El libro ‘El sonido de un caracol salvaje al comer’, de Elisabeth Tova (Capitán Swing), cuenta la historia de la autora que, debido a una enfermedad, estuvo mucho tiempo confinada sin poder moverse.
«Cuando el cuerpo se vuelve inútil, la mente sigue corriendo como un sabueso a lo largo de unas ya trilladas pistas de neuronas, siguiendo el rastro de las preguntas que se repiten: por qué, cuándo y sobre todo cómo. La búsqueda es exhaustiva, las respuestas, esquivas. Habida cuenta de la facilidad con la que la buena salud infunde sentido y propósito a la vida, es sorprendente la rapidez con la que la enfermedad nos roba esas certidumbres. Los días pasan inadvertidamente en silencio. El tiempo que no se utiliza y solo se soporta también desaparece«. Así de crudo es el libro de Elisabeth Tova, El sonido de un caracol salvaje al comer, (Capitán Swing, 2019).
A veces los libros cobran un sentido mágico con el paso del tiempo. Esto es lo que ha pasado en parte con la obra de esta autora. La historia hace un recorrido por la enfermedad que ella contrae y que la obliga a estar postrada en una cama durante muchísimo tiempo. La situación actual hace que sus palabras sirvan como ‘guía’ o como mantra para hacer frente a este encierro en el que todxs nos encontramos actualmente.
El motivo del encierro y el descubrimiento
«Mi enfermedad había empezado con síntomas similares a los de la gripe y con la paralización de algunos de mis músculos esqueléticos. A las pocas semanas se había convertido en una debilidad sistémica similar a la parálisis que incluía complicaciones que amenazaban mi vida. Tras una lenta recuperación parcial que duró tres años, sufrí varias recaídas graves consecutivas«, explica la autora. Su estado no le permitía moverse, ni siquiera sentarse. Así que pasaba el tiempo tumbada.
En aquel letargo ausente y, cómo no, triste, una amiga le trae un caracol en una maceta. Sin más. Parece algo anecdótico hasta que en aquella pausa eterna comienza a observarlo. Lo ve moverse, comer, investigar y explorar su entorno. Encuentra entonces un propósito. Averigua todo lo posible sobre estos seres vivos: de dónde vienen, cómo se reproducen, cómo se mueven, cómo se comunican, cómo sobreviven, cómo evolucionan, qué comen, qué les sienta bien, cómo ponen huevos, qué función tiene la baba que generan, cómo curan sus heridas y cientos de datos más que recoge de libros y de otros estudios que hacen sobre estos moluscos.
Esto evoluciona hasta tal punto que a medida que se familiarizaba con el mundo del caracol, su propio mundo humano se volvía más extraño: «los individuos de mi especie eran muy grandes, tenían mucha prisa y eran sumamente desconcertantes. Descubrí que me empezaba a preocupar por el nivel de energía de las personas que venían a visitarme y empecé a observarlas tan detalladamente como al caracol. Me asombraban los movimientos aleatorios de mis amigos por la habitación; era como si no supieran qué hacer con su energía. Tenían tan poco cuidado con ella… Hacían gestos espontáneos con los brazos, sacudían la cabeza, doblaban de repente el cuerpo y lo volvían a estirar como si nada».
Detalles ínfimos
«Todos somos rehenes del tiempo. Todos tenemos el mismo número de horas y de minutos que vivir cada día, pero a mí no me parecía un reparto equitativo. Mi enfermedad me había traído tal cantidad de tiempo que eso era prácticamente lo único que tenía». Este es otro de los fragmentos que puede hacernos sentir identificadxs con su relato. Es fácil saberlo: ¿cuántas veces has escuchado la frase ‘siempre quejándonos de no tener tiempo y ahora que lo tenemos no le estamos sacando provecho’? La he escuchado varias veces y no en otras bocas, también en mi cabeza. También me abruma no hacer nada productivo. La autora decide observar y encuentra al caracol. Lo conoce, lo estudia, lo aprende. Pero podría no haberlo visto.
Hagamos la prueba. Túmbate en tu cama o siéntate en el sofá. Observa tu alrededor. Al principio verás lo de siempre, lo que ya conoces, lo que resalta: una puerta, una mesa, las baldosas, las paredes, algún cuadro… Ahora observa más allá. Busca los detalles. Quizás encuentres una mancha, un insecto, una imperfección, un hilo colgando, un rasguño en la madera… Tu entorno está lleno de detalles que no conoces o que no percibes. El tiempo de observación puede ser la calma. La autora presenta este ejercicio como meditación, como fórmula para apagar los pensamientos y las preocupaciones. Si quieres ir más allá hazlo cada día y apunta 10 detalles nuevos.
Y es que, como dice Elisabeth Tova, «con frecuencia la supervivencia depende de algo muy concreto: de una relación, de una creencia o de una esperanza que se mantiene al borde de la posibilidad. O de algo más efímero: de la manera en la que el sol pasa a través del duro y aparentemente impenetrable cristal de una ventana y calienta una manta, o de cómo el viento, invisible salvo por la estela que deja tras de sí, sopla haciendo tanto ruido que es posible oírlo a través de las paredes con aislamiento de una casa».
Ciclos compartidos
En un artículo en el New Yorker de marzo de 2009, Atul Gawande escribió: «todos los seres humanos sufren el aislamiento como una forma de tortura. La enfermedad aísla; la persona aislada se vuelve invisible; la persona invisible se olvida». Hace 11 años de este artículo que ahora puede aplicarse a todxs nosotrxs y también a la situación que vive la autora desde su cama. Desde ella, Tova cuenta cómo hacen los caracoles para soportar los cambios de clima y esperar, por tanto, a sobrevivir a ellos. Explica que entran en un estado de latencia, de hibernación, lo que la lleva a pensar que «sería maravilloso que los seres humanos que tenemos alguna enfermedad pudiéramos sencillamente entrar en un estado de latencia mientras los científicos siguen con sus investigaciones a paso de caracol y despertarnos cuando ya estuviera disponible el tratamiento médico seguro que cada uno necesita».
No es esta la única comparación que hace entre ella (o entre los humanos) y los caracoles. También hace una lectura de cómo se exprime el tiempo en ambos casos: «el rápido ciclo de la vida de mi caracol también me hizo pensar en una paradoja de mi propio mundo humano. Aunque algunos aspectos de la sociedad —como la tecnología y las comunicaciones— estaban en continua aceleración, otras cuestiones, como la asistencia sanitaria, avanzaban a un ritmo aún más lento que el de mi caracol. En los meses que yo pasé esperando citas médicas, haciéndome análisis y probando nuevos tratamientos, mi primer caracol había puesto sus huevos, había visto eclosionar a su prole, había sido devuelto al bosque y más tarde, a finales del otoño, había iniciado la hibernación».
El tiempo nos abruma. Sobre todo ahora que no sabemos exactamente cómo sacarle partido. La autora lo hace, diríamos, de forma accidental, gracias a la aparición de un caracol. Quizás esa es la lección a sustraer, cómo un único detalle, un ser vivo tan pequeño y esa conexión que ella siente y vive, da un resultado tan grande: no solo el libro sino la propia cordura, lo que la hace mantenerse con vida, distraída y aprendiendo.
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