Hoy os hablo del último libro que me ha impactado: Historias desde la cadena de montaje, de Ben Hamper, editada en España por Capitán Swing.
Historias desde la cadena de montaje es una novela autobiográfica que narra el trabajo en una fábrica de la General Motors, que supone el paradigma de la industrialización salvaje en el mundo, que sucedió desde los años cincuenta a los noventa. Ben Hamper es un operario que sobrevive ante su “no future” y su triste rutina laboral inventándose juegos, entregándose a la bebida y escribiendo sobre música y sus propias vivencias. Real como la vida misma, es imposible desemparentarla del género novelesco por los múltiples recursos que emplea típicos de la novela. Lo que queda al final, es un relato profundo, irónico y social de la vida obrera durante la segunda revolución industrial.
El tono
Si hay algo que destaca y define primordialmente Historias desde la cadena de montaje no es la reflexión sobre las clases sociales, el sindicalismo obrero, las diferentes etapas de la economía industrial estadounidense, las absurdas decisiones políticas que afectan a miles de trabajadores o los entresijos de una industria tan grande e influyente en USA como es la industria automovilística y en particular la General Motors, sino el tono, la mirada y el enfoque con el que nos cuenta sus vivencias Ben Hamper. El estilo vendría a ser un Ignatius J. Reilly consciente de donde están los límites del mundo en el que se desenvuelve, con un tono entre lo cínico, lo auténtico y lo humorístico. Rehúye de la condescendencia y la autocompasión y se autodefine a sí mismo mucho peor de lo que en realidad es. Su capacidad para crear paralelismos descacharrantes, su ingenio y sus continuas estrategias para combatir la rutina industrial lo elevan como cronista de primer nivel. Su narración engatusa y te bambolea entre la risa, la reflexión y la indignación.
La historia se repite
Durante la primera parte de la novela, desde el momento que Ben describe cómo era su familia y la “especial” relación con su progenitor, hasta el instante en el que cruza por primera vez los portones de la fábrica de la General Motors, Ben Hamper parece estar hilvanando una novela costumbrista sobre la Flint de entonces, pero no, lo que realmente está haciendo es hablarnos de la inmovilidad de la clase obrera a lo largo de la historia y de la imposibilidad de rebelión, sobre todo, por el asumido derrotismo de sus integrantes (la rebelión, en la novela, sólo se vislumbra en las pequeñas conquistas del día a día). El derrotismo de la clase obrera emerge cuando describe a su padre:
“Cada vez que la espuma aniquilaba su sentido del deber, lo despedían o simplemente dejaba el trabajo.”
A su manera, buscando vías de escape a través de la escritura, con sus sesiones como dj –en la novela hay todo un muestrario de intérpretes que hablaban de la clase obrera- en un piso de mala muerte o con sus continuas borracheras, Ben nos confiesa lo que jamás dice en el libro: No quiero ser una repetición en la rutina obrera, quiero ser más, mucho más que eso, un obrero al que el arte le rescata de la dictadura de clases.
Las drogas –bebida inclusive- aparecen como una válvula de escape: “El ácido reemplazaba muchas cosas pero, sobre todo, anulaba la realidad.”
Un universo propio
Si alguien ha sabido plasmar el sudor de la cara oculta de la General Motors sobre el papel, ese ha sido Hamper. El lector padece con esos obreros y empatiza hasta el punto de asimilar su discurso y envidiarlos en sus frecuentes visitas al paro. El paro como el oasis de una abrasiva andadura por el desierto. “Cuando todos los días son sábado, de pronto el sábado ya no es nada del otro mundo”. Bob-a-Lou, Eddie, Janice, Dave o el mismo Armando, son ejemplos de sobrevivientes que universalizan la realidad norteamericana y el padecer de la clase obrera, a menudo tratados como números o robots a merced del capital.
Desde lo individual, a lo general, en 3 pasos, la Norteamérica de ese Hamper.
“Solo hablaba con Hank, mi vecino en la línea. Era un viejo chocho que tenía una voz que sonaba como gravilla arañando trozos de vidrio. Fumaba dos paquetes de Chesterfield en cada turno y oírle hablar me ponía muy nervioso. Cada cosa que decía estaba salpicada de esputos o de trocitos de pulmón que salían disparados hacia el pasillo. Él se disculpaba y encendía un nuevo cigarrillo”.
“Ambos sentíamos un fuerte desprecio por la raza humana; odiábamos nuestro trabajo y a nuestros jefes y a nuestros representantes sindicales. Odiábamos a Miss América y a la luz del sol y la Navidad. Los dos estábamos insatisfechos y aburridos”.
“En Flint, el veinticinco por ciento del total de muertes relacionadas con armas de fuego fueron perpetradas por la policía. Los buenos muchachos disparaban a bocajarro primero y preguntaban después, y si resulta que llevabas el pelo a lo afro, las probabilidades de que te tocara el premio gordo eran bastante altas. En momentos como ese no solo necesitábamos una “voz”, sino que unos cuantos miles de chalecos antibalas tampoco nos habrían venido nada mal.”
La conexión con Michael Moore
El editor loco, fundador de La Voz de Flint, no es otro que Michael Moore, símbolo de la resistencia más excéntrica hacia los poderes fácticos. De su relación y empuje, nace la voz crítica, capaz de rebelarse de Hamper.
Los derechos y la organización sindical
El mundo que describe Hamper es el de la explotación, el del férreo asociacionismo de unos obreros representantes de la América profunda y de la conquista de derechos de los trabajadores. Justo antes de que el capitalismo deslocalizase la producción y aislara al individuo, regateando sus avances y acosándolo hasta el actual surgimiento del precariado. Hay una frase temerosa de Hamper que personifica en la General Motors, los males del capitalismo universal.
“En 1980, Papaito GM empezaba a toser, y había muchas posibilidades de que todos los hermanitos acabaran pillando el virus.”
Todos sabemos lo que ha venido luego.
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