Cuando el humorista alemán Werner Fink descubrió a dos agentes de la Gestapo anotando todo lo que decía en su show, les preguntó: «¿Hablo demasiado rápido? ¿Pueden seguirme o, en realidad, quieren que les siga yo a ustedes?». Esta y otras broma le costaron el cierre del cabaret por parte de Goebbles y su ingreso en un campo de concentración.
Precisamente fue allí donde pudo dar rienda suelta a sus chistes más ácidos: como solía decir, cuando actuaban en Berlín vivían con miedo al campo de concentración. Una vez dentro ya podían animarse y tranquilizarse.
Cuenta el director y escritor Rudolph Herzog en Heil Hitler!: el cerdo está muerto (Capitán Swing Libros) que eran los judíos los que desarrollaron un humor más negro. Siguieron, quizá, el argumento de Fink: total, ahora que estaban dentro ya daba igual. Y la comedia macabra era la forma de aliviar su destino:
En los últimos días de la guerra, si planeaban fusilarlos y de repente la orden era matarlos en la horca, respondían:»Se están quedando hasta sin balas».
A Rudolph Herzog (sí, hijo del cineasta Werner Herzog) se le ocurrió la idea de realizar un documental y un libro sobre el humor alemán durante el nazismo cuando encontró algunos chistes manuscritos en casa de su tía abuela. Sin embargo, las conclusiones a las que llegó con su investigación son contradictorias.
Según el autor, el ingenio alemán se agudizó cuando Hitler subió al poder, pero la mayoría de las bromas tenían que ver con los defectos personales o las extrañas aficiones de los líderes del Nacional Socialismo. Casi ninguno era realmente subversivo con el régimen. Y los pocos que se atrevieron a criticar el régimen mediante el humor, acabaron en tribunales.
Delitos de sedición y humor absurdo
Hubo incluso quien fue ejecutado:
Hitler y Göring están en lo alto de la torre de la radio. Hitler le dice a Göring que quiere darle una alegría al publo alemán. Göring le responde: «Entonces, ¿por qué no saltas?».
Esta broma, por ejemplo, le costó la vida a Marianne Elise K., una trabajadora de fábrica acusada de sedición por su compañero.
El recorrido por los chistes que se inventaron durante la guerra nos da a entender, por ejemplo, que a pesar de que muchos alemanes adujeron no tener ni idea de la existencia de los campos de concentración, estos sirvieron de excusa para crear algunas de las bromas más populares entre la población:
«–¿Qué tal el campo de concentración?
–!Genial! Desayunábamos en la cama, hacíamos deporte, comíamos tres platos…
–¡Vaya! Hace poco vi a Meyer y me contó una historia muy distinta.
–Por eso se lo han vuelto a llevar».
El humor, narra Herzog, les servía para descargar el peso de su situación. Cuando comenzó el régimen, se sucedieron las bromas sobre el saludo nazi; cuando se acercaba la derrota, los chistes fatalistas aumentaban. Vale que no se rebelaron, pero al menos supieron verle el lado absurdo a la tragedia:
«¿Es cierto eso que dicen de que el Marxismo-Leninismo es una teoría científica? No lo tengo muy claro. Si fuera así, la habrían testado primero en animales». Ben Lewis recoge este chiste en su libro A History of Communism told by its communist jokes. A diferencia de Herzog, Lewis sostiene que las bromas soviéticas eran más agudas y críticas con sus sucesivos dirigentes. Lo que parece ser cierto es que, en los momentos de represión, el pueblo descarga su pesismismo a través de la risa.
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