Tras un zapateado de infarto, Peter Sellers abraza a Antonia y le da besos en la cabeza mientras ella piensa: «Me voy a ganar un palizón». Antonia Santiago Amador es La Chana y la escena sucede en el rodaje de The Bobo, al que llega como la estrella de Los Tarantos, tablao de la Plaza Real barcelonesa que aún sigue en marcha. Su talento lo conocen todos en esa sala, lo que no saben es que Antonia es una mujer desgraciada por culpa de un «gitano malo» que la molió a palos durante 18 años. La historia de La Chana, bailaora, la cuentan a dos voces la artista y Beatriz del Pozo, pianista y maestra de baile flamenco que ha ayudado a la gitana rubia a poner negro sobre blanco sus memorias. La mezcla de ambas voces, en primera y tercera persona, le da ritmo al relato y cierta distancia y es un acierto porque permite escuchar el peculiar y embriagador modo de expresarse que tiene La Chana, que a veces suena a mujer temible y otras a niña perdida.Es una biografía autorizada, pero la protagonista se deja pocas cosas en el tintero: hay hasta una crítica sutil a las normas de su cultura gitana. La edita Capitan Swing y llega tras el éxito del documental de Lucija Stojevic sobre la bailaora que nació en el Hospital Clínic la noche en que murió su abuela y creció en la Torrassa de L’Hospitalet. Los lugares son importantes porque le dan a la biografiada un contexto y permiten al lector recorrer la Cataluña de los años 50, 60 y 70. Una Cataluña que no se limita a Barcelona, sino también incluye la Costa Daurada o la Costa Brava, donde como indica Del Pozo, «cada pueblo medianamente grande tenía su tablao o su local de variedades».
En ese circuito empezó La Chana como profesional a los 14 años después de haber sentido el racismo en el colegio, al que fue sólo unas semanas: las niñas la llamaban Gata porque, para defenderse de sus insultos, La Chana las arañaba. La falta de instrucción, cuenta ella, le pesó siempre, también en el baile, porque siempre fue autodidacta. Tanto es así que aprendió el compás por seguiriyas escuchando la radio, y a pesar de que muchas veces se las comparó, Antonia ni siquiera había visto bailar a Carmen Amaya. Sobre la similitud entre La Chana y La Capitana afirma Del Pozo: «Era un baile de mujer que resultaba desconcertantemente masculino y no apto para aquellos que buscaran el preciosismo femenino andaluz». Efectivamente, no todos lo entendían a la primera. Manolo Caracol le contestó así cuando la joven se presentó en Madrid para pedirle trabajo en Los Canasteros: «¿Rubia y de Barcelona? No hombre, no. ¡De Barcelona, no!», dijo el cantaor, aunque tras verla danzar gritó «¡Viva Cataluña!» loco de emoción.Después llegaron las actuaciones en el Florida Park, pero la que la lanzó ocurrió en Fiesta, el programa de José María Íñigo. A partir de ahí, empezaron a reconocerla por la calle y a su pareja empezó a indigestársele tanto éxito. «Lo único que sé es que bailando era yo y era yo la que mandaba». Esa frase es fácil de entender viéndola incluso ahora que danza sentada, pues en cuanto arranca crea un círculo virtuoso, un aro de protección en el que no se acuerda de los golpes, ni de las oportunidades perdidas, ni de los hombres malos. En 1979, toma la decisión de dejar una carrera brillante para irse a Premià de Mar y salir del infierno de su hogar. Ya repuesta, será la iglesia evangélica la que retrase su vuelta a los escenarios porque «los pastores decían que si quería estar bien con Dios no convenía que bailara». Pero una frase de Peret le bastó para sanarla: «he soñado contigo, Chana, y te he visto bailar con la bata de cola», le dijo, y Antonia volvió a taconear como una fiera. Pero ya no fue igual, pues en la compañía Cumbre Flamenca era una más, no la estrella. Eso sí, era libre. Luego conoció a Félix, un pescadero payo al que la familia de Antonia aceptó por «bondadoso». Él fue quien le descubrió algo de ella misma que desconocía: que hasta cuando duerme, La Chana mueve los pies.
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