, bombarderos, torpederos y todo tipo de navíos se lanzaron a tumba abierta sobre la Flota Norteamericana anclada en Pearl Harbor, en Hawai. ¡Mayday, mayday, mayday! es lo único que se escucha en todo el archipiélago. La sorpresa y las añagazas diplomáticas dieron la victoria a los nipones, pero la victoria a la postre sería pírrica. Los grandes portaaviones estadounidenses estaban en alta mar, y el ataque sería decisivo para involucrar a los Estados Unidos en la II Guerra Mundial y para poner en marcha la mas gigantesca e imparable maquinaria militar jamás vista por el género humano.
Altísima traición
Los yanquis se lo tomaron como una alta, altísima traición de los japoneses y su respuesta comenzó segundos después de la que el primer torpedo japo hundiera el primer navío norteamericano. Aquel país que entonces iba a la deriva, trastabillando en pos del New Deal, desolado aún por la tragedia nacional de la Gran Depresión se levantó como un coloso, en llamas, pero como un coloso, desde Massachussets a California, de Oregón a la Florida. Tom Joad y los hombres y mujeres desheredados de «Las uvas de la ira» de John Steinbeck por fin habían encontrado su destino. Y el propio Steinbeck una vez más se iba a dedicar a contarlo en el que sin duda es uno de los más extraños libros que le ha dado ser escrito a un novelista de éxito y más bien izquierdista. Pero la patria estaba en peligro y todos debían acudir a salvarla.
A John Steinbeck, igual que sucediera con los documentales propagandísticos de John Ford, el Ejército le encargó que contara la vida y milagros de la tripulación de un bombardero, las llamadas fortalezas volantes con las que el país de las barras y estrellas iba a hacer de un buen ataque la mejor de las defensas, llevando la guerra y su sufrimiento a territorio enemigo. Steinbeck no lo dudó. Y cumplió como un patriota. Porque esto es «¡Bombas fuera! Historia de un bombardero», además de un magnífico documento y una extraordinaria narración a caballo entre la novela y el periodismo. El talento del escritor Steinbeck apechuga con el empeño y su grandeza literaria hace que el lector pueda digerir y hasta saborear este excitante pastel patriótico. La perfecta traducción, que sigue al pie de la letra y al pie del cañón las palabras marciales de Steinbeck le da todo el valor y nos traslada el ambiente bélico de esos días.
Vestido de caqui
Steinbeck se vistió de caqui prácticamente en el sentido literal de la palabra y acompañó a una tripulación de esos mortíferos aviones desde su llegada al campo de instrucción hasta que parten en pos de su primera misión. Las palabras del Nobel de 1962 van muy lejos. Primero pide a los padres que se sientan orgullosos de sus hijos que van a volar, recomienda a los futuros aviadores que no quieran ser mártires camino del Valhalla sino de la victoria y de la supervivencia, y traza un mapa del poder humano e industrial de los Estados Unidos.
La tripulación de un bombardero no pertenece a la misma mitología que los héroes de Hemingway. Aquí se trata de hacer equipo, algo que no es difícil en esta sana muchachada, apunta el novelista, que ha crecido haciendo deporte. El escritor se congratula también de que en los Estados Unidos se permita el uso de las armas, porque así los artilleros de la aeronave no errarán sus disparos. Quien ha disparado su escopeta de caza sobre una ardilla en movimiento sabe que hay que apuntar unos centímetros por delante de donde se encuentra el animal. ¿Y quién se encargará de la mecánica?. No es difícil, sugiere John Steinbeck, en todas las granjas de América hay un tractor o un viejo Ford T que los muchachotes de Montana, Nevada o las dos Dakotas saben montar y desmontar hasta el último tornillo y la última bujía. Además, qué suerte que todos nuestro chicarrones sepan conducir y montar a caballo, sin duda eso les hará más fácil pilotar un avión, aunque antes deban enfrentarse a las pruebaas de tiro impartidas por los mejores campeones de tiro al plato del país, antes de rellenar los test de actitud y aptitud (no cultural) a los que les someterán los más prestigiosos psicólogos de la nación. Luego, con su correspondiente chapa de identificación al cuello, los jóvenes norteamericanos comenzarán su exigente instrucción.
Se trata de un equipo, sí, pero John Steinbeck los pone nombre. Bill, un trompetista de Idaho es el oficial bombardero. Al, un muchacho del Medio Oeste se convertirá en artillero y en lugar de «perseguir sioux o apaches, o búfalos y antílopes, sus nuevos objetivos son Zeros, Stukas o Messerschmitts». Allan, ingeniero, será el navegante, quería ser piloto pero «comprendió» la importancia del nauta del avión. El honor de ponerse a los mandos será para Joe, de Carolina del Sur. Y del cuidado de los motores se encargará el californiano Abner. Y que nadie olvide, destaca Steinbeck, que «nuestro pueblo lleva los motores en el corazón». Finalmente, las comunicaciones tampoco serán un problema cono todos los radioaficionados que hay repartidos por todos los rincones del país. Como Harry, que verá cómo su hobby se convertirá en un arma.
Listos ya todos, solo falta mandar cartas a la familia a y a la novia orgullosa antes de auparse al Flying Fortress B-17 E. Los muchachos suben las escalerillas de su «Baby», que así han bautizado a su avión. Ya están camino de los frentes de Europa o del Pacífico. Quizá alguno de ellos culmine su carrera en la tripulación del Enola Gay rumbo a Hiroshima.
Manuel de la Fuente
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