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Bisexual, censurada y fascinante: Violette Leduc, la bastarda de la literatura francesa

Por El Mundo  ·  17.06.2020

Escribió como ninguna mujer lo había hecho hasta entonces. Con crudeza y sin piedad: sobre su aborto clandestino, la sexualidad femenina (y entre mujeres), el rencor hacia la madre, el abismo de la paranoia… «Seré el escultor de mi dolor», decía Violette Leduc (1907-1972). Un dolor que cinceló con palabras. Hizo de sí misma material literario y se erigió en la bastarda de las letras francesas: hija no reconocida de un burgués, la suya era también una escritura ilegítima para el canon femenino. A pesar de una obra radical, descarnada a la manera de Jean Genet y de su absoluta modernidad, Leduc permaneció en la sombra y, tras su muerte, olvidada durante décadas.

En la Francia de posguerra, la editorial Gallimard amputó las primeras 50 páginas de Ravages (Estragos) por «escandalosas»: narraba el amor y el despertar sexual de dos colegialas de un internado. Demasiado explícita, demasiado lésbica, demasiado real (una de ellas era el claro alter ego de Leduc). Al editor no le importó su dimensión poética, sensual y psicológica. Fue censurada. Hasta que, alentada por Simone de Beauvoir, Leduc recuperó parte del texto en La bastarda y, 10 años después, en 1966, publicó la otra parte en la autobiográfica Thérèse et Isabelle. Habría que esperar hasta el año 2000 para que Gallimard editara el texto íntegro; en España, Mármara Ediciones la tradujo en 2015.

A Leduc el éxito le llegó tarde, a los 57 años, con La bastarda, que fue finalista del Premio Goncourt, con un largo prólogo de su protectora (y amada) Simone de Beauvoir. Leduc evocó ese amor no correspondido por Beauvoir, la obsesión y la pasión, el ansia y el desgarro, en el largo poema en prosa L’Affamée (1948) -“La hambrienta”- no traducido al castellano. «Leduc cayó en un ostracismo literario. Su estilo es complejo, con un lenguaje duro, seco y directo que tiene que ver con la vida difícil que tuvo. Aunque en Francia se la reivindica, aquí se ha traducido muy poco y sus libros son muy difíciles de encontrar», explica Blanca Cambronera, editora de Capitán Swing, que recupera ahora La bastarda. En España sólo existía una descatalogada edición de Edhasa de 1984.

En el manifiesto feminista Teoría King Kong (2006), Virginie Despentes ya reivindicaba a Leduc y en 2013 Martin Provost le dedicó un biopic. Salvo unas viejas traducciones argentinas de los años 70, Leduc ha pasado desapercibida en el mundo hispano.

En su reciente ensayo Mujeres extraordinariasLucía Etxebarria menciona a Leduc. «Es una de las pioneras del género de la autoficción que es, por otra parte, un género netamente francés. Es triste que la pobre Violette haya pasado a la historia sólo como la amante de Beauvoir. Porque era, sobre todo, una escritora. Además tiene un estilo lírico, onírico, surrealista, que se podría entender mucho mejor ahora. Me parece que estamos en el mejor momento para entender a una escritora que fue una verdadera adelantada a su época. Creo que es muy posible que estemos ante un revival de Leduc», considera Etxebarria.

La joven Elizabeth Duval, autora de Reina, se pronuncia en términos similares: «Hay algo que me entristece en el olvido de Leduc: muchas de las voces que nos interesan ahora podrían compararse con su obra, como Permagel de Eva Baltasar, por ejemplo. Leduc tiene una complejidad y una extensión muy francesas, claro, pero en el ímpetu que parecemos tener ahora de que todo sea nuevo olvidamos que hay autoras que ya han escrito grandes obras tocando muchos temas, también en lo autoficticio, que ahora se dan por innovadores o surgidos ex nihilo». Duval reconoce que la obra de Leduc «imprime algo en la memoria de quien lee» y que es «fundamental recuperarla».

Junto a Beauvoir, Albert Camus fue el primero en reconocer el potencial de Leduc y publicó su ópera prima, L’Asphyxie (1946), en la colección Espoir. Su primera frase ya forma parte de la historia de la literatura francesa y es como un homenaje a El extranjero del propio Camus: «Mi madre nunca me dio la mano». Esa soledad y ese desamparo de la niñez los arrastraría toda su vida. «Soy un desierto que monologa», le escribió a Beauvoir. Monólogos que esculpió a fuego en sus novelas.

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