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Bailar en la cubierta de un barco negrero

Por El País  ·  05.05.2023

El infierno de la esclavitud sigue navegando “por los márgenes de la conciencia moderna” de Occidente, como observa el historiador Markus Rediker que lo ha estudiado a fondo

Antes de iniciar la larga travesía que los llevaba desde África hasta América a los esclavos los encerraban bajo cubierta para que no observaran las maniobras de los marineros, no fueran a aprender el arte de navegar. Los compartimentos estaban “tan atestados que casi no había espacio para darse la vuelta”. Las cadenas que llevaban para evitar cualquier tentación de fuga les dejaban en carne viva muñecas, cuellos y tobillos. Todo estaba empapado de un calor sofocante, no había casi ventilación. El hedor era insoportable y cada vez resultaba más repugnante conforme aumentaban el sudor, los vómitos, la sangre, las tinas llenas de excrementos.

Poco después empezaban las rutinas propias de un barco negrero. A los esclavos los obligaban a subir a cubierta un par de veces al día para que bailaran. Era imprescindible que mantuvieran una buena condición física, convenía que los cuerpos lucieran musculosos en el momento de la venta y de nada les iba a servir a los comerciantes que llegaran a los puertos de América escuálidos y debiluchos. Así que sonaban los instrumentos y las percusiones y empezaba la danza, siempre bajo la mirada atenta de los marineros, no fuera a pasar nada: una disputa, una pelea, una rebelión. No resulta fácil imaginar lo que les ocurría por dentro a cada uno de aquellos esclavos mientras se movían siguiendo unos ritmos que seguramente les resultaban familiares y les remitían a las fiestas de sus aldeas. En Barco de esclavos (Capitán Swing), donde Markus Rediker analiza la trata a través del Atlántico, el historiador estadounidense no les dedica a esos bailes mucho espacio. Aparecen como una parte más de aquel infierno de humillaciones, palizas, torturas, enfermedades, muertes. Desde finales del siglo XV hasta casi terminar el XIX, durante 400 años, “12,4 millones de individuos fueron transportados en barcos de esclavos y desembarcados en cientos de puntos distribuidos a lo largo de miles de kilómetros al otro lado del Atlántico”, escribe. Murieron en la travesía 1,8 millones de ellos, y tiraron sus cuerpos al mar, para que se los comieran los tiburones. Los 10,6 millones de supervivientes “fueron lanzados a las fauces ensangrentadas de un mortífero sistema de plantación”, al que también se enfrentaron “de todas las formas imaginables”.

Esas cifras de vértigo no explican gran cosa de lo que fue aquello y, por eso, el libro de Rediker es importante y necesario, porque cuenta las experiencias concretas que vivieron algunos hombres y mujeres durante esa larga pesadilla. Barco de esclavos describe las relaciones entre el capitán y su tripulación, entre los marineros y los esclavos y entre estos entre sí, y las batallas de los abolicionistas. El cuadro completo de una historia de crueldad y horror. Muchos esclavos padecían una “hosca melancolía”, otros se suicidaban, algunos conseguían rebelarse. Su historia, dice Rediker, “navega por los márgenes de la conciencia moderna”. No debería olvidarse nunca.

¿Cómo pudo tolerarse durante tanto tiempo esa infamia? Tal vez porque, en la metrópoli, aquello no fue nunca nada más que una remota abstracción de lo que solo se sabía por los libros de contabilidad, los anuarios, balances, gráficos y tablas de cálculo. Occidente tiene esa rara habilidad parar tomar distancias y borrar con los números cualquier abyección. Y, claro está, con los beneficios.

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