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Bastarda, fea y extrema: buscando a Violette Leduc, la escritora olvidada

Por El Confidencial  ·  08.06.2020

“Mi fealdad me aislará hasta la muerte”, se lamenta Violette Leduc en su segunda novela, ‘L’Affamée’, escrita en 1948. “Hubiera querido nacer estatua y soy babosa en mi propio estercolero“, prosigue en ‘La bastarda’, su obra más afamada, por la que ganó el premio Goncourt en 1964 y que ahora reedita en castellano Capitán Swing, como una labor de memoria de una escritora incómoda que, a pesar de haber sido ensalzada y reconocida por Albert CamusSimone de BeuvoirMaurice SachsJean Genet y hasta Sartre se perdió en el desierto del ostracismo desde su muerte en 1972 hasta que el cineasta Martin Provost la recuperó en 2013 en su película ‘Violette’. Leduc no escribe: vomita. En cada una de sus líneas queda plasmada la rabia, el desprecio por sí misma, la desesperanza.

“Se dice que ya no existen autores desconocidos: poco menos que cualquiera podría hacerse editar”, escribió Beauvoir en el prólogo original. “Pero, justamente, la mediocridad abunda y la buena semilla se ahoga bajo la cizaña. El éxito depende, en la mayor parte de los casos, de un golpe de suerte. La mala suerte, a su vez, tiene sus razones. Violette Leduc no quiere agradar, no agrada y hasta aterroriza“. Ella fue a quien le entregó el manuscrito de ‘La asfixia’ en 1945 y, en gran parte su descubridora.

Beauvoir hoy se sorprendería, sin duda, del panorama editorial. Y Leduc, probablemente, lo hubiese intentado dinamitar todavía con más énfasis. La mayor parte de la obra de Leduc es autobiográfica. Pero ‘La bastarda’ lo es más. Porque ahonda en las raíces de su personalidad y su pluma extremas, nacidas, precisamente, de su condición de bastarda en Arrás, una pequeña ciudad al norte de Francia, en 1907. La escritora entremezcla el relato de su familia y su infancia con el proceso de escritura, con duras sentencias y autoflagelaciones, con lo que crea una sensación de presente continuo, de borbotón de ideas, de un intento desesperado de tomar aire. Por un lado, siente que nunca ha sido amada. Por otro, considera difícil poder amar. Cuando una la lee, uno piensa en la capacidad de ordenar y desordenar ideas al mismo tiempo. “Tengo miedo de morir y me desgarra estar en el mundo“, comienza ‘La bastarda’. Y esa sensación de vivir en la perpetua contradicción impregna la prosa de Leduc.

La escritora entremezcla el relato de su familia y su infancia con el proceso de escritura, con duras sentencias y autoflagelaciones

La historia de Violette comienza mucho antes de su nacimiento. Empieza con el matrimonio de su abuela Fidéline, su verdadero referente materno: la relación de Leduc con su madre es tormentosa y determinará las que la escritora tenga a lo largo de su vida. Después, el relato de las visicitudes de una familia que sufre tanto de pobreza como de enfermedad. Trabajos mal pagados, estancias con las monjas, tisis y embarazos fuera del matrimonio en una sociedad extremadamente conservadora. “Es en tu vientre donde vivo la vergüenza de antaño, tus pesares. Dices que a veces te odio. El amor tiene innumerables nombres”, le dedica a su madre Bérthe. Ella, joven, se había quedado embarazada de un joven de la alta burguesía de la ciudad cercana de Valenciennes y él se había negado ya no solo a reconocer, sino tan solo a conocer a la niña.

La bastarda. Así se define. La bastarda, la losa que pesa desde el nacimiento. Desde el apellido. Leduc nació temiendo al sexo masculino, porque su madre solo contaba ‘historias de terror’ sobre ellos. Todas las mañanas me ofrecía un terrible regalo: el de la desconfianza y la sospecha. Todos los hombres eran unos canallas; ningún hombre tenía corazón. Me miraba con tanta intensidad durante su exposición que me preguntaba a mí misma si yo era o no un hombre. No había ninguno que compensara a los demás. Abusar de una: he ahí su finalidad. Yo tenía que comprender y no olvidarlo nunca. Unos cerdos, todos unos cerdos”. Cuenta Leduc que vivió en permanente temor al mañana. Que hasta la forma de alimentarse tenía que ver con las carencias de su madre y los miedos que esta le había inoculado. “Morir de hambre es lo más difícil del mundo”, escribe.

En la obra de Leduc también está muy presente su sexualidad. Tanto que tuvieron que censurar varios pasajes explícitos de ‘Ravages’, su novela de 1955, por subidos de tono. Era demasiado obscena y precisa. Había que suprimir el erotismo y mantener la afectividad. Descripciones de penes. De abortos. Y, sobre todo, escenas lésbicas altamente inapropiadas para la época. Aquel rechazo lo tomó como una afrenta personal. Sentía, que tras aquello, no volvería a escribir. Sin embargo, a su muerte en 1972, había publicado una decena de libros. Y otro más se publicaría después de su muerte.

En ‘La bastarda’, la autora desvela sus primeros amores, mayoritariamente con mujeres, entre los que se encuentra Hermine, un amor que le costó la expulsión del colegio en 1926 por “malos hábitos”, como dicen en los periódicos. “Hay seres que son nuestro mayor riesgo: Hermine era ya mi riego y mi dureza”, describe Leduc uno de los primeros encuentros con la maestra.

Bastarda, pobre y fea, amante de mujeres y de hombres homosexuales y proabortista, Leduc es el epítome de la escritora marginal

Leduc es la marginalidad hecha persona. Bastarda, pobre y fea, amante de mujeres y de hombres homosexuales y proabortista. Pero también parte de ese paisaje del París nocturno donde se puede encontrar azarosamente con Robert Bresson, “la sombra, de tamaño mediano, que venía todos los días con su abrigo de paño beis”; la montadora Denise Batcheff, “morena, bajita, elegante, femenina, impecable” y, sobre todo, el hombre que le cambió la vida y la empujó a publicar: el escritor Maurice Sachs. Leduc lo describe como un hombre con boca de mujer, una barbilla como la bolsa de un campesino de Brueghel, llena y dadivosa, un hombre risueño y agudo, pero también inalcanzable.

Las conversaciones sobre arte y literatura, entrelazadas con encuentros en las tascas parisinas, borracheras, casas de moda, hoteles y bohemia. Y también soledad. Y luego, la vuelta al campo. La sensación perpetua de fracaso.“Siempre seré una exiliada. Envejecer es perder lo que se ha tenido. Yo no he tenido nada. Fracasé en lo esencial: mis amores, mis estudios. Amar la luz. Tenía 16 años y preferí el resplandor de la vela sobre un libro. Tengo 37 y prefiero el sol sobre un acantilado de tiza”. Poco a poco, Leduc vuelve al catálogo y al imaginario colectivo. Su malditismo, siempre atractivo, su ‘punkismo’ vigente y su proximidad a Beauvoir, Sartre y compañía la rescatan, casi medio siglo después, del ostracismo de los insumisos.

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