La génesis de esta obra, El sendero de la sal, no puede ser más conmovedora: una pareja de cincuenta años se ve en una situación jurídica, a cuenta de un contrato, que les sobrepasa y son desahuciados de un hogar, de su granja; mientras tanto, a él le diagnostican una enfermedad terminal que conlleva un proceso de deterioro y unas severas limitaciones. Empujados a vivir en la calle, optan por echar a caminar. La ruta que eligen son los sugerentes mil catorce kilómetros de un sendero que recorre el sudoeste británico, siguiendo la línea de costa. Su presupuesto es de apenas unas pocas libras semanales, lo que implicará que el dinero, o su ausencia, será un nuevo escollo, un vacío sobre el que marchar a cada momento. A partir de esta motivación, Raynor Winn (Reino Unido, 1963) construye un libro itinerante en el que está muy presente el amor sincero por su compañero y muy carente de autocompasión. Y la autocompasión sería el gran peligro de una obra de este color. No hay nada de pornografía sentimental, nada de acoso a la sensibilidad del lector, nada de intención melodramática. Lo que Winn nos ofrece es un tratado sobre cómo construir, o reconstruir, la autoestima, sobre la dignidad de presentar batalla, aunque sepas que vas a salir derrotado. Se trata de una obra escrita “a partir de la nada, de la perdida, del dolor y del miedo” en la que aprender a caminar, a estar en ruta, se convierte en sinónimo de salvación, de curación, de salud.
El sendero de la sal parte de dos formas de cura: caminar y el agua salada. En lugar de lamerse las heridas, los protagonistas deciden practicar el arte de embarcarse en un sueño. Sin preparación, sin dotación adecuada y hasta sin salud, inician un itinerario que les entrega al vagabundeo. Y en estos tiempos, es posible que no exista ningún viajero real que no sea un vagabundo. Comparados con él, el resto practicamos unas formas más o menos sofisticadas de turismo. En cuanto al agua salada, recordamos la famosa sentencia de Isak Dinesen: “Todo mal se cura con agua salada: con el sudor, con las lágrimas, con el mar”. Winn y su marido optan, también, por la naturaleza como lenitivo. El sendero entra bordea una costa en la que es complicado construir y que se ha convertido en un destino turístico para mochileros, pero que no termina de ser pura naturaleza, como no lo es casi nada en unos territorios demasiado colonizados por la civilización. En ese sentido, vemos cómo se trata a la naturaleza más como si se tratara de un parque urbano que como si se tratara de un Parque Nacional. Aunque no será la naturaleza la gran protagonista. Ahí están los encuentros con personas, con los que odian y los que aman, con los afables y los ariscos, con los compasivos y los rencorosos, que saltan constantemente a primer plano. Winn explora, así, el alma humana, que en esencia se define por la relación con los demás.
Este renacer que nos entrega Winn es más un itinerario que una muestra de Nature Writting. Si bien lo que importa es el renacer. Y nacer duele. Winn nos lo explica en una escala muy humana, con un lenguaje y una estructura sencillísima en el que nos da cuenta de lo que supone ser un sin techo. El libro, pues, es del tamaño del hombre y no del tamaño de lo que debería saber el hombre. Parte de una abdicación salvaje -renuncia forzosa al pasado, a las posesiones, a las raíces-, para invitarnos a acompañarles en el extremo donde se acaban los mundos:
“Removí el té mientras me asaltaba la extraña toma de conciencia de que yo no tenía un trabajo por el que preocuparme, ningún problema doméstico que resolver. Es más, no tenía ningún problema. Más allá de no tener un hogar y de que Moth se estuviera muriendo”.
Pierden raíces y encuentran alas. La libertad que comienzan a inventarse, e inventarse aquí es sinónimo de conocimiento, les viene por efecto rebote. En realidad, todos vivimos a base de sobreponernos, aunque tal y como lo padece y expone Winn se convierte en literatura universal: “pero en aquella playa vimos tan claro como el agua salada que fluía sobre el negro de Bideford que la civilización existe solo para aquellos que pueden permitirse habitarla y que sin un techo y nada en los bolsillos es posible sentir que estás aislado en u lugar remoto en cualquier parte”. El viaje, una vez más, será transformación, será la crisálida. Dos personas de cincuenta años caminando con mochilas de diez kilos pueden antojarse como dos mochileros viejos, que es lo que les sucede a la mayoría de las personas con las que se cruzan -y cruzarse es lo opuesto a convivir-; pero la expresión no es un oxímoron. Ser mochilero, o sentirse mochilero, no tiene edad. El resto, son lugares comunes. Aunque ni siquiera en algo así Winn muestra un atisbo de mal sentimiento, ni un gramo de cinismo ni nada por el estilo. Porque la verdadera renuncia a la autocompasión, supone una cordialidad constante. Ese es el tono sobre el que se sostiene este libro de viajes, que, sin duda, será uno de los mejores textos que leeremos este año.
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