Manu Leguineche y Jesús Torbado escarbaron durante siete años en la posguerra española para desenterrar fantasmas. Afloraban en cualquier esquina. Conocidos de conocidos les ponían sobre la pista y, en cuanto podían, se echaban a la carretera para escucharles. Los fantasmas relataban historias sobre la ilimitada resistencia humana.
Los fantasmas eran hombres atemorizados que se habían encerrado en vida para burlar las represalias de los ganadores de la guerra. Torbado y Leguineche les llamaron topos y contaron sus vivencias en un libro con igual título, Los topos, que se convirtió en un éxito de ventas en 1977 tras la muerte de Franco, se tradujo a una decena de idiomas y fue reeditado en 1999 por El País Aguilar. Ahora es la editorial Capitán Swing la que recupera la obra que husmeó en aquella sorprendente madriguera. «Está pensada para una generación nueva que no conoció aquello ni tenía idea de que había ocurrido», señala Jesús Torbado.
Lo que había ocurrido era que hombres de todo pelaje y ocupación se habían agazapado en lugares inverosímiles durante años. Leguineche y Torbado entrevistaron a alcaldes, furtivos, abogados y milicianos. «Algunos se habían significado mucho y en otros casos fue el destino, que les pilló en el lado equivocado, pero podrían haber salido mucho antes», revive uno de los autores. Una amnistía, en 1969, favoreció la cascada de liberaciones. Tranquilizados jurídicamente, se presentaban aún con el miedo en el cuerpo ante los cuarteles de la Guardia Civil para informar de que seguían vivos tras pasar durante décadas por muertos.
Protasio Montalvo se extralimitó y permaneció oculto tras la muerte del dictador. Fue el último topo en salir, en 1977. Cuentan Leguineche y Torbado que prolongó la reclusión condicionado por su hijo, que fantaseaba con organizarle una bienvenida con Felipe González y que pedía dinero por las entrevistas de su padre. Un anticipo del comercio que se impondría en el futuro. «Si llega a ser ahora se hacen de oro con la ferocidad de sus historias», ironiza Torbado.
Montalvo había sido alcalde republicano de Cercedilla, una encrucijada entre frentes que sufrió asesinatos en la trastienda. El alcalde topo asegura que él trató de evitarlos, pero lo cierto es que su salida a la luz fue recibida con pintadas en el pueblo que le llamaban asesino y amenazas de muerte. Su escondrijo fue cómodo: la casa de la familia, por la que se movía con tranquilidad absoluta. Él se ocupaba de cocinar, limpiar y cuidar a sus hijos cuando enfermaban, mientras su mujer salía a vender chucherías a los turistas.
Otros sobrevivieron peor: en desvanes, hoyos, sótanos, despensas, pocilgas. Eulogio de Vega, alcalde de Rueda (Valladolid), se escondió 40 días en un maizal y finalmente se instaló en su casa. Juan Jiménez Sánchez, El Cazallero, el último maquis de la sierra malagueña, acabó ocultándose en el hueco de un poyete en la casa de su novia. «Cuando un hombre está escondido y lo vigilan, siente miedo», reconocía a este periódico en 1977, «los escondidos estábamos pendientes de la debilidad que pudiera tener la persona que nos ocultaba. A mí me salvó mi novia, a la que un capitán ofreció un millón de pesetas y ponerla en cualquier país del mundo si me vendía».
Manuel Cortés, alcalde socialista de Mijas en 1936, pasó 18 años, en zapatillas, sin salir de su cuarto. Su experiencia, relatada por Ronald Fraser en el libro Escondido (In Hiding) en 1972, impresionó al dramaturgo Arthur Miller, que escribió en The New York Times: «En la montaña de libros sobre la guerra no puede haber otro tan breve pero tan completo, tan desnudo pero tan sutil, tan conmovedoramente humano como este». Casi 40 años después de su publicación, In Hiding se ha reeditado de nuevo este otoño en Reino Unido.
A los periodistas que inquirieron por sus primeras impresiones en libertad, Manuel Cortés les respondió: «Estos zapatos me están matando». Semejante autocontrol le había ayudado a ver la vida pasar sin él desde la ventana de una habitación durante casi dos décadas. La ventana y la radio fueron sus muletas. Cortés afianzó su fe socialista y anotó cada acontecimiento biográfico de sus vecinos. Cuando salió, con 64 años, estaba al tanto de bodas, bautizos y funerales.
«La fuerza humana es increíble; nadie está seguro de ello hasta que no lo siente. Nadie sabe de lo que somos capaces los humanos, nadie lo sabe», les dijo a los periodistas Saturnino de Lucas, un segoviano que pasó 34 años sin dar un paso ni ponerse en pie.
El habitáculo que ocupó ese tiempo, acondicionado bajo el tejado de una casucha, medía 63 centímetros en su parte más alta, dos metros de ancho y cuatro de largo. Emparedado, agredido por temperaturas que le sacudían de los 45 grados del verano a los 25 bajo cero del invierno, Saturnino de Lucas sobrevivió leyendo periódicos, escribiendo miles de cuartillas en una máquina York, escuchando la radio y sugestionándose. «Ahí vivía yo como si estuviera invernando».
Tereixa Constenla
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